El portero del Berghain es el hombre más odiado del mundo. Y lo que más fastidia es que ese odio no le afecta: a Marquardt le encanta putearte, y le pagan muy bien por ello.
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Para mucha gente a la que le gusta el trasnoche y la farándula, nada se ha vuelto más frustrante en los últimos años que intentar colarse en el club Berghain de Berlín y no conseguirlo. Durante largo tiempo se han escuchado historias aterradoras de clubbers que, ya fuera porque estuvieran de paso –durante unas vacaciones, o un fugaz peregrinaje como en los viejos tiempos antes de la crisis, cuando era habitual pillarse vuelos baratos de Easyjet y estar dos días de empalme–, o residiendo en la ciudad de manera estable, no encontraban la manera de franquear la puerta del club más famoso de Alemania. Porque entrar en Berghain se ha vuelto más difícil que penetrar en la anatomía de ciertas señoras: el criterio de selección es cuanto menos arbitrario, y el derecho de admisión –que el club se reserva por completo– ha dejado a quien menos te lo esperas de patitas en la calle.
Las historias que se explican son de este clase. Hay quien asegura que no le dejaban entrar porque hablaba un idioma extranjero (con la acusación de xenofobia tibiamente implícita). Otra dirá que por su cabellera negra, ya que ese día, por la razón que fuera, sólo dejaban entrar a rubias. Hay quien afirma que una vez cubierta la cuota de mujeres, ya no dejan entrar a más y no importa quien seas, que ahí sólo entrará quien tenga un pene colgando –y no cualquiera–, pues en el fondo Berghain es un club gay y si entran mujeres es para despistar. Otros criterios que se usan para filtrar el acceso en la puerta van desde el tono de piel –no gustan la tez que indique procedencia mediterránea– al ir demasiado bien vestido. Misoginia, racismo, heterofobia, votar a Podemos: hay cosas que no les molan. Y lo que ocurre es que no hay manera de saber cómo entrar. Decía Einstein que dios no juega a los dados, pero el portero de Berghain sí.
El portero de Berghain es Sven Marquardt, y es posiblemente uno de los tipos más odiados de la tierra, después de Belén Esteban. Antiguo fotógrafo fogueado en el arte de la admisión en algunos clubes del circuito gay berlinés, hace diez años que controla la puerta de Berghain y a su mando aquello se ha convertido en un reinado del terror. Ríanse ustedes de los decapitadores del ISIS –o de los guillotinadores de la Francia de 1793– o de Messi infiltrándose con la pelota en los pies en el área rival: no hay situación que provoque más pavor entre la gente que estar en la cola de Berghain y ver cómo poco a poco llega tu turno. Rodillas temblorosas, canillas flojas. Porque no se trata sólo de esperar: se trata de ver cómo la cola se adelgaza porque Marquardt ha decidido que el noventa por ciento de la gente que está esperando no va a entrar por sus santos cojones. Por uno que cruza la puerta, nueve son despachados con un gesto soberbio y discreto, un «no» pétreo e innegociable, una humillación en toda regla.
Odiamos a Marquardt porque tiene un poder ilimitado y sabe administrarlo, y no hay manera de encontrar un atajo para evitar el trance de enfrentarse a él cara a cara. La lista de invitados en Berghain es un documento escueto y demasiado exclusivo al que sólo tienen acceso el propietario del club y algunos DJs residentes con influencia »o sea, solo es posible entrar por amiguismo, y no es que sea pan comido», y la única manera de cruzar la puerta es sosteniendo la mirada envenenada de la bestia con tatuajes, piercings y aspecto de marica veterana, mala malísima, curtida en profundas mazmorras sadomaso, que como el Can Cerbero custodia las puertas del infierno. Hay quien dice que Marquardt disfruta como una perra despreciando a la gente y mandándola a su casa, aunque él siempre ha explicado que su trabajo consiste en cuidar la atmósfera de Berghain, y que eso solo se puede hacer sabiendo bien quién está dentro y quién de los de fuera puede sumar calidad en vez de hacer bulto.
Berghain es, ciertamente, un club especial. Ubicado en una zona descampada en los alrededores del barrio berlinés de Friedrichsain, por dentro es una estructura de cemento armado gris y fea, iluminada tibiamente por ventanas rotas cuando es de día »no es que Berghain abra durante veinticuatro horas los fines de semana, pero casi», o por luces estroboscópicas durante la noche. La sala principal es un cuadrilátero casi negro en el que suena un techno atronador para deleite de tipos con brazos como jamones, camiseta de tirantes y boina; la sala segunda, llamada Panoramabar, es un espacio estrecho en el que se pincha un sonido más elástico »primero fue minimal techno, ahora deep house», y si uno investiga el interior de las tripas de la bestia, además de una terraza y un pasillo con jaulas, acabará descubriendo el cuarto oscuro, donde se juntan los homosexuales más chungos de Berlín a hacerse colonoscopias. Lo decíamos antes: Berghain comenzó como club gay, y sigue siéndolo.
¿Cómo entrar? Además de la clientela fija de toda la vida, con un demostrado pedigrí berlinés que llega hasta los tiempos del Káiser Guillermo y que ya conoce al portero »y que el portero sabe que son el alma de la orgía», para el resto del mundo no hay una fórmula eficaz que permita el acceso. En un club normal, lo habitual es comerte el tiempo de espera en la cola »que pueden ser cinco minutos o media hora, pero entras», pero en Berghain siempre será según le pique al amo del calabozo. Ni siquiera ser una leyenda del house te va a garantizar un trato especial: Felix da Housecat, uno de los productores house más populares y creativos de los últimos veinte años, pilló un rebote monumental hace muy pocas semanas porque no le dejaron entrar »y con toda la taja encima se dedicó a despotricar de Berghain en Twitter, acusando al portero de racista».
