A mí me gusta el techno. Desde bien jovencita. Lo descubrí en los polígonos industriales de los extrarradios de Barcelona, a finales de los 90 y principios del milenio. Luego empecé a visitar el Moog con cierta asiduidad, el Nitsa, el KGB y algunas escapadas al Florida 135. Antes ya había pisado el Chasis y la Sala del Cel, y había bajado a Valencia de ruta, y sobre todo el 8, que me pillaba cerca del barrio. Lo que me fascinó del techno fueron dos cosas: cómo un estilo de música aparentemente tan simple, con tan pocos elementos sonoros, podía expresar tanto durante una noche de viaje, y la capacidad que tenía esa escena para juntar a gente tan diferente, independientemente de su estrato social, su poder adquisitivo, su raza o su condición sexual. Era probablemente el movimiento musical más popular que había visto después de la rumba, con los Chichos, los Chunguitos, o Los Calis a la cabeza. De hecho, no era extraño que en los radiocasetes de los golfitos convivieran cintas de ambos géneros.
Hoy esto sería impensable: es impensable. Si un dandy technoide avantgarde de hoy en día te escucha tararear “más chutes no, mil cucharas impregnadas de heroína” de Los Calis por lo bajini, estás marcada para siempre. Estás fuera. No eres digna de militar en los escuadrones de la muerte total black. No es de extrañar, el clasismo imperante en la sociedad española, así en general, es una realidad tan cruda como que llamarme “choni” es algo natural, sin que ninguna señora bien de izquierdas se moleste o se haga la ofendidita… Y la aporofobia, la aversión y el desprecio al pobre, ya te cagas. Los inmigrantes no molestan cuando viajan en primera, sólo cuando vienen en patera. En Catalunya todavía es peor. Una sociedad que siempre se las ha dado de diferente, de más cosmopolita que el resto, entre lo burgués y lo cultureta. Mojigatería extrema, al más puro estilo americano. Algunas llevamos toda la vida aguantando que nos llamen “choni”, “garrula”, “Jenny”, “poligonera” o “charnega” -en el mejor de los casos-. No escucharéis a la izquierda de salón salir a poner el grito en el cielo: al PSOE se le cayó la O hace tiempo y en ERC la E no la han visto ni en pintura.
La izquierda vive desconectada de las clases populares: todo es de cara a la galería. Mola decir que eres de izquierdas, otra cosa es comportarse como tal. Mola defender a las minorías, otra cosa es mezclarse con ellas. Esto pasa hoy en la falsa y supuesta escena techno de Barcelona, en la que las proliferan fiestas con estética rave en las que te cobran mínimo treinta pavos por entrar y donde gente engominada con ropa cara (negra, eso sí) y con problemas de espejos te mira por encima del hombro. “El techno no debería ser tan amable” y “El techno debería volver a los clubs” sentenciaba el venerado Oscar Mulero en una entrevista para este mismo medio que puedes recuperar aquí.
Lo contrario me pasa con el Trap: no me gusta. Y mira que lo he intentado, pero no me entra. Reconozco, eso sí, que hay Trap y Trap de postal, como en cualquier género musical, pero ese ritmo tan lento me pone de mala hostia, me recuerda al “Hawai, Bombai” de Mecano. Se me hace pesado, me cansa como “Los Planetas”. Pero me flipa el movimiento en general. No tienen tabúes. Salen de los parques de los barrios, de los márgenes y se mezclan con las élites, y a éstas le hace gracia. Supongo que les mola sentirse malotes. Antes a las chonis de extrarradio nos molaba vestir como las pijas de la Diagonal hacia arriba, ahora resulta que es al revés. Yo les veo como los punks del siglo XXI. Las Vulpes cantaban “Me gusta ser una zorra” en 1983 y eran transgesoras para la izquierda del momento, ahora las traperas reivindican su libertad de género con las misma incorreción política, como les sale del chirri vaya, o de la figa que queda como más cool. Pero parece que ya no mola tanto: es un ataque a el estereotipo del feminismo militante que nos quieren hacer tragar las señoras bien de izquierdas. A algunas les hace falta un poco de barrio. “Nosotras parimos nosotras decidimos”… pero nosotras también decidimos si queremos ser unas zorras y vivir a nuestra manera, aunque a Carmen Calvo no le guste. Sublime.
