Una compradora compulsiva de discos, una archivista de exquisiteces house, techno, electro e IDM, una rastreadora incansable de joyas escondidas, y así, poco a poco y con la calma, se ha ido construyendo una colección impresionante en la que, se dice, hay mucha chicha y poca grasa.
Este artículo está incluido en el ebook Dioses del techno, que sirvió para redondear en 2017 la publicación de Loops: Una historia de la música electrónica. Puedes hacerte con él en el enlace.
Por un simple acto de justicia poética, a muchos nos gustaría que Nina Kraviz, en vez de una siberiana glacial aficionada al deep house, fuera en realidad una disc-jockey griega –también aficionada al deep house, aquí no hay problema–, pues así sería mucho más fácil darle el tratamiento de Afrodita de la cosa. Desde que empezó a moverse por el circuito europeo de clubes y pequeños sellos, y sobre todo desde que despuntó con su single «Ghetto Kraviz» en 2011 para el sello Rekids, muchas son las aves nocturnas –y no distinguimos entre sexos– que han caído a los pies de esta rusa de mirada afilada y figura sinusoidal, a imagen y semejanza de los latigazos de subgraves y trazados de bajo ácidos con los que, de tanto en tanto, satisface a su público en un club oscuro o un festival de élite. Sencillamente, no se había dado una coincidencia tan poderosa entre lo que se ve y lo que se escucha en una DJ desde [déjenme pensar], posiblemente, la noche de los tiempos.
La expresión «lo que se ve» es conflictiva –amigas feministas, no suelten aún sus perros de presa contra el peroné del escribano–, y Nina Kraviz es la primera en ser consciente de que su atractivo es magnético y que, muy a su pesar, juega en cierto modo en su contra, pues condiciona todavía a esa gente que no se la acaba de tomar en serio. Hace unos años, coincidiendo con la publicación de su primer álbum, Nina Kraviz (Rekids, 2012), estuvimos hablamos por teléfono al respecto, durante bastante rato. Kraviz se lamentaba de que, a ojos de un público que estaba acostumbrado a que, en las discotecas, las chicas fueran gogós, o relleno en la pista para crear ambiente y sacar a bailar a los machos en celo, ella solo fuera una DJ mujer que había llegado hasta ahí por su aspecto, en vez de una DJ talentosa que había llegado hasta ahí por su criterio musical y su capacidad para armar discursos conceptuales con los discos y crear una sensación de viaje.
En aquel tiempo, Nina Kraviz tenía fama de ser una freak en la comunidad de DJs de Berlín, que era la ciudad a la que había emigrado para huir del demacre que le producía la Rusia de Putin y, de paso, buscarse oportunidades en el circuito de la música electrónica. Por freak queremos decir una compradora compulsiva de discos, una archivista de exquisiteces house, techno, electro e IDM, una rastreadora incansable de joyas escondidas, y así, poco a poco y con la calma, se ha ido construyendo una colección impresionante en la que, se dice, hay mucha chicha y poca grasa. Lo cierto es que, en lo que atañe estrictamente a la selección, Nina Kraviz es una DJ importante de la pasada década: ha sido capaz de abrir el espectro de texturas entre el público interesado únicamente en el grooveteo –que es una manera de decir house formulaico para nostálgicos del verano que quieren que sea Ibiza en cualquier lugar del mundo y en cualquier fecha del año, con un montón de cubatas y bolsitas con polvillos–, aunque no siempre tiene suerte en esas lides. Hace un tiempo, Kraviz explicaba en Facebook que su último público en Australia había reaccionado con rechazo a un set variado en el que fue del techno al drum’n’bass. La gente, al parecer, solo quería un mismo ritmo toda la noche. Aseguró que no iba a ceder a las presiones.
Es una DJ de carácter, y no es la primera vez que alguien le monta un pollo. En los últimos años, Nina Kraviz ha tenido que reaccionar contra troles en internet que le achacan un éxito inmerecido –que justifican, en su opinión, solo porque «está buena»– y que no admiten que, siendo mujer, haga cosas femeninas como maquillarse si le va a fotografiar una revista, mover su figura felina en el escenario si la música le motiva para bailar, o incluso aparecer en sus redes sociales en un baño de espuma. La maquinaria del fango cavernícola, lógicamente, le ha terminado por salpicar: si Laurent Garnier baila y gesticula en la cabina es porque lo vive, pero si lo hace Kraviz es porque quiere calentar al personal; si Dave Clarke se maquilla para una portada, es porque tiene raíces góticas y rinde honor a su pasado, pero si lo hace Kraviz es porque quiere ocultar su falta de talento con una exhibición de atractivo. Así desde hace años. Normal que lleve una temporada con el perfil bajo y el rencor a punto de desbordarse.