No está claro si Felix da Housecat no pudo entrar en Berghain porque era negro, o porque efectivamente era famoso, o por estrategia promocional, o porque iba demasiado pasado de vueltas, o porque vestía mal y su cuerpo emitía ese olor de quien ha mezclado whisky, putas y pocas horas de sueño. Quizá haya maldad en Marquardt, y el hombre disfrute, como ese niño sádico que captura una mosca y le va quitando cuidadosamente las patas y las alas al insecto: disfrutaría viendo los berrinches que se pega esa chica desesperada que ha esperado durante una hora y justo cuando tiene la entrada enfrente es rechazada por sexta vez consecutiva, o despachando a ese joven tan acongojado que ni siquiera protesta, se da la vuelta, se va y llora junto a un matorral. Si esto fuera así, el portero de Berghain tiene el mejor trabajo del mundo: le pagan por putear al personal con una impunidad que no se conoce ni siquiera entre los mandos del Ejército de Tierra. Se habla de gente que lo ha probado todo »no hablar para no delatar su acento, fingir otro acento, mirar a los ojos, evitar la mirada, dividir un grupo amplio en pequeñas células de dos personas (chico y chica, o chico y chico; nunca dos hembras, eso sería un error garrafal) porque a las pandillas se las rechaza por sistema; ponerse gafas, cambiarse el color del pelo, llevar ropa de repuesto para ajustarse a la estética de los que entran, etcétera», pero que no ha conseguido entrar casi nunca.
A Marquardt, sencillamente, no se la cuelan. Su misión es que lo que ocurra dentro de Berghain se mantenga a la altura del prestigio acumulado durante años, y explica que debe guiarse por su instinto y la experiencia para saber, de entre todo el ganado que hay fuera, quién va a aportar algo al ambiente y quién no. Si hay demasiada musculoca, se necesitará una mayor proporción de chicas. Si han entrado demasiadas tías, querrás unos cuantos heteros. Si son las tres de la tarde y hay poco público, quizá consigas entrar con mayor facilidad, aunque te habrás perdido ya lo mejor de la noche. Si hablas español, cállate la boca: tenemos fama de borrachos, de dar problemas y de gastar poco dinero. Si te crees importante porque tienes un cargo directivo en un sello, un festival, eres artista o una celebridad en cualquier campo, asúmelo: una vez te encuentras cara a cara con la Esfinge, no eres nadie y él es dios. Y si decide que no, es que no. Ni se te ocurra rebotarte: saldrán unos gorilas con cuádriceps hasta en las orejas que te devolverán de una patada al infecto Kreuzberg del que has salido. Ni se te ocurra ir vestido elegante o de hípster; no les mola. Tampoco te hagas la marica obvia: no cuela. Evita los grupitos de tres. Evita mostrarte con demasiados nervios. Evita mostrarte demasiado seguro. No intentes llamar la atención. No intentes NO llamar la atención. No intentes nada: no hay nada que puedas hacer.
Si odiar es un arte, y dentro de ese arte cagarte en los muertos de alguien es una forma depurada de canalizar el desprecio, Sven Marquardt es probablemente uno de los sujetos más odiosos del mundo, alguien en quien te gustaría volcar el contenido tuberculoide de tu intestino grueso y devolverle con heces todas las humillaciones recibidas durante años. Porque un «no» de Marquardt implica ese problema: siempre molesta ser rechazado en la puerta de Berghain. Si te dicen que no en cualquier otro lado, en realidad te la suda: el mar está lleno de peces si se trata del sexo, y de clubes si se trata de salir de fiesta. Pero Berghain se ha construido un mito –un mito que no es para tanto, que servidor ha estado dentro y tampoco es que me cambiara la vida–, y fastidia no formar parte de él. Cuando se está en la cola de Berghain, hay mucho ego flotando: yo voy a entrar aquí, voy a formar parte de esto, por mi coño o mis santos cojones. El aroma que le llega a Marquardt es más intenso que el olor de pies de Björk, lo detecta y entonces ya estás muerto: tú ya no entrarás. La soberbia no tiene premio.
Se seguirán explicando historias terribles sobre la cola del club berlinés. Hay quien ha diseñado una app para móviles que te cuenta en tiempo real cómo es de larga la cola y que te permite llegar en el momento justo para, con un poco de suerte, poder entrar sin problemas. Hay quien afirma que hay una serie de saludos secretos, como los que se usarían para acceder a una logia masónica, que permiten identificarse como un habitual del club, o recomendado por alguien de confianza, y que Marquardt leerá como un signo de amistad que le hará sonreír y franquearte el acceso al umbral. Hay muchos mitos, mucha tontería y mucho pánico relacionado con Berghain. Incluso hay gente que hace cola solo para disfrutar el momento de ser rechazados: pero cuando hay ese tipo de gente, sádicos de salón con mucho tiempo libre, Marquardt también sabe detectarla con su extraordinario sentido arácnido y entonces es cuando les admite, para que les joda pagar la entrada.
Sí, es el hombre más odiado del mundo. Y lo que más fastidia es que ese odio no le afecta: a Marquardt le encanta putearte, y le pagan muy bien por ello. Nos ha jodido.