T2: Trainspotting | Crítica
“Sólo queríamos que no fuese una mierda”, confesaba en un reciente pase Danny Boyle, director de T2: Trainspotting, sobre el sentir general del equipo hacia esta secuela. Una vez vez vista, podemos tranquilizarles tanto a ellos como a todos vosotros que a partir del viernes os vais a lanzar en manada a verla en el cine: no, no es una basura, lo que no quiere decir que sea una película a todas luces fallida, decepcionante y, casi me atrevería a decir, innecesaria. Lo peor de todo es que se veía venir. Si ya es difícil acometer una continuación tardía, lo es más si se trata de un filme generacional y definitorio, tan producto de su tiempo como lo fue Trainspotting.
Pero no nos adelantemos, ¿de qué va? La acción se sitúa 20 años después de los acontecimientos de Trainspotting. Mark Renton lleva una vida aparentemente tranquila en Amsterdam, pero si vuelve a Escocia es porque le persigue una demanda de divorcio y los remordimientos de los hechos sucedidos dos décadas atrás (se quedó con las partes de Begbie y Sick Boy de ese negocio de drogas que ejecutan al final del filme). Durante la primera mitad del filme se va encontrando a sus viejos amigos, empezando por un Spud es el único que sigue enganchando a la heroína y al borde del suicidio. Sick Boy, que ahora se hace llamar por su nombre de pila Simon (como queriendo decir que han dejado atrás su pasado de yonkis veinteañeros), se dedica a la extorsión y a cultivar plantas de marihuana en el sótano del pub que le dejó en herencia su tía. Por último, Begbie, que ahora es Franco, escapa de la cárcel en la que sirve condena de 25 años por un crimen que no se revelará hasta el final.
Es aquí, en el dosificado reencuentro de los cuatro amigos, donde se detecta el primer fallo. En la original, los personajes se crecían acompañados de sus colegas y, aunque sí es cierto que Mark Renton tiene unas cuantas secuencias estelares por su cuenta, el carisma del personaje de Ewan McGregor se ha ido por el retrete estos últimos 20 años. Tenemos que esperar casi una hora para ver a más de dos de ellos compartiendo plano y hasta los compases finales no tenemos el esperado reencuentro completo, con toda la decepción que ello conlleva. Todo esto se resume en algo que nunca podríamos haber esperado: el ritmo vertiginoso y videoclipero del original queda aquí completamente diluido hasta el punto de que cuesta una barbaridad meterse en el relato. Lo decía mejor que nadie Fotogramas tras verla en la Berlinale: “como un día de resaca que no se acaba nunca”.
Será también porque sus vidas no tienen nada destacable. Ya suponíamos que Mark Renton no se había montado en el dólar en Ámsterdam y que ahora llevaba una excitante vida de crimen y peligros. Tampoco esperábamos que ninguno de ellos siguiese enganchado al caballo (lo de Spud es sencillamente testimonial porque no recuerdo ningún pico en toda la película). La heroína es uno de tantos easter eggs que se reparten a lo largo de la película para saciar las ansias nostálgicas de los fans de la original. Es extraño y difícil de explicar, pero aunque Danny Boyle intenta en la medida de lo posible no caer por esa vía, al final las escenas más memorables – y ya avisamos que aquí se pueden contar con los dedos de la mano – son las que replican los frecuentes destellos de genialidad de la primera parte. Desde luego, rescatar canciones e imágenes de la primera vía flashbacks no parece ser la mejor opción para no caer en la trampa.
Porque sí, aunque parezca incomprensible, otra de las taras más sangrantes aquí es la banda sonora. Sobre el papel, todo hay que decirlo, el tracklist seleccionado no era especialmente ilusionante. Pero cuando escuchamos Only God Knows de Young Fathers, que el director describió como el latido y el alma del filme (precisamente, atributos de los que carece) y como una suerte de heredera espiritual del Born Slippy de Underworld, sí que pensamos que tenía el potencial para convertirse en un tema icónico para nuevas y viejas generaciones. El problema es el maltrato al que la somete, pues sólo la escuchamos entera hasta los títulos de créditos. Y con el resto se puede decir lo mismo, incluida Lust for Life de Iggy Pop y el citado Born Slippy. Estos dos casos son especialmente frustrantes porque la manera en la que los introduce a cuentagotas a lo largo del filme resulta en un auténtico coitus interruptus.
En el plano visual tampoco es que el director de fotografía, Anthony Dod Mantle, se haya lucido más allá de replicar trucos del original como el texto sobreimpresionado y la pantalla partida, algo que debería estar superado en 2017. Poco hay, además, de los vibrantes diálogos repletos de referencias a la cultura pop de la original y, al final, todos acaban reduciéndose a una idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor, que estos inadaptados no sólo no han encontrado 20 años después su sitio en la sociedad, sino que parece que su situación sea aún más marginal. Quizá si Danny Boyle hubiese admitido más abiertamente que la melancolía era uno de los temas centrales del filme le hubiese salido algo más honesto, porque hace falta un guión mucho más sólido para hacer excitante una película sobre lo jodido que es envejecer, te pinches las venas o no. Eso hubiese implicado un riesgo que el Danny Boyle de 2017 no parece estar dispuesto a asumir.