El arte de Prince desgranado a partir de su carácter díscolo, su incontinencia creativa, su influencia en la música actual o la sexualidad de sus canciones.
Posiblemente, la única manera de definir a Prince sea mediante una tautología: Prince era Prince, simplemente eso, como Dios es Dios. Prince era la medida de sí mismo, a falta de un modelo comparativo mejor -no sirven ni Michael Jackson, ni Sly Stone, ni James Brown, ni George Clinton, porque ni siquiera sumándolos nos serviría para saber quién era realmente, musicalmente, el Artista-. Prince era prolífico y experimental, un devorador de estilos y un creador obsesionado al límite en la perfección de los detalles, celoso de su propiedad y caprichoso en sus decisiones. Su personalidad era un poliedro de demasiadas caras, con demasiados filos.
Para comprenderlo mejor igual nos sirve la anécdota que explicaba Kevin Smith en uno de sus famosos espectáculos de comedia -se puede encontrar en YouTube y es hilarante-, cuando un asistente al teatro le pregunta cómo acabó aquella historia de un documental que había realizado para Prince y que nunca vio la luz. Lo más importante de aquel monólogo, aparte de la confirmación del dato de que Prince, con su metro y medio escaso de estatura, era un aficionado al baloncesto y a las plantillas con alzas, estaba en la sensación de pleno control del espacio de Paisley Park que tenía Prince. Smith recordaba un momento en el que alguien del equipo de Prince le recriminó unas palabras malsonantes dichas en un lavabo (que a Prince, como cristiano renacido, le ofendían por pecaminosas), y preguntándose cómo alguien podía estar al corriente de algo que había dicho mientras estaba aseándose en la jofaina, comprendió que toda la casa era un estudio de grabación. Prince había exigido que en cualquier lugar, cuando le viniera la inspiración, él pudiera grabar una canción. Incluso si estaba cagando en la taza.
Por tanto, la vida completa de Prince, minuto a minuto, fue una vida dedicada a la música. Estaba haciendo canciones todo el tiempo, y eso explica su producción imposible de medir. Porque uno de los aspectos más inquietantes de Prince no es lo que conoce más o menos cualquier aficionado de su discografía -es decir, la secuencia de discos que va desde Prince (el segundo, 1979) a Come, con las paradas obligatorias en Controversy, Dirty Mind, Purple Rain, Sing ‘O’ the Times y en menor medida Lovesexy, obras mayores que cambiaron para siempre el funk, el pop, el rock y el uso de la tecnología en la música popular-, sino todo lo que no se conoce, o lo que conocen únicamente los fans más obsesivos, y todos sus proyectos periféricos. Si pudiéramos sumar todo lo que hizo Prince -cosa improbable ahora mismo, porque se desconoce con exactitud cuánto material inédito se conserva en su archivo/caja fuerte, The Vault-, sería un porcentaje muy elevado del número de horas en total que vivió en su edad adulta.
Esa es la razón por la que es absurdo intentar resumir a Prince en diez canciones, o en cinco discos, porque parte de su mejor material se esconde en caras B, o en grabaciones pirata, o en cesiones para otros artistas –Nothing Compares 2 U sería sólo la punta del iceberg-, o en maquetas por desarrollar, o en las incontables versiones de cada una de sus canciones con arreglos distintos, o en el infinito archivo de directos grabados y conservados, en las jam sessions de noche en su mansión, en las sesiones privadas, en las canciones expresamente compuestas para complacer a una amiga, o para sí mismo, ya que sin duda Prince tenía la sensación de que componer era su única misión en la vida. Si Francisco Umbral decía que él escribía como se meaba, es decir, naturalmente y a chorro, Prince componía como se respiraba, o sea, todo el tiempo.
Eso no quiere decir que todo sea bueno, ni que la productividad máxima sea una virtud en sí misma. El Prince de los últimos 20 años, ese mismo que emergió aparentemente liberado y feliz tras romper su acuerdo contractual con Warner, significó una decepción para mucha gente porque había prometido que, gestionando su discografía por su cuenta, editaría cosas increíbles que nunca nos podríamos imaginar, y sin embargo ya había empezado a dejar de ser futuro para fosilizarse en historia. Fue abundante en la distribución y acumulación de material, pero estuvo apagado en inspiración: se instaló en una plácida mediocridad mientras el R&B contemporáneo, el hip hop y el techno iban colocando los ladrillos del edificio musical en el que vivimos hoy.
