Derrick May y su música de baile que le gusta a los clubbers mayores protagonizan una nueva entrega de nuestra columna Dioses del techno.
Se le atribuye al poeta Baudelaire esa frase famosa y recurrente, hasta el punto de que el guion de la película Sospechosos habituales acababa más o menos así, que advierte de que “la más hermosa de las jugadas del Diablo es persuadirte de que no existe”. A Derrick May, por tanto, le atribuimos una jugada similar: durante más de 20 años, el pionero de Detroit ha sido capaz de inculcarnos la idea de que es un imprescindible del techno, a pesar de que técnicamente lleva tiempo sin existir como artista innovador. May ha descuidado la producción durante dos décadas y pico –precisamente cuando fueron tracks como Strings of life los que le dieron fama y pasaporte para la inmortalidad a finales de los 80–, su discurso se sostiene sobre la mitología de Detroit y el momento fundacional del techno, sin haber participado de su evolución posterior, pues ante sus ojos ha pasado a toda velocidad una historia que no ha parado de transmutarse y evolucionar.
Sin embargo, como diría la canción de Paulina Rubio, él sigue ahí: totémico, central, como un guardián de la verdad al que le avala su veteranía como DJ y su condición de pionero. Si el techno tuviera una institución que se llamara, por ejemplo, Senado –como existe el Senado Marca, en el que participan leyendas como José María García–, él sería el presidente. El senador May, primero de su nombre, el hombre que inventó –o casi– el techno que exploraba espacios infinitos.
Hay dos maneras de abordar la figura de Derrick May. La primera, como los antiguos poetas romanos, sería a partir de la mitología y de la hipérbole: dios del trueno, como Júpiter, nuestro hombre observa el paso de la historia desde la cima de un Olimpo al que sólo han conseguido ascender los mejores. Él no es que se hubiera ganado una plaza en la montaña de los dioses del techno, sino que fue gracias a sus manos y su talento como se fue levantando esa montaña, piedra a piedra. Con cimientos sólidos y románticos –escuchando mucho a Kraftwerk, a Stevie Wonder y a Depeche Mode, sintetizando pop electrónico europeo con funk de los setenta como si fuera una droga alucinógena, añadiéndole unas gotas de house y teniendo fe ciega en las nuevas máquinas baratas, manejables y extrañas que estaban llegando desde Japón–, Derrick May hizo posible el milagro junto con sus excompañeros de instituto Juan Atkins y Kevin Saunderson. Dieron inicio al techno de Detroit, pulsante y humanista, sinfónico y explorador. Durante sus primeros años, y tal como recoge la recopilación Innovator (Transmat-R&S Records, 1996), Derrick May fue el productor más refinado de su época, un hombre que depuró un estilo que tendría un relevo adecuado en manos de los idealistas de la segunda generación de Detroit, Kenny Larkin, Stacey Pullen y Carl Craig. El antídoto utópico al choque de la realidad y la rabia de la facción dura que, comenzando a partir de Underground Resistance, confrontaría el techno poético con la disciplina marcial del bombo duro, el chorrazo ácido y la repetición minimalista.
Pero como ya se sabe, esa fase de Derrick May se acaba en 1990 –aunque tiene un último destello como productor en 1992–, y apenas la ha retomado desde entonces. Incluso hay voces críticas que afirman que nada de lo que publicó May a su nombre en Transmat habría sido tan sublime si no hubiera contado con la ayuda de un círculo íntimo de aprendices talentosos –sería el caso de Carl Craig– y un estudio especialmente delicado que, al quedarse incompleto a principios de los 90, no quiso volver a restaurar. Lo que nos lleva a la segunda manera de abordar la figura de Derrick May: como la de un talento echado a perder por uno de esos pecados capitales que tanto desagradan a los guardianes de la ley de Moisés, que es el de la pereza. Desde 1992, en realidad, Derrick May no ha hecho prácticamente nada nuevo por cuenta propia: aquel año, en un maxi de Transmat firmado con tres de sus alias –Long Ago, Mayday y Rhythim Is Rhythim–, aparecieron un tema nuevo (A Relic), una colaboración con Carl Craig (Interval I) que en realidad era un interludio ambient de 30 segundos, un remix de Wiggin co-producido por Stacey Pullen, y otro remix de Strings of life. Desde entonces, May ha jugado el papel de colaborador estrella en acontecimientos señalados: su disco a medias con System 7, un remix para el Knights of the Jaguar de DJ Rolando en el año 2000, y este pasado otoño, un par de tracks compartidos con el pianista Francesco Tristano en su álbum publicado en Transmat, Surface Tension (2016). Después de 30 años de carrera, sus obras completas ocuparían no mucho más de una caja con cuatro CDs. Sea por miedo escénico, o porque se ha estado rascando la hucha de atrás, el caso es que música de Derrick May existe muy, muy poca.
