El salto que se intuía en Black Sands (2010) terminó por confirmarse en The North Borders (2013). Simon Green, o lo que es lo mismo, Bonobo, pasaba de ser ese secreto de culto del downtempo a jugar en las grandes ligas de la electrónica mediante ese cambio tan obvio como natural que es dotar de organicidad a su sonido. En su caso, empezó a confiar más en vocalistas invitados y a introducir a su paleta de sonidos influencias africanas, lo que se tradujo en la incorporación de una banda de apoyo para sus cada vez más frecuentes directos. Paralelamente a este reenfoque a su carrera, Green ha ido cambiando de residencia, pasando en pocos años del sur de Inglaterra a Nueva York, y de ahí a Los Ángeles, donde ha grabado su sexto largo, Migration. Un concepto y contexto – sumado a la muerte de un familiar cercano – que ha nutrido al álbum. Llega éste en un momento de expectación máxima hacia el proyecto: alcanzado ya el pico de popularidad, al británico le tocaba ahora entregar su gran obra y aquí, lamentablemente, se queda a medio camino.
Puede deberse a que Simon Green quiere tocar demasiados palos a la vez para contentar a ese heterogéneo público al que ha cautivado en el pasado (hay momentos de vibración clubber, aportaciones vocales que le hacen más digerible para el indie de a pie, hechuras clásicas más propias del jazz o ese buen gusto de beatmaker que conserva desde sus inicios). O también porque en muchos puntos el LP parece como si quisiese mirarse en el espejo del There Is Love In You (2010) de Fout Tet en esa búsqueda de la obra magna que se le escapa. Podría interpretarse como algo positivo – al fin y al cabo ese disco supuso un antes y un después tanto para Four Tet como para toda una serie de productores de capa experimental en busca de la pista de baile y una mayor sofisticación -, pero también es cierto que por lo que se refiere al sonido este Migration a veces parece ubicarse más en 2010 que en 2017, sonando algo desfasado.
Más allá de los momentos menos inspirados, entre los que lamentablemente se incluye la esperadísima colaboración con Nick Murphy (el hombre antes conocido como Chet Faker), que se pasa de emotiva y recuerda a lo peor de ese material más pop que Kompakt y sucedáneos entregaban a destajo hace una década, el disco sí ofrece una serie de pasajes que justifican tan alta expectación. Y no están, necesariamente, en las aportaciones vocales, pues aunque cumplen, las apariciones de Milosh de Rhye, Nicole Miglis de Hundred Waters o la del colectivo marroquí Innov Gnawa al final son lo de menos. Es en el apartado instrumental donde mejor luce este Migration, que intenta dar una vuelta de tuerca al, a menudo, encorsetado subgénero de la electrónica contemplativa. Se observa, sobre todo, en los colosales ocho minutos de ese abrumador ejercicio arquitectónico que es Outlier; ese piano de inspiración modern classical de la pieza titular interpretado por Jon Hopkins; la postrockera Second Son, que reclama ser algo más que un interludio; o la deep house 7th Sevens, con exuberante apoyo de cuerdas, vientos y congas.
Siendo esclavo de su estilo y manejando tantas referencias, tantos samples imposibles (el R&B de Brandy y la americana de Pete Seeger no podrían estar más alejados) y fuentes instrumentales, es casi un milagro que Migration haya salido tan fino e imaginativo en buena parte de su minutaje. Y, aunque indudablemente va de más a menos, supone una sustancial mejora respecto a The North Borders. La decisión de acercarse más decididamente a los clubs en lugar de contentarse con los no menos lucrativos chillouts es más crucial que caprichosa. Música accesible para la mente, pero también para los pies.