No vamos a negar, en cualquier caso, lo siguiente. Lo primero, que Nina Kraviz nos parece una señora estupenda, y que para ser perfecta solo le faltaría llevar una dieta de pizza y falafel durante un par de semanas, pues a veces parece que se vaya a ir volando si sopla un poco de viento. Y lo segundo, que ya nos gustaba antes de que viéramos como era en el vídeo de «Ghetto Kraviz», en el que se mueve como Robert Smith en aquella parodia de Joaquín Reyes, como una palmera, suave. Primero fueron los discos (y los mp3), y ya por entonces sonaba todo muy bien. En la mitología de los DJs no es tan importante cómo eres, sino el discurso que manejas y lo que transmites, y Nina Kraviz transmite un gusto muy afín al nuestro y una vocación de underground innegociable. Hace justo dos años se publicó la primera referencia de трип (los caracteres cirílicos se leen como «trip», o sea, viaje), un sello discográfico que ha buscado promover la carrera de productores como Exos, Population One o el islandés Bjarki, y que mantiene un equilibrio interesante entre electro sucio, acid y techno con ritmos quebrados. Lo menos comercial posible, de hecho, hasta el punto de que Kraviz toma decisiones tan poco justificables según las leyes del mercado actual como publicarle tres álbumes en un año al mencionado Bjarki, que suenan como si a Luke Vibert o Richard D. James les hubieran pasado papel de lija sobre sus viejos álbumes de los noventa.
En estos dos últimos años, Kraviz también se había dedicado a reforzar la parte empresarial de su carrera y había descuidado la artística. Es decir, había marcado muchas fechas en su agenda como DJ y había dedicado ingentes esfuerzos a трип, para consolidarlo como un sello que se afianzara en una posición a medio camino entre el descubrimiento de nuevos talentos y el desarrollo de una nostalgia por la electrónica de baile cortante y abstracta de finales del siglo pasado. Como DJ y como captadora de talentos, Nina Kraviz está interesada en desenterrar un pasado ahora mismo muy desconocido por la nueva generación de clubbers, y que a la vez refuerce la idea de que ella es una coleccionista compulsiva de rarezas, la DJ favorita de tus productores (con barba) favoritos. El mejor ejemplo es el disco con el que rompió un largo periodo de silencio editorial a su nombre, el volumen 91 en la serie de Fabric –y el primero que se publica después de que el club londinense anunciara que volvía a recuperar su licencia y abría de nuevo sus puertas–: se trata de una mezcla ambiciosa, con más de cuarenta pistas y un cierre con el «Fork Rave» de Aphex Twin, en el que el tono general es el latido gélido y pulsante del techno ácido de principios de los noventa, con diferentes tracks de gente como Kirlian o Panasonic –el sonido Sähkö que vino de Finlandia–, o rarezas de Leo Anibaldi, Unit Moebius, Woody McBride o DJ Slip, todo eso combinado con productores actuales como Species of Fishes o Bjarki, y un montón de inéditos.
Si Nina Kraviz quisiera ir de tía buena, está claro que se apuntaría al rollo EDM, se operaría el pecho, se pondría colágeno en los labios y se teñiría el pelo de algún color que gustara a los jugadores de Pokémon Go. Pero a Nina Kraviz todo ese circo le toca un pie. Su Fabric 91 es la demostración de que ha investigado a conciencia en la rama más olvidada del techno de hace más de veinte años, sacando lo más actual de aquel sonido futurista entonces, y futurista todavía hoy, y que lo ha encajado en sus propias prioridades como DJ que no se conforma con el trotoneo para mover culos en festivales. El carisma de Kraviz crece cuando más arriesga, y es precisamente por lo que esta siberiana es, desde hace tiempo, nuestra particular diosa griega. Y que conste: antes que su compañía, preferimos poseer su colección de discos. Ahí solo hay caviar.