“Eden”, la última película de la niña mimada del cine francés independiente, Mia Hansen-Løve, tarda menos de un minuto en cogerte del gaznate y no soltarte. Es el momento en el que suenan los primeros beats de “Plastic Dreams” de Jaydee; ahí sabes que ese viaje emocional al núcleo de la electrónica francesa de los 90 te va a atrapar y no soltarte durante dos horas. Hayas vivido esos años en Barcelona, París o Berlín, acabes de descubrir el house o lo hayas abandonado durante años, un escalofrío recorre tu cuerpo. Porque sí, aunque el filme está enmarcado en una escena y una época concreta, su historia es universal, la de un joven apasionado del garage, que no sólo ama la música sino que trata todo lo posible de ganarse con ella sin perder la integridad (crucial la escena en la que un promotor le anima a no recurrir tanto de clásicos y probar cosas nuevas, como lo es, ya hacia el final, cuando mira con un halo de tristeza a una DJ pinchando con un Mac).
El protagonista, Paul, está inspirado en Sven Love, hermano de la directora, que durante 20 años formó parte de la escena, sacó un maxi en 2001 y colaboró con Catalan FC. No le conoceréis, ni falta que hace. Él, como tantos otros pinchadiscos que nunca han alcanzado el estrellato, se dedica a lo suyo, a sentir intensamente esa música que tanto ama. Es fácil identificarse con él si tienes colegas que son residentes de discotecas de mayor o menor aforo. Esos genios que se esconden en la cabina y que contribuyen al desarrollo de la electrónica sin que reciban el crédito que se merecen y sin que aparezcan en los libros de historia. En este sentido “Eden” conecta a la perfección con “24 Hour Party People” (aunque carezca de su torrencial energía, por mucho que suene “Energy Flash”), pues ambas obras utilizan un protagonista que formó parte de la escena de principio a fin sin ser parte fundamental de ella. Paul es amigo de Daft Punk antes de que fuesen Daft Punk. Intercambia algunas conversaciones con Thomas y Guy-Manuel e incluso está en su apartamento cuando el dúo (desenmascarado, porque aquí nunca veréis sus famosos cascos) estrena para regocijo de unos pocos afortunados esa “Da Funk” que les convertiría de la noche a la mañana en las rutilantes estrellas que ahora son.
Cuando se anunció este proyecto había ciertas dudas de si se trataría de un biopic de Daft Punk. Nada más lejos de la realidad. Aunque suenan en la película cuatro canciones suyas y Bangalter y Homem-Christo aparecen ocasionalmente en el filme (especialmente graciosa e irónica es su última aparición a finales de 2013), la directora los utiliza no tanto para articular el relato sino como herramienta para contrastar las diametralmente opuestas carreras del protagonista y el dúo. Porque mientras a él le toca picar piedra, vivir más o menos dignamente, tener hasta una gira por Nueva York y Chicago y organizar las fiestas Respect, los robots sueñan con viajar a Ibiza (eso a mitades de los 90, claro, cuando ni en sus sueños más húmedos iban a imaginar que se comerían el mundo).
No es que la realizadora quiera poner a Daft Punk de peseteros, al contrario, les respeta mucho y agradece que no sólo no se entrometiesen en el proyecto, sino que dejasen que sus temas sonasen en la película a un precio reducido, lo que ayudó a que otros se subiesen al barco y que “Eden” tenga la que puede ser una de las mejores bandas sonoras para los amantes de la electrónica (aunque falte incomprensiblemente material de Roulé, no olvidemos que la peli se vende como la historia del French Touch y no hay un sello más French Touch que ese). Pero sí resulta importante esta cinta en unos tiempos oscuros en los que la EDM domina el cotarro, que la gente no se hace DJ porque adora a Larry Levan, sino por la fama y la pasta. También resulta atractiva porque a diferencia de otras cintas de este tipo no se recrea en el lado escabroso con el que siempre se ha asociado a la vida nocturna (pienso en “Berlin Calling”, que sólo unos pocos recordarán por aquello de que la protagoniza Paul Kalkbrenner, un productor que nos regaló grandísimos momentos durante la pasada década, pero ahora es uno más de la maquinaria comercial). Hay drogas, sí, se cita un artículo de Le Monde sobre los efectos del éxtasis, se esnifa mucha coca, pero nunca se utiliza como un recurso exagerado o morboso. Los estupefacientes están aquí de forma natural, porque forman parte de todo este mundo, no como elemento moralizante. De hecho, hasta parece excesivo que se hable de esta película como un relato de música, drogas y sexo, porque quien carga con el peso de la trama es la primera.
En este sentido, claro, “Eden” puede asustar a más de uno. Hay quien ha criticado que la historia de Paul carezca de interés. Es una trama más de (relativo) ascenso y caída, como las ha habido muchas en el cine, y es cierto que su historia parece que no tenga nada de trascendental. Pero es que no hacen falta fuegos de artificio para empatizar con el protagonista. Tú has conocido un tipo como él. Es posible que tú seas un tipo como él. Pero si has llegado hasta aquí es porque tú también amas la música electrónica y es imposible que quedes impasible cuando veas un club entero cantar a pleno pulmón el “Promised Land” de Joe Smooth o no esboces una pequeña sonrisa cuando veas a un hombre vender en una rave un fanzine con una entrevista a Frankie Knuckles. Hansen-Løve no se deja casi nada por retratar. La documentación es exquisita y es que, claro, contar con la ayuda de tu hermano como coguionista debió facilitar las cosas. El filme está plagado de pequeños detalles a modo de Easter Eggs que encantarán al fiestero: desde pegatinas en cocinas de Superdiscount hasta sesiones en Radio FG, desde sudaderas de Cassius hasta pósters de, sí, Matinée (que quizá no sería el mejor ejemplo de autenticidad que busca transmitir la película, pero se lo perdonamos).
Pese a las ocasionales elipsis, sí que es cierto que algunos le podrían achacar su excesiva duración, pero sirve para explicar como Dios manda esas dos décadas que transcurren durante la película. En este sentido, como historia sobre el paso del tiempo es impecable, como lo es a la hora de transmitir una idea que es inherente en la música desde hace ya años: que estamos en un ciclo en el que todo se repite. Así, su última escena, en la que el protagonista lee un poema de un libro que le regala una compañera de clase, es encomiable, una manera perfecta de cerrar el relato.