Andrew Weatherall es de esa clase de artistas que no da puntada sin hilo, que en todo momento saben lo que hacen y no dejan nada al capricho del azar, aunque a veces sus decisiones nos puedan parecer insólitas, poco comerciales o fuera de lugar. Por ejemplo, no hace mucho le teníamos yendo a los clubes a pinchar rockabilly, con una maletita de singles de los años 50 y 60 perfectamente cuidados, atesorados como si fueran joyas de pálido resplandor, y a los clubbers les hacía bailar entre guitarras diabólicas, chillidos y electricidad antigua. Para Weatherall, todo esto era coherente en su proyecto musical, que hay que entenderlo como un viaje personal que comienza a mediados de los años 80 y que bebe de fuentes generalmente muy antiguas. Aunque fuera uno de los pioneros del house en aquel Londres que empezaba a descubrir el acid, las pastillas y las noches sin fin, él era un mod de corazón, alguien educado en el reggae, el soul y el rock de tintura más negra. Tarde o temprano, cuando se pasara la primera inflamación technoide, él iba a volver a todo aquello, sobre todo porque en la interpretación de Weatherall, cualquier música negra es bailable y futurista, aunque sea de los años 30. Y por eso ha publicado discos con -como diría la juventud hoy, esa que descuida la sintaxis sin pudor- “bien de guitarras” como A Pox on the Pioneers (2009), el primero de sus álbumes a su nombre, o incluso más atrás, aquel From the Double Gone Chapel (2004) que engrosaba la discografía de Two Lone Swordsmen.
A Pox on the Pioneers fue el primer esfuerzo de Weatherall por dejar atrás todos sus alias, sus proyectos en colaboración, e iniciar un trabajo en solitario sin hipotecas, libre en sus aspiraciones creativas, y por eso le salió -más o menos- un (otro, en realidad) disco rock. Siete años después, Convenanza viene a tomarle el relevo, pero desde entonces hasta hoy han pasado varias cosas y Lord Sable -alias The Chairman, también conocido como Dios- ha ido abandonando el tema de las guitarras crudas, porque aquello fue un pronto que le dio, y como hacen las cabras, ha tirado al monte en el que siempre le ha gustado pacer. Si hay un sonido o un estilo que permita unificar toda la carrera de Andrew Weatherall a lo largo de estos últimos 30 años, ese es fundamentalmente el dub, y al dub ha vuelto en este trabajo que, si se puede interpretar de alguna manera, es como un regreso a los orígenes y cierre (por ahora) de su impresionante círculo vital. Como decíamos, Weatherall tiene el alma negra y la juventud en Brixton -no en Kingston-, y en gran medida él fue el continuador en los años 90 de la fascinación que sintió Londres, el punk y el asalto al poder indie por la vía de la música jamaicana, ya fueran The Clash, Adrian Sherwood o The Pop Group. Su producción para el Screamadelica de Primal Scream es fundamentalmente dub (o sea, un remix), como lo fueron Sabresonic (1993) y Haunted Dancehall (1994), sus obras maestras al frente de The Sabres of Paradise. Si The Smiths tenían una llama que nunca se apaga, Weatherall tiene un pulso jamaicano que nunca deja de latir.
Convenanza toma su nombre del festival que cada año, a finales de septiembre, organiza Weatherall en la localidad francesa de Carcasona, y a lo largo de sus once piezas no deja de bombear un bajo genuinamente dub, envuelto en todo tipo de efectos psicodélicos, oníricos o flipantes. A veces adopta la forma de canción y por lo general tiene una ornamentación más orgánica que electrónica -hay trompetas por todas partes, percusión orgánica sin cuantizar, e incluso la voz femenina de su colaboradora más duradera y desconocida, Nina Walsh, con quien fundó el sello Sabrettes en 1993-, pero sobre todo Convenanza es un tributo a sí mismo, un regreso al origen sin tener que pedir permiso, ni dar explicaciones, ni justificarse. Nada más empezar con Frankfurt Advice suena un bajo monstruoso y bífido -percusión natural y caja de ritmos al unísono-, asoman los primeros fogonazos de trompetas, y todo se llena de efectos lisérgicos, como si fuera King Tubby después de haberse puesto hasta arriba de LSD. Y a continuación, The Confidence Man ajusta el marco definitivo de todo el álbum al proseguir con una base muy similar -extática, aérea, que se filtra por los poros de la piel-, pero esta vez con su propia voz, como si en vez de producir las canciones de los Primal Scream de 2016 estuviera haciendo sus propias maquetas prescindiendo de Bobby Gillespie y conservando todo lo demás.
Lo que no hay prácticamente en este álbum es el otro caballo de batalla de Weatherall, el electro: Convenanza está consagrado a Bristol y a Brixton, pero en su diseño no hay ni Miami ni vocoders, es música de porros pero no es música de articulaciones artificiales aceitosas -la canción que más se adaptaría al beat roto, Kicking the River, suena más a fantasía multiétnica, a cuelgue de hachís, mientras que All That’s Left y Youth Ozone Machine acaban sonando más breakbeat e italodisco, respectivamente, que electro, sin la cadencia maquinal que otras veces le habíamos escuchado al hombre de los tatuajes. El final del álbum está a la altura del comienzo: sin ser una obra maestra, es de una solidez inapelable, una demostración de que, cuando se mete en un estudio a producir, Weatherall siempre sale por la puerta con algo de valor. El pequeño problema de Convenanza estaría, en todo caso, en su tramo central, a partir de Disappear y hasta Ghosts Again, que es fundamentalmente ambiental, narcótico, pero no tan viajero o psicodélico como el conjunto del álbum hubiera agradecido. En todo caso, Weatherall no va a decepcionar a quien, habiéndose arrodillado ante él en otro tiempo, ya estuviera un poco cansado de tanta guitarra y tanta regresión a los años 50. Este es el Weatherall de siempre -el del tramo 1989-1995-, pero con el músculo más tonificado y la fibra más elástica. Ahora a ver si hace lo mismo recuperando el house, que entonces ya será para mear y no echar gota.