The King Of Limbs podría considerarse como el sucesor de In Rainbows en el sentido de que parecía el siguiente paso lógico en su evolución hacia la vanguardia electrónica, pero muchos lo recibieron tibiamente e incluso lo rechazaron. El precedente era difícil de superar – casi a la altura de ese díptico celestial que forman OK Computer y Kid A – y el sonido demasiado alejado del que enamoró a los fans de Radiohead hace 15 o 20 años. Esa inmersión en terrenos dubstep, con un Thom Yorke queriendo jugar a veces a ser Burial fruto de sus muchas noches de parranda con Four Tet y compañía, no convenció del todo acaso porque los de Oxford nos tienen demasiado bien acostumbrados y, esperando siempre la excelencia de ellos, algo que no dejaba de ser, como mínimo notable, se interpretó como menor. Así bien, su largamente esperado nuevo LP sí es la continuación que todos querían de esa gran obra de 2007. Lo es porque nos devuelve a los mejores Radiohead y también a los más clásicos (suena redundante pero no tiene porqué serlo) pese a que el trabajo, examinado con lupa es una rareza. Endiabladamente buena, eso sí.
De una forma u otra los fans más radicales de Radiohead ya han escuchado la mitad de las canciones de A Moon Shaped Pool. La que abre el disco, Burn The Witch, que data más o menos de la época de Hail To The Thief, sólo había sido avanzada brevemente en un par de conciertos de la pasada década. Siempre había permanecido como un misterio, elemento que siempre envuelve a los ingleses, hasta hace tan solo dos semanas, cuando llegaron unos flyers al buzón de los fans con esas palabras advirtiendo del inminente lanzamiento de este álbum. Su demoledor cierre, True Love Waits, responde a lo que su título sugiere: se concibe como una suerte de recompensa hacia sus die-hard fans. Diferentes versiones han ido rondando por ahí desde 1995 y sólo fue en un EP de 2001 cuando se pudo escuchar grabada. Lo que aquí entregan, con todo, es radicalmente distinto a cualquiera de las mutaciones que ha sufrido, aunque conserva otro de los elementos fundamentales del quinteto de Oxford, esa especial delicadeza, ese íntimo e intenso preciosismo que rara vez consiguen alcanzar otros pero que para ellos es la rutina diaria.
Volviendo a la idea de que A Moon Shaped Pool podría interpretarse como una rara avis, no hay un nexo que conecte de forma clara musicalmente estas once canciones. Las grabaciones tuvieron lugar en los dos últimos años, pero aquí hay material que responde a las muchas eras y etapas de Radiohead. Podría ser un recopilatorio (de descartes o caras B, según se quiera, aunque eso implica unas connotaciones negativas que no se asocian ni mucho menos con un trabajo tan redondo como éste). También regresando a lo de que los mejores Radiohead no son necesariamente los clásicos, este álbum demuestra que se puede volver a tus raíces sin por ello sonar desfasado. A Moon Shaped Pool es tan 1996 como 2016.
La lógica dictaba que este fuese el álbum más Jonny Greenwood de todos. El guitarrista es el Radiohead que más ha brillado en solitario en los últimos años, ganándose una merecida fama como excelente compositor de bandas sonoras (los tres últimos filmes de Paul Thomas Anderson cuentan con su música). También ha tenido devaneos con la vanguardia y la experimentación, pues su último proyecto hasta ahora era junto a un artista israelí y un grupo de músicos indios. En cierto modo así lo es, pero no tanto como los amantes de los sonidos más clásicos hubiesen querido. Aquí hay un despliegue de cuerdas y coros abrumador arregladas por el propio Greenwood e interpretadas por la London Contemporary Orchestra. Algunas veces sirven para crear miniaturas de abrumadora belleza como Glass Eyes y otras para introducir tensión, y hasta cierta agresividad, a base de unas fuertes frotaciones como ocurre en el sorprendente adelanto Burn The Witch.
Si hubiese aquí un nexo o una tónica general es que Radiohead han decidido hacer esta vez su disco más calmado hasta la fecha. Sólo en Burn The Witch o en el éxtasis krautockero de Ful Stop hay material para alzar los ánimos a los miles de personas que les van a ver en festivales y grandes recintos en breve. El resto del cancionero es taciturno, delicado e ingrávido, con un protagonismo fundamental del piano (Daydreaming, True Love Waits). A menudo se tiende a caer en el error de tildar a Radiohead de banda depresiva. Aunque tienen números exultantes, lo habitual es que el tono de sus canciones sea bajo. Pero hay mucha belleza en esta introspección tan típica de los de Oxford. Y eso lo consiguen como mejor saben, a través de melodías etéreas y un cruce de influencias que dan como resultado un trabajo que, sin renunciar a sus inquietudes arty y experimentales, ofrece momentos de la mejor psicodelia folk de los 60, con Neil Young, The Beatles o hasta Led Zeppelin muy en la mente. Así que si éste es el rock de 2016, bienvenido sea.