Una semana después de la fiesta más importante de la música en español, analizamos varios de los puntos más polémicos y/o incongruentes de un evento seguido por millones de personas en todo el mundo.
Reconozco que no soy seguidor de los Grammy. Ya sea en su versión «gringa» o, la que nos ocupa, latina, representan a una parte del negocio de la música que, a mi parecer, es solamente eso: negocio. Lo que cuenta son los millones de discos o, en su defecto, reproducciones en Tidal o Spotify. Se premia la presencia más que la esencia, y se eleva a la categoría de deidades del Olimpo a —en el mejor de los casos— «artistas» convertidos en meros productos, entertainers esclavizados por el algoritmo, marionetas de una industria que, obviamente, es un reflejo cristalino del sistema capitalista en el que vivimos.
Pero hoy no estamos aquí para marcarnos un antilenore y enfrascarnos en el eterno debate de «underground bien, comercial caca» y demás discusiones maniqueas que, a estas alturas del cuento, no nos llevarán a ningún sitio que no suponga un dolor de cabeza o un resoplido. Al contrario, me he decido a escribir sobre un evento que me interesa lo mismo que bañarme en el Bernesga en pleno noviembre debido a una conversación con mi amiga Neri —argentina y, por ende, LATINA— quien aseguraba sentirse bastante decepcionada con varios puntos del certamen que intentaremos desgranar desde este, mi humilde púlpito en Beatburguer, con el objeto de generar un sano debate que nos haga la tarde un poco más amena a todxs.
Decía Neri que es la primera vez en sus 24 años de existencia que el festival se celebraba fuera de territorio estadounidense… y no lo hacía en Sudamérica, considerándolo —no sin razón— una afrenta para los millones de consumidores de música latinoamericanos que, seamos honestos, suponen el grueso de los ingresos de la «música latina» (sic). Porque si el reggaetón, un sonido hoy de alcance global pero con origen en Panamá, domina las listas de éxitos en todas las plataformas de música; si «lo latino» está de moda y los todopoderosos ejecutivos norteamericanos bien lo saben, atando en corto a cualquier artistas que cante en el idioma de Cervantes con el objetivo de ordeñarlo cual vaca lechera; si la salsa, la bachata o la cumbia han salido de sus guetos para insuflar, cuando no sorpassar, con su contagioso ritmo el pop de guitarras de toda la vida… ¿Cómo coño es que la 24º edición de los Grammy Latino se celebró en Sevilla? Venga ya. ¿No hubiese sido más apropiado que, a modo de puente hacia la capital hispalense, la gala tuviese lugar en, qué sé yo, Puerto Rico, México DF o Buenos Aires? No solo por derecho propio, sino por una cuestión puramente económica: quién más aporta a la hucha, más que decir tiene.
Pero la cosa no acaba aquí. Etimológicamente hablando, ¿no deberían los artistas, productores y creadores musicales franceses e italianos ser considerados y valorados en los Grammy Latinos como latinos por derecho? ¿Quién decide quién es latino y quién no? Una primera pensada sobre el tema nos lleva, irremediablemente, a asociar mucho más la «latinidad» con, en efecto, Latinoamérica que con España. Y quien diga que no miente o tiene un sillón en la RAE. Un lío barra embrollo barra guirigay lleno de conceptos, autorías y nacionalidades en el que es fácil perderse.
Otra de las posibles razones por las que ha sido elegida España antes que cualquier ciudad del centro o el sur de América es porque el pop de masas se está volviendo tan homogéneo, impersonal y plano que da igual de dónde venga, que en cualquier parte del mundo suena, más o menos a lo mismo. No importa si es Lola índigo, Aitana, Karol G, Ozuna, Raw Alejandro… O Rosalía.
Quizá esta última, gallina de los huevos de oro por antonomasia de la música hispana, sea una de las responsables de la elección de lugar por parte de la organización. Y es que ya lo decía la propia índigo en la gala, que si estaban todas allí era por barcelonesa. Y razón no le falta, pues desde que en Sony vieron el potencial de hacer billes como rosquillas de la de San Esteve Sesrovires, se decidieron a llevar su carrera desde EEUU dado su carácter exportable, rebajando el flamenqueo, eso sí, y conduciendo su sonido hacia algo con más alcance, algo más… lo habéis adivinado: LATINO. Sin desmerecer a otros artistas e ilustres residentes en Miami como Alejandro Sanz o David Bisbal, Rosalía ha sido quien ha puesto en el mapa a nuestra piel del toro también por una cuestión generacional, por lo que la celebración de la gala de los Grammy Latinos en la capital hispalense puede obedecer a una suerte de operación para seguir importando artistas de aquí. Porque no nos engañemos: lo que importa es la pela. Siempre es la pela.