Desde que se encaramó a la élite de la escena electrónica europea alrededor del año 2012 –coincidiendo con la publicación de su primer álbum en el sello Rekids–, Nina Kraviz no ha dejado de crecer como artista, de sorprendernos por su versatilidad como DJ y de generar polémicas que, en su mayoría, han sido todas una enorme estupidez. No tanto por ella, sino por quienes las promueven, gente aburrida y un poco Cromañón, y valga como ejemplo la primera, aquella de la famosa foto en un baño de espuma, que desencadenó una de las primeras oleadas de odio clubero –con ribetes de machismo– en las redes sociales. La última ha sido en Facebook: tras quejarse de la poca receptividad de su público en Australia –Kraviz venía a decir que intentó pinchar una amplia variedad de tempos y estilos, pero la gente parecía estar reclamando monotonía y constancia de bpms en un registro de techno clásico–, lo que nos habla de una de las constantes más dolorosas de la historia reciente de la fiesta: el divorcio cada vez más irreconciliable entre los DJs inquietos, que quieren que sus sesiones sean también un campo de exploración de posibilidades en la mezcla, y la desidia de buena parte de la gente, que en muchos casos deja de tener a la música como su opción de droga preferida.
Suerte tiene esta siberiana de facciones pálidas de que, por cada hater que le sale, va multiplicando por tres su base de fans –así a ojo–. Y esto ha sido, sobre todo, por su trabajo duro en lo que verdaderamente le corresponde como DJ, que es la lucha contra corriente y no acomodarse en las modas fáciles, el digging permanente de música antigua recuperable y novedades sobresalientes, y un buen olfato como empresaria y promotora de sí misma, gracias al cual ha sabido consolidar la marca Nina Kraviz como un activo que le garantiza bolos en los mejores festivales y varios miles de likes cada vez que lanza un mensaje al ciberespacio. Una marca que, por supuesto, poco tiene que ver con la gestión de su imagen, salvo las fotos que cuelga en Instagram –en ese aspecto, Kraviz es la antítesis de otras DJs como NERVO, que además de explotar su genética encima pinchan basura EDM–, y mucho que ver con su tremenda colección de discos. O eso nos gustaría pensar. En ese aspecto, está fuera de toda sospecha: Kraviz es una coleccionista compulsiva, una nerd de la electrónica con la buena suerte de poder enseñar esos juguetitos en todo tipo de playlists, y si nos fijamos en sus podcasts y sesiones enlatadas –material mucho más interesante que sus producciones propias–, comprobaremos que los hallazgos que va revelando como si fueran giros de guion en una serie de suspense son algo muy cercano a una mina de placeres sintéticos.
Este Fabric 91, primer disco oficial que publica el club inglés desde la confirmación de su feliz reapertura, parte del mismo principio que su DJ Kicks del año pasado: es un puzzle bien armado con más de 30 piezas, mezclado para que parezca un bloque de hormigón impenetrable. Pero hay un giro en el registro estético: si el mix anterior hacía excursiones por los márgenes del electro y el house, e incluso introducía momentos drum’n’bass, esta sesión para Fabric intenta exhumar un momento inexplicablemente olvidado de la historia del techno de mediados de los 90 –tanto en Europa como en el corazón de Estados Unidos–, ése en el que se diluyeron las fronteras entre el acid, el techno y el dub, y que tuvo momentos singulares en los catálogos de sellos como ACV en Italia, Sähkö en Finlandia y Thule en Islandia. Aunque no se trata de un mix monolítico –en el relato de Kraviz hay subidas de tensión y distensiones ambientales, un arranque suave con los rusos Species of Fishes y el olvidado Bedouin Ascent, uno de los primeros héroes del ambient-dub de principios de los 90–, hay una idea constante que recorre todo el disco, y es la de sostener una textura entre gris y ocre, con una sensación al paladar como de haber chupado hierro oxidado. Kraviz podría haber intentado ser más populachera, disponer de algunos maxis recientes de house para terracitas veraniegas, pero consciente de que su gusto va en otra dirección más exigente, y de que este mix anuncia también que winter is inevitablemente coming, ha preferido dar forma a un artefacto frío, repleto de asperezas y de espasmos nerviosos.
Es especialmente llamativo que, cuando entra el primer beat, sea en forma de TV seguido de Jill’s Meth, dos cortes firmados respectivamente por Woody McBride y DJ Slip, dos de los viejos héroes de la explosión underground del acid techno en Estados Unidos. Todo este material –el de sellos como Missile, Drop Bass Network o Sm:)e– parece estar en estos momentos en el mismo proceso de redescubrimiento y reactivación en el que han estado inmersos en los últimos dos años plataformas como Schatrax o Mosaic en plena fiebre por el minimal house: son filones poco explorados y repletos de sorpresas, un techno sobrio y palpitante, recorrido por cicatrices ácidas y bajos que son como el bombeo de un corazón al borde del infarto. Lo más sorprendente es que hay que fijarse con esmero en los créditos para distinguir qué es lo nuevo y qué es lo viejo: los hallazgos de Kraviz van desde vinilos olvidados de Panasonic (nada menos que Murtaja, la cara B del primer EP, el de 1994, mucho antes de que tuvieran que quitarse la segunda a del nombre) a protegidos de su sello трип –se lee ‘Trip’–, como el islandés Bjarki, una especie de Aphex Twin de los glaciares que se mueve como salmón en la corriente de un río destripando los códigos de la IDM ravera, el electro o el techno con chorreón de sulfuro. Entre medias, material descatalogado de Beverly Hills 808303 –el proyecto ácido casi desconocido del grandioso I-F– o Kirlian, más cosas viejas de Air Liquide, Unit Moebius o Claude Young, y un cierre con el fork rave de AFX, uno de los muchos cortes que Aphex Twin subió a su Soundcloud misterioso bajo el nombre de user4876353001.
Es imposible no rendirse a este Fabric 91, y desear poder darle las gracias en persona a Nina Kraviz –cuando venga al Sónar, por ejemplo– con una reverencia versallesca y un casto ósculo en el nudillo de su mano derecha. Tiene todo lo que se le puede pedir a un DJ mix de calidad: un enfoque inesperado, pues nadie está pinchando esta clase de techno en grandes espacios, nadie se está arriesgando a exhumar estas joyas olvidadas de un pasado que a los nuevos públicos del clubbing le suenan al pleistoceno, más una cohesión indestructible, un encantador pajillerismo en la exhibición de rarezas, y por último el goce del viaje. Es ponerse esto, y sentir cómo te deslizas por una grieta oscura hasta el fondo de un volcán a punto de explotar, en ese mismo momento en el que está a punto de subir un grado la temperatura y transformarse en una burbuja violenta. Este Fabric 91 es como vivir durante 70 minutos dentro de esa burbuja, y ver cómo todo hace boom a cámara lenta.