Y para bien de la sociedad, a mi entender, se está llenando Barcelona de estas tribus. No hay que temer nada: casi todo es estética. La mayor parte de las tías y los tíos que se pasean con tatoos, chándales y cadenas oro por la ciudad no le han dado una hostia a nadie en su vida, ni saben lo que es apartar chutas en el parque, ni van a chorarle a nadie. Cosa que con el nivel de paro juvenil que gastamos en este país es bastante extraño, la verdad. Pero los carceloninos de pro pueden estar tranquilos. Seguramente les quede poco para pasearse libremente por la ciudad y tendrán que volver a sus ghettos, dada la deriva que está tomando el panorama normativo (muy de izquierdas, eso sí).
“Carcelona” es un libro de Marc Caellas en el que con una ironía tan fina como mi látigo, expone a la perfección la represión de “Una Barcelona conformista y biempensante, sobre todo, en la que la cultura se ha vuelto un reo obediente […] al que sacar a pasear de vez en cuando por buena conducta, y no la forma natural de expresión que debiera quedarle al ser humano para proyectar y construir una vida u otra. Una Barcelona impostada, en definitiva, que probablemente nos merezcamos, a fuerza de seny y prudencia”. Y esto era en 2011. Pandemias aparte, diez años después todavía es más flagrante. “Una Carcelona represora que limpia las plazas de personas libres y las ensucia de hielo sintético, que ya no recuerda el hervidero que fue antaño para gestar libertades civiles y en la que ahora la delación, la multa y la porra tienen más futuro que las iniciativas ciudadanas y la convivencia espontánea”. Amén.
La última la ha protagonizado el sr. Teniente de Alcalde del Ajuntament de Barcelona, Albert Batlle, este agosto, expresando sin pelos en la lengua que cuando acabe la pandemia va a proponer que el ocio nocturno cierre a la 1 AM, así, para siempre. Según él “para equipararnos a Europa”, será que no ha pisado Berlín, Amsterdam o Londres de noche en su vida. Ciertamente no se puede esperar mucho de alguien que lleva veintitantos años viviendo exclusivamente de la política, en diferentes partidos, claro. Pero al menos el pundonor democristiano que promulga en este último partido que se ha inventado para seguir viviendo del cuento lo podría exhibir para un sector que lleva veinte meses cerrado y que solo Dios (el suyo no el mío) sabe si volverá a abrir. Lo chungo es que es el concejal de seguridad ciudadana: que Dios nos coja confesadas. Me hubiera gustado ver qué cara ha puesto cuando el sindicato mayoritario de policías ha pedido abrir el ocio nocturno para acabar con los botellones. Y los jueces cuestionando su cierre. Una de palomitas, por favor.
Y es que ahora la pijo progresía se ha apoderado de la ciudad, de su normativa y de su forma de pensar. Ahora los ofendiditos, las señoras bien y los rockerillos indies de antaño que te llamaban “nena” (sin que esto fuera micro machismo), aburguesados y con hijos (algunos hasta deseados), salen de día (brunch mediante) y de noche duermen. Y no se les puede molestar. Ahora las fiestas de los barrios de Carcelona acaban a la 1 AM: ahora ya no hay heavys bebiendo litronas, ni por el Poble Nou ni en la puerta de la Ovella Negra. Ni punkies. Ni peladetes con bomber haciendo cola para entrar en una sesión de techno. Ni garrulas de polígono alrededor del techno business. Antes acababamos todas coinciendo en los afters. Ahora solo hay traperos, a la imagen y semejanza de C.Tangana (no de Jarfaiter). Y traperas a la imagen y semejanza de Rosalía (no de la Zowie puta). A ver si para bien de la sociedad, como decía antes, se siguen llenando las calles de Carcelona de esta tribu, y suena la flauta, y el techno vuelve pronto a los polígonos, y al Moog.