El sonido de un disco de The Field en los auriculares es como si por dentro de tus oídos se estuviera deslizando un reptil, de piel suave y arrastre en zigzag. Entra y sale por los agujeros, hace cosquillas y deja restos viscosos, y si consigue salir se enrosca suavemente alrededor de tu cabeza, en ocasiones con firmeza -no llega a asfixiar, pero le gustaría culminar en patatús, o rapto místico-, otras veces con una delicadeza impropia de algo tan insistente, basado en ese tipo de repetición obsesiva que persigue que se borren las nociones del tiempo y el espacio. Desde su debut en largo de 2007, From Here We Go Sublime -siempre en Kompakt-, Axel Willner ha planteado la música de The Field como un ejercicio minimalista -más en el sentido Philip Glass de la palabra que en su conexión, por ejemplo, con el techno de Robert Hood-, un experimento en el que cada pieza es el estiramiento al límite del loop, y en el que cada disco es a la vez una pieza cerrada y cíclica que anuncia el siguiente movimiento en su carrera. No sólo hay una evolución particular de cada track -lenta, a veces imperceptible-, sino también una evolución global de su trabajo como artista -aún más lenta, todavía más imperceptible-. Su quinto álbum en Kompakt es, en realidad, su quinto cambio de acorde en una pieza singular que lleva construyendo desde hace una década.
Lo que quiere decir que, aparentemente, nada ha cambiado en la música de The Field. El diseño de portada siempre es el mismo, salvo el cambio de color: ahora es negra, lo que da pie a pensar que éste es su disco más oscuro, en contraposición a los primeros, que eran claros como un rayo de luz de luna. La música también es la misma, secciones de diez minutos o más de ciclos insistentes, de variaciones muy marcadas, de laberintos sensoriales. Pero, por supuesto, ha habido cambios notables. Sobre todo en el primer tramo, el que forman The Follower, Pink Sun y Monte Verità: el bombo es más firme, la espesura ambiental que rodea la base rítmica es más densa, y eso hace que sea material mucho más fácil de gestionar para los DJs de batalla. Esta transición tiene que ver con la experiencia derivada a partir de Cupid’s Head (2013) y, en menor medida, de Looping State of Mind (2011): en esa fase intermedia del desarrollo sonoro de The Field, el productor sueco trabajó con otros músicos, formó algo así como una banda dedicada al looping en directo, incluso llegó a actuar en los horarios más golfos de clubes y festivales. Se inyectó el veneno de los bpms por encima de 120, y lo que antes era trance en alma, ha acabado siendo trance también en cuerpo.
Aunque no haya grandes sorpresas, salvo un poco más de tensión muscular y mordiente, lo que sí vuelve a ofrecer The Follower es eficacia en la gestión de las emociones. Hay muchos momentos en los que Willner consigue, como diría el tristemente fallecido Johan Cruyff, que se te ponga la gallina de piel. Esto es asi porque, antes de empezar a retumbar en las paredes del oído, la música de The Field primero prefiere cosquillear en la piel, generar una sensación inicial de gustillo, de familiaridad y afecto. Esta vez, la burbuja que construye la música no es tan gloriosa, pero es igual de resistente contra injerencias ajenas: una vez dentro del disco, te importa poco lo que pase ahí fuera. Es una hora de vacío, de alejamiento de lo trivial, de búsqueda más allá de los sentidos, sobre todo porque la segunda parte, la que forman Soft Streams, Raise the Dead y Reflecting Lights, parece anticipar lo que será el próximo disco de The Field, quizá antes del fin de la década: un freno a la furia del bombo, y un interés en limar y sacar brillo a las texturas ambientales. A medida que The Follower se acerca al final, el ritmo se va apagando y empiezan a iluminarse unas melodías como de campanillas, unas superficies ambientales como acuáticas, unas madejas en las que parecen adivinarse drones y hasta chispazos ácidos. Y quizá ese sea el sentido global del disco: preparar una nueva progresión armónica en la carrera de The Field, pasar de la tonalidad menor (oscura, opresiva) a una tonalidad mayor luminosa, y así culminar su propio viaje al final de la noche para acabar despertando en un nuevo y victorioso día.