Todos conocemos la polémica que ha precedido al monstruito. Fechas falseadas, rumores, mareos, singles que no entran, filtración errónea, descarga gratuita del álbum, Samsung por ahí metido comprando un millón de copias, Tidal cuen, bla, bla, bla (o wah, wah, wah, como diría Rihanna).
Vamos a lo que interesa: Rihanna ha cogido el mainstream, lo ha cortado con laxante para bebés, se ha hecho una raya como el pescuezo de Carl Cox y, sniiif, todo para dentro, que mañana lloverá. Rihanna ha cogido la presión del stardom, la ha triturado, la ha envuelto en papel de fumar y le ha pegado una calada tan colosal al petardaco, que varias colonias de mosquitos que pasaban por allí han terminado también en sus pulmones. Rihanna está harta de la artista anteriormente conocida como Rihanna, o al menos eso es lo que parecen decirnos casi todos los tracks de Anti. Incluso en el hit single más incontestable del álbum, la pegadiza Work, canta como si imitara al gangoso de Arévalo, como si se hubiera hecho un canuto de Orfidal, diablos, su forma de arrastrar los gorgoritos es tan exagerada que el tontaina de Drake parece el tipo más despierto del mundo. Es un temazo, pero como que no. Es un hitazo del copón, pero como que no. “Solo la puntita y la sacas cuando te lo digamos”, parece que nos susurren los pezones de trufa de la diva.
Anti es un disco extraño. Al menos, su segunda mitad lo es. Desconcertante, patillera. Es una obra que no parece ser producto de un trabajo de años de artesanía. Acostumbrados a que la fábrica manufacturara un LP por temporada con puntualidad británica, y con un deterioro progresivo del prestigio de la cantante, se esperaba mucho de la siesta creativa de cuatro años que se ha pegado la de Barbados en el estudio desde la publicación de su último trabajo, Unapologetic. Anti tenía que ser el disco de la nueva Rihanna, y la chica lo intenta con todas sus fuerzas y registros, pero algo falla en su delirante mejunje estilístico, algo chirría en el acabado de unos hits que no llegan a serlo y parecen desmoronarse en una segunda mitad de viaje con menos coherencia estilística que el ropero de Raquel Mosquera.
El intento de Rihanna por dejar de ser Rihanna merecía un tracklist más poderoso, más conceptual, más audaz en sus parcheados electrónicos. Lo de facturar baladas de soul añejo estilo Motown, como Higher o Love in the brain, por muy prodigiosa que sea la interpretación vocal, no parece un paso acertado en la muda de piel. Tampoco parece que las baladas épicas de piano para señoras mayores sean la clave para una renovación creíble: si la aburridísima Close to you la cantara Céline Dion, pediríamos la eliminación a golpes de secador de pelo de esa aburrida perra canadiense, seamos honestos.
Así las cosas, en el recorrido inicial del álbum, quizás el más rihannesco, es donde residen las auténticas joyas del show. El R&B fumado de nueva generación, las proezas digitales, las cascadas de sintetizadores, los aguijonazos de trap y los graves hipnóticos de Kiss it better o Desperado son minutos de calidad. También los paisajes alucinógenos de soul futurista de Needed me o en el curioso experimento inspirado en los sonidos de Thundercat de James Joint. Y en un limbo psicodélico, una disrupción marcianísima: la versión digital e intoxicada que la reina del pop hace de New person, same old mistakes de Tame Impala.
Rihanna tendría que haberse mantenido fiel a esta línea. A mi modo de ver, su salto a las aguas de la respetabilidad artística ha sido titubeante, aunque indicativo de la personalidad de la pantera. En una industria feroz y carnívora, Rihanna aprieta la tocha del negocio contra su masa nalgar hasta que todos los capos sepan a qué huelen las nubes. Toma las decisiones importantes con el porro y el potorro por delante, y el mensaje de este disco de transición está claro: Rihanna quiere dejar de ser un producto para convertirse en una artista. Captado. A partir de ahora tan solo le faltará comportarse como tal.