Su impacto en la música contemporánea
Ahora bien, si empezamos a rastrear las influencias evidentes de los arquitectos que han diseñado el mundo musical de hoy, Prince aparece en todos los listados. Nadie más que él de entre todos los grandes ídolos de los 80 sigue más vigente en tanto que genio creador, y sin la huella de Prince no hubiera sido posible ni Timbaland, ni Pharrell Williams, ni The-Dream, ni Danger Mouse, ni el falsete que de vez en cuando articula Justin Timberlake, ni la psicodelia calidoscópica de Kelis o el poderoso soul moderno de Frank Ocean, ni el ego disparado (disparatado) de Kanye West, y podríamos seguir escribiendo hasta alcanzar un texto de una extensión parecida a la del Ulises de Joyce. Los ochenta le pertenecieron a Prince, como bien dijo David Bowie, pero en los 90 eyaculó sobre el mundo y dejó una semilla que desde entonces no ha dejado de germinar. Después de su episodio de ruptura con Warner el mundo se acostumbró a vivir lejos de Prince, pero nunca supo vivir sin su influencia.
Prince importa, y por demasiados motivos imposibles de resumir aquí. Importa por la sexualidad que hay implícita en sus canciones: un tipo que escribió sin pudor sobre recibir mamadas, comerse coños, amar intensamente pero no sólo en cuerpo y alma, sino también en pensamiento, a la manera platónica, al que se le conocieron amantes de físico rotundo pero del que se decía que tenía un apetito sexual mucho más apagado de lo que sospechábamos, y que sin embargo popularizó el travestismo, la ambigüedad, un fondo de opciones estéticas por las que cualquier teórico de los estudios de género debería estarle agradecido. Parecía que en su universo había sexo, pero en realidad lo que había era género. Llegó como mínimo 30 años antes.
Importa también por el sonido: arriesgaba cuando no era necesario, su arsenal de recursos electrónicos -algunos de los sintes más espectaculares del funk están en Head, una de sus canciones primerizas- estaba al nivel de los principales competidores de su momento interesados por las cajas de ritmo y los sintetizadores de última generación, portátiles y chispeantes, y todavía hace falta que alguien analice algunos aspectos de su obra en función de las texturas electrónicas: When Doves Cry, por ejemplo, alza el vuelo no con la introducción estridente de guitarra eléctrica, sino con el cambio de acorde en los sintes a la mitad. Es sólo un ejemplo, pero encontraríamos miles. Es posible que Prince inventara trucos o recursos, o que se adelantara considerablemente a ciertas tendencias, en canciones que todavía no hemos escuchado porque las tiene guardadas en The Vault. De Prince sabemos mucho, pero su historia real tardará en escribirse.
Prince importa también por Purple Rain: se insiste continuamente en que es la mejor canción de los 80, y no es fácil encontrar argumentos que contradigan esa opinión. No es que nos gusten especialmente los solos de guitarra -en muchos casos, nos dan por culo-, pero la manera de articular las frases, modificar acordes, crear una sensación tan imponente de épica, sensibilidad y tensión -por muchas veces que la escuches, se tiene la sensación siempre de que no sabes qué va pasar, hacia dónde te va a llevar Prince una vez se acaba el bloque de la melodía principal y la lluvia púrpura empieza a remontar hacia arriba, de regreso a las nubes-, esa manera de hacer música con la polla fuera, decíamos, sólo está al alcance de los colosos. Hay gigantes con la estatura del corcho de una botella de champán.
Prince importa porque cambió el negocio de la música. Importa porque jugó según sus propias reglas, aunque fuera a costa de inmolarse en una pira sacrificial en honor al dios de la música moderna y el Arte. Importa porque lo que perdemos con su muerte es mucho. En esta época en la que la necrofilia es espectáculo -grupos que se separan y vuelven a resucitar por unos dineros en festivales, reediciones de discos a precios abusivos, panegíricos en Facebook en los que los usuarios compiten por ver quién era más fan, aunque nunca lo hubieran sido, sólo por llamar la atención en un mundo interconectado de gente solísima-, con Prince no es que haya la sensación, sino la constatación empírica, de que se ha ido para siempre una parte sustancial del siglo XX y una influencia clave en los cimientos de la cultura del siglo XXI. Con Prince se va mucho, o mejor dicho, con Prince se va todo, porque, decíamos, posiblemente la única manera de definir a Prince sea mediante una tautología: Prince era, simplemente, Prince, como Dios es Dios. Haciendo un silogismo incluso nos saldría que si Prince es Prince, y Dios es Dios, entonces Prince es Dios, algo que nos parece evidente y absolutamente indiscutible.