Viene siendo habitual en nuestra ciudad de Madrid girar una esquina, adelantar a otro homínido, o tratar de atravesar una acera y cruzarse con un patinete eléctrico o VMP (Vehículo de Movilidad Personal o Vaya Mierda P… Como prefieran llamarlo) de una marca privada; que no sólo nos impide el paso, sino que prácticamente propicia que tropecemos, tengamos que frenarnos en seco, hacer una carambola o dar un saltito ridículo. ¿Por qué están en las aceras?
La situación, que por sí misma parece un poco irrelevante, se ve agravada cuando, a pesar de que una y otra vez, con las nuevas normativas se recuerda que está prohibido circular por las aceras… La realidad es que mayoría de estos cacharros no sólo están estacionados en esas mismas aceras molestando, sino que circulan por ellas con total impunidad. Pero no vamos a cargar la responsabilidad completa a sus usuarios, pringados con complejo infantil que, a falta de dignidad; tienen prisa. Y es que, ¿por qué han de estar vehículos de marcas privadas desperdigados, tirados, entorpeciendo el tráfico de personas (ese maravilloso tráfico del capital que huele a azufre y cocaína) para de algún modo, acelerar todavía más la aceleración ya de por sí sangrante de nuestra ciudad? ¿por qué es necesario que además de esquivar personas, caminar de mi trabajo a mis estudios, ir en el metro hasta las trancas, olisqueando a través de la mascarilla los poros del cartón del de al lado, tenga que estar procurando que en la acera no me atropelle el propio ritmo real del capital? Los patinetes de estas empresas de uso compartido, son propiedad privada de esas multinacionales y por tanto deberían tener un espacio propio, no el público. No el nuestro.
¿O acaso ya no hay un Espacio Público?
Por si esta gilipollez para irascibles como nosotros no era ya suficiente, -porque es más importante evitar caminar uno o dos km que evitar joder a la mayoría de la gente que decide hacerlo- en estas fechas tan señaladas han llegado a nuestra hermosa ciudad otros elementos plantados en las aceras como las cagarrutas de un perro: Las Meninas. Muestrarios del kitsch que entienden como cultura los encargados de gastarse nuestros impuestos en el ayuntamiento, estas sólidas y espantosas “esculturas” ocupan todavía más espacio y, por si fuera poco, molestan; sí, molestan a la vista. Los poco habituales parecen satisfechos, se hacen la fotito, pillan tal vez un gramito de QR, demuestran que son unos paletos… Y seguimos siendo los que vivimos o trabajamos en Madrid quienes no entendemos la proliferación invernal de estas mierdas con falda y de colores chillones.
Bajo un punto de vista completamente dicotómico, estos dos objetos, el Patinete y la Menina, son ya, actualmente, el Imaginario Aceril Madrileño. Uno sirve para desplazarse, el otro para ensimismarse, móvil e inmóvil; prisa y calma; pragmático y contemplativo. Eliminando los escaparates, carteles, farolas, papeleras, terrazas (todos objetos colocados en nuestras calles en siglos anteriores) tanto los vehículos de uso compartido como las esculturas kitsch-esterotípicas son las dos cosas que una persona que no venga normalmente puede encontrar en las aceras de Madrid. Una le sirve para transportarse desde una atracción turística hasta la siguiente, la otra le sirve como una suerte de reconocimiento estético-espectacular consistente en hacerse la foto de la cocido-experience. Así, se reduce no sólo la idea de lo que podría significar la carga histórica de la obra pictórica congregada en la capital; sino que se reduce todavía más la experiencia de lo que podría resultar el paseo, el caminar y vagar por una ciudad bella como Madrid.