Pero como bien recuerda el Arcipreste de Hita en su Libro de buen amor, es en el bote pequeño donde encontramos la buena confitura, y contra los defensores de esa otra joya del refranero castellano –que dice que el burro tiene que ser siempre grande, ande o no ande–, la escueta carrera como productor de Derrick May es la demostración de que con muy poco se puede aspirar al todo. Seguramente, no hay otro corpus de trabajo más influyente en la historia del techno: los tracks seminales de May, que podemos limitar a un puñado aristocrático formado por Strings of Life, Kaotic Harmony, The Dance (y su réplica, Beyond the Dance), Nude Photo, Icon, R-Theme y The Beginning, son tan importantes para los cimientos del techno como los primeros singles de los Beatles para entender el progreso del pop en los 60. Independientemente de que más tarde hubiera gente que lo hiciera mejor, o aspirara a llegar más lejos, la música de Derrick May es la semilla de la que florece un jardín precioso. Contra esta realidad, no sirve tirar de ironía: quien se tome la molestia de localizar el audio de Innovator tiene garantizado un placer incuestionable durante dos horas y media de viaje al futuro. El paso del tiempo no ha desgastado la importancia, la elegancia y la profundidad de esta música. Y es por eso por lo que Derrick May puede tirarse hasta el fin de sus días mirándose el ombligo, si le da la gana: una vez conquistado el cielo, de ahí no se sale.
En cualquier caso, estamos en 2017 y Derrick May aún relumbra a lo lejos, en cualquier horizonte, y eso a pesar de que el recambio generacional, que se ha educado con Daft Punk y la trucha, salvo contadas excepciones ya no se preocupa por la arqueología del techno. Por algo será, y la razón es que, aunque apenas haya puesta sus manos de Reiki sobre el teclado del Moog desde que por aquí hacíamos olimpiadas, Derrick May se ha mantenido en el circuito mundial de DJs de manera regular. Pinchando, ha ido manteniendo el vínculo con las generaciones sucesivas, no sólo con la más veterana –que esa ya se ha retirado de los clubes y ahora anda jugando al dominó en los centros sociales para la tercera edad–, y cuando lo tienes en un club hay que ir a verle, porque es un tipo de DJ que ya no prolifera por los sitios.
Derrick May está chapado a la antigua y pincha con vinilo, selecciona el punto de entrada de un tema de oído, mezcla al vuelo, hace scratch, y por tanto nutre la experiencia de servir música para la pista de baile con un extra de crudeza y autenticidad, incluso con una sensación de riesgo y vértigo. Toda esta técnica la adquirió en su juventud en Detroit, ya que en las fiestas que se celebraban a mediados de los 80, si no pinchabas bien, la gente te tiraba botellas y te echaba a la calle. Además, aprendió el gusto por la extravagancia y la rareza: la música que pincha May es difícil de ubicar, ya que la actualidad le interesa un pimiento, no sigue activamente a ningún sello o productor. Su mecanismo de selección es intuitivo y difícil de predecir: si le llegan promos, los escucha sin mirar lo que son y se queda lo que le gusta; si va a comprar, hace lo mismo, y al final mantiene un equilibrio entre novedades que suenan a viejo y material viejo que aún sigue sonando fresco, mucho disco, electro y house de los 80 mezclado con ritmos tribales, africanos y bombos secos de los 90. “Me da exactamente igual si estoy al día o no”, nos explicaba hace tiempo May en una entrevista. “Si me gusta, lo pincho. Si no me gusta, lo tiro. No me fijo en mucho más”.
Evidentemente, a May no le gusta ni el trance ni el minimal. Le gusta que la música tenga cuerpo y formas, como las mujeres que le apetecían a Francisco Umbral, y sobre todo le gusta que tenga bouquet, aroma, esa presencia llamativa y contundente que sólo tienen el techno y el house de la vieja escuela. Así que cuando Derrick May se pone a pinchar, lo que desencadena es un vendaval, un caudal de energía sólo para clubbers maduros, ya sea de espíritu o de edad. Y ahí es donde mantiene su vigencia: ya sea en solitario, o pinchando a dúo con François Kevorkian bajo el alias Cosmic Twins, lo suyo es un trabajo de devoción por una música que nos recuerda que hay algo eterno en los clásicos, incluso en los clásicos del techno. Y cuando alguien replique con que vale, que sí, que mucho mito pero que al fin y al cabo Derrick May es un vago de mierda, le responderemos con esta otra frase de Baudelaire que anula la del principio de este texto: “Dios es el único ser que para reinar no tuvo ni siquiera necesidad de existir”. Porque Derrick –con ese pelazo, con esos dedos, con ese carisma, con ese sobaco al aire–, tiene necesariamente que ser dios. Y quien lo niegue se puede ir al cuerno.