Estamos todavía esperando a que llegue el día en que Laurent Garnier falle en la mezcla de dos discos. Y es que no le sale, por mucho que se empeñe. Cuando pincha, él está ahí con el racarraca, dándole caña a los canales de la mesa, manipulando la ecualización con el mismo tacto de quien ordeña a una vaca, encontrando el punto exacto en el que tiene que entrar un disco, con el ajuste preciso de pitch y soltándolo con un suave gesto de la mano para que la música se deslice hacia el infinito, para que así parezca que cuando el track A se funde con el track B sólo suena una única música. Garnier no sabe lo que es un caballito, ni una ensalada, no conoce la sensación de que se te amontonen los beats del vinilo izquierdo con los del maxi derecho y aquello suene como si rugieran las tripas de Gerard Depardieu minutos antes de comerse un ciervo. Garnier, cuando pincha, es la perfección, y sólo se nos viene otro nombre a la cabeza –hablamos de Ángel Molina, que más que un hombre es un reloj atómico– si pensamos en DJs que, además de crear un discurso argumental firme y narrativo con los discos, también saben enlazarlos sin que quede suelto ni un solo cabo, ni un bombo ni una composición armónica. El día en que Francis Grasso intuyó que se podía crear una continuidad gracias a la mezcla de las secciones rítmicas de dos canciones estructuralmente parecidas, era incapaz de imaginar todavía que su técnica sería llevada a la perfección por un señor francés con nombre de champú.
Es importante resaltar el hecho de que Garnier es una máquina perfecta en la mezcla, sobre todo en estos tiempos de arribistas, celebrities, youtubers, imitadores de Steve Aoki y demás chusma que se cree que ser DJ consiste en bajarse el top 100 de Beatport, ir soltando temas sin ningún criterio, darle al botón del sync para que te haga el trabajo sucio, abrir una botella de champán y dar saltitos. Hemos llegado a un punto en la historia en el que la artesanía del DJ de la vieja escuela ya no se pone en valor –menos cuando la reclama una antigualla nostálgica que se acuerda de cuando en Nueva York el house era una experiencia física y visceral–, y eso significa que poco a poco el DJ irá perdiendo su condición de músico para quedarse en un simple entertainer. Ya no será nunca más alguien con la capacidad de crear algo nuevo y especial –“dame dos discos y crearé un universo”, como decía DJ Spooky–, sino alguien que reparte alegría a granel sin saber muy bien por qué lo hace –por el sexo, por la pasta, por la fama, vale–, ni cómo lo haría si no tuviera un programa ayudándole.
Laurent Garnier es el artista perfecto para explicar cómo debería ser el DJ ideal. Lo primero, debe ser alguien completamente loco por la música, y no por un estilo concreto, sino por toda. Aquí no hay veganos: o se es omnívoro o no se sirve para ser DJ, hay que dedicarle a la pasión las 24 horas del día, escuchando discos, cagando corcheas, meando bombos y cajas, comiendo acordes, follando como si follar fuera un track de Underground Resistance y viviendo, en general, inmerso en un continuo flujo de sonido. En segundo lugar, esta locura por la música se debe traducir en la necesidad de compartirla y comunicarla. Hay muchísimos aficionados que se limitan a acumular y a disfrutarla, Diógenes del consumo que, luego en la práctica, conservan sus adquisiciones como si fueran una urraca que se ha encontrado un trocito de metal en el suelo. Ser DJ no sólo es conocer mucha música, sino ponerla al servicio de un proceso de comunicación. Y en tercer lugar, tendríamos el discurso: saber qué se hace con la música, cómo se empieza y cómo se acaba, saber qué se quiere contar y aprender a contarlo bien. Hacerlo bien implica elegir el orden de cada tema, ir creando una ilusión de historia y desarrollo, con picos y valles, y sobre todo mezclar bien, porque una mala mezcla en una sesión de DJ funciona como un capítulo de mierda en tu serie favorita: sólo consigues que el conjunto no sea perfecto.
Ahora pensemos cuántos DJs conocemos que cumplan todos los requisitos. Coleccionistas de música hay muchos, y también hay una notable cantidad en el gremio que prefiere explicar una historia a empezar con un montón de trucha y no bajarse de ahí. El desarrollo de la narración ya depende de las cualidades de cada cual, y la mezcla también. Eso hay que ensayarlo, hay que trabajar durísimo. Garnier ha pencado como una mula y, con el paso de los años, ha resultado ser impecable en todo, y es por eso que a sus 50 años todavía sigue siendo apreciado por los chavales jóvenes, por sus colegas de profesión y por los veteranos del clubbing, porque ha hecho de su carrera una misión: no la de ganar dinero –que lo gana, pero no a costa de repartir basura–, ni la de llevar una vida de lujo y poder, sino la misión de elevar la música por encima de la mediocridad de muchos aspectos de nuestra existencia, y lograr que cada vez que se pone ante el mezclador el público sienta que ha asistido a un momento especial, puro y verdadero. Ser DJ consiste en esto: en hacer un arte a partir de materiales insólitos –¡discos grabados!–, y que ese arte tenga sentido y sea superior a la vida.
Si se han dado cuenta, cada vez que entra una mezcla y el resultado es vibrante, Garnier pone esa cara de estar teniendo un orgasmo en ese preciso momento, una corrida más fuerte que las de Manzanares en Las Ventas, muy de minuto de oro. Garnier entorna los ojos, abre la boca, y si la cosa se sale muy de madre, entonces levanta los brazos al cielo en plan DiCaprio en Titanic, sabiendo que acaba de crear un instante de magia. Lo milagroso de Garnier es cómo esta excepcionalidad, para él, se ha convertido en una costumbre. Tiene ADN de disc-jockey, posiblemente no haya nadie más puro, más versátil, más bregado en su profesión. El día que Garnier se retire, posiblemente ya no vuelva a haber nadie como él. Garnier recuerda que hubo un pasado ilustre, noble, pero lo hace sin nostalgia: cambia la música que lleva encima –todavía algún vinilo, mucho CD–, se actualiza constantemente, pero lo que no cambia es la ética. Un DJ debe ser alguien que no haga trampas, porque ser DJ no significa –al contrario de lo que opina mucha gente, todavía hoy, y esto nos obliga a seguir haciendo pedagogía– “poner música”, sino crear algo nuevo a partir de la música.
Garnier aprendió todo esto a mediados de los años 80, cuando vivió en primera persona la explosión de la escena de Manchester –por entonces trabajaba como ayudante de cocina en la embajada francesa en Inglaterra–, y pidió permiso para pinchar cada miércoles en el club The Haçienda. Era la peor noche de todas, una mierda de horario, pero un DJ sabe que hay que pasar por estas cosas antes de alcanzar una situación confortable. Garnier empezó a absorber conocimiento a toda velocidad –como dijo una vez una poco conocida disc-jockey barcelonesa, “yo soy como una esponja, lo chupo todo”–, y todos los errores que pudo haber cometido en su proceso de aprendizaje se quedaron ahí: emergió como un talento musical superior, un hombre especialmente diseñado para pinchar y crear algo valioso. Luego vinieron sus incursiones empresariales –entrar en el equipo de FNAC Music, fundar más tarde con sus socios el sello F Communications, que tantas tardes de gloria nos dio; aprender a producir, trabajar con su equipo en el álbum Shot in the dark (1994)–, y así ya había empezado a andar la leyenda de uno de los primeros DJs de primer nivel aparecidos en Europa tras la explosión del acid house. Algunos de ellos siguen todavía ahí arriba –Carl Cox, Sven Väth–, aunque nadie conserva las viejas esencias como Garnier. A Garnier nunca le veremos centrando su temporada en Ibiza, o paseándose por las piscinas en camisa hawaiana y con un pareo tapándole el rabo. Garnier también nos recuerda que ser DJ de éxito no está reñido con tener un cierto sentido de la dignidad.
Llega el verano, la época en la que los DJs se preparan para hacer más caja. Sin embargo, para Garnier la cita más importante de su temporada siempre es en los últimos días de la primavera, cuando se reserva una fecha para venir a pinchar al Sónar y cerrar el escenario de noche al aire libre –el mítico SónarPub– con su habitual celebración de los clásicos, con mucho Detroit, bastante Chicago y chorrazos de acid despidiendo al público hasta el año que viene, dejando que se vaya a casa –con el ciego, pero con mucha serenidad– con una sonrisa como la del Joker, amplia e imborrable. Su historia con el festival es larga como la herramienta de Nacho: pinchó en la primera edición, la de 1994, cuando las noches eran en la sala Apolo, y después lo ha hecho en todos los formatos posibles –de día, de noche, en directo a tutiplén, con fuegos artificiales y gente con zancos, o en formato jazz, siempre viajando hacia áreas musicales distintas–, e incluso lo ha hecho de incógnito, como aquel año en que apareció en el cartel como DJ Jamón. Parece que incluso tiene sentido del humor, cosa rara en un parisino.
A diferencia de otras estrellas de la música de baile que han construido discursos a partir de la tecnología (Hawtin), la filosofía (Mills) o el brutalismo (Clarke), Garnier lo fía todo a la experiencia del momento y la seguridad de que él, como DJ, nunca va a traicionar a nadie. Siempre te pondrá la música en la que cree, y música adaptada a cada situación. Garnier prepara cada sesión por adelantado, bucea entre miles de discos para escoger los más adecuados para cada ocasión, los re-escucha, los evalúa, descarta y confirma, prueba mezclas, ensaya, y lo hace porque él tiene que explicar algo. Si lo que quieres es que “te pongan música”, paga nueve euros a Spotify y que un algoritmo te solucione la vida. Pero si lo que quieres es que tu vida cambie, que tenga sentido, que se llene con algo de sentido, el factor humano es necesario. Y ahí es donde entra Garnier.
Como productor, Garnier no suele impresionar. Tiene hits valiosos, por supuesto –a la gente le gusta mucho The man with the red face, aunque ese solo de saxo puede ser un poco cargante; quizá su mejor tema siga siendo Crispy bacon, porque SIEMPRE funciona, es de esos zarpazos techno que rascan y hacen sangre, que se te meten dentro como una bacteria peligrosa–, y algunos de sus álbumes están bien armados. Unreasonable behavior (2000) todavía mantiene muy bien el tipo, La home box (2015) tiene un aire nostálgico muy bien llevado, y The cloud-making machine (2004) era una buena rodaja de ambient para flotar y evadirse un rato. 30 (1997), en cambio, quería tocar demasiado palos a la vez, y de Tales of a kleptomaniac (2009) apenas recordamos nada: era mejor lo que anticipaba, una vida en libertad trabajando con sellos diversos (Hypercolour, Innervisions, 50Weapons), que la agonía de aquella etapa terminal con PIAS. Garnier, con sus discos, siempre ha tenido el afán de crear obras de arte, aunque lo mejor que extraía de ellos era el momento de actualidad, la renovación del interés por su figura –con coleta o sin, con flequillo o sin– que le permitía seguir pinchando.
Si existe un cielo dentro de la pista de baile, Garnier es su dios más evidente. Hay pinchadiscos, payasos, leñadores, brutos, estafadores, entertainers, prodigios técnicos, exhibicionistas, farsantes y selectores de gran categoría, pero DJs, entendido el concepto en su plenitud y su totalidad, hay muy pocos. Si tienes una crisis de fe, o sencillamente necesitas una fiesta como dios manda, sin que nadie te tome el pelo, acude a él. Siempre será tu ángel de la guarda.