La propuesta subyacente a estas dos “tecnologías” es en verdad el puro achatamiento de la ciudad a la experiencia turístico-capitalista; o sea a la del flujo capitalista-espectacular (dado que los patinetes los utilizan también los madrileños para sus trabajos y las meninas para sus redes sociales). Si en la Psicogeografía el espacio urbano tiene múltiples niveles como una psique decentemente formada y que establece asociaciones, en la Cocidogeografía, Madrid se vuelve el café con leche en la plaza mayor, las meninas, las compras en la calle Goya y una reseña de dos estrellas en Google a un centro cultural. Estas dos piezas, Menina y Patinete, son el alfa y el omega de la vida capitalista-cotidiana. Espectáculo banal-ramplón y prisa-vagancia. La estetización sin estética alguna y la ociosidad sin ocio. Desde el punto de vista que opone lo abstracto a lo material, Menina y Patinete son el residuo ideal de un conjunto de dinámicas (todas las mencionadas de consumo, movilidad urbana, trabajo, economía) empíricas. Son algo paradójico, algo así como un fermento de lo abstracto de esa vida práctica y codiciosa: la descomposición de la vida material y materialista en la ciudad -una experiencia enormemente interesante, le pese al apocalíptico al que le pese- en imágenes y símbolos apestosos y deshumanizados; pues, ¿de verdad hace falta ir a treinta por hora para llegar rápida y efectivamente a algún sitio? ¿Hay algo enriquecedor o inherentemente deseable en hacerse una foto en una plaza junto a una estatua feísima?
Pues miren, señores de Lime, Wind, Bird… Y ciertos empleados públicos: nos alegramos mucho de su proyecto de VMP compartidos, de su internet of things y otras patochadas; pero queremos caminar. Llegamos a los sitios más apurados tal vez, no podemos reproducir el ritmo de cambio de la tecnología de nuestro tiempo, no somos acciones al alza o a la baja, ni entrepreneurs con startups que lo van a petar; pero somos los habitantes, aunque parezca que no, de este espacio. Por eso queremos retomar la ciudad, una ciudad por la que poder movernos sin que nos sangren los ojos viendo unas esculturas penosas por todos lados, mientras una horda de becarios en traje y turistas baja la cuesta de Carretas a 30km/hora como una manada de ñus. Y la realidad es que las aceras, hasta el próximo confinamiento, son reales. Por mucho que se abstraigan y que podamos ver a meninas flotando en nuestros feed rodeadas de fotos de gatitos, platos suntuosos y exparejas vestidas de forma completamente distinta a cuando estaban con nosotros; por mucho que podamos visualizarnos montados en un patinete, sobre una autopista de billetes y haciendo derrapes con los que saltan acciones como chispas hasta la siguiente foto oficial networkeando… La realidad es que el patinete sigue cortándonos el paso en mitad de la calle y la menina sigue congregando a cuatro tontos mientras nos estropea la visión general de una plaza o una calle que nos gustaba especialmente. Y la realidad es que estos objetos tecnológicos y vistosos no tienen por qué estar ahí; de hecho, algunos los podemos apartar.
Y ahora nos diréis: “Sois como todos los apocalípticos que temieron a las tecnologías y fenómenos culturales de su tiempo”. Pero os responderemos categóricamente que No. La cuestión no es tecnología sí o tecnología, no, la cuestión es quién ostenta la tecnología y quién decide lo que coloca en nuestros espacios. La cuestión es quién nos dice que ya no podemos caminar por nuestras calles, aunque sea para ir a trabajar; aunque sea con amargura o inseguridad; aunque sea con agotamiento y frustración. La cuestión es hablar de quien deshumaniza la tecnología, por paradójico que esto resulte. Porque, seamos sinceros: ¿a quién le interesan las Meninas y hacer recorridos urbanos en menos tiempo? A gente que huye de algo o que quiere acoplarse a un ritmo que es ya, definitivamente no-humano. No posthumanista, como el pensamiento posmoderno; sino no-humano; agotador para los nervios… En el que los sujetos e incluso los empleados son contingentes: estático, pero a toda velocidad a los sitios, viendo solamente obras “artísticas” saturadas de colores y populares; que estén en las calles y que pueda compartir. ¿Acaso no es un gran problema no poder hacer fotos en los museos? ¿Cómo se enterarán mis seguidores de que he ido? Mientras todo parece ir más rápido, nosotros estamos inmóviles encima de un patinete, o inmóviles delante del móvil (ojo con la connotación, pues el móvil se mueve por nosotros, cuando escoge los lugares que visitamos y se mueve con nosotros, porque nos sigue) con el que fotografiamos la menina; con la mente también en blanco. La menina entonces finge que todavía nos detenemos ante algo para mirarlo, el patinete finge que aún tenemos cosas que hacer que nos importan y nos permite reducir el tiempo que utilizamos en ir de un lugar a otro.
Por eso y en respuesta a la decisión de colocar toda esta basura tecnoimpositiva en nuestras calles, tenemos una propuesta constructiva: a partir de ahora, hermano o hermana, cuando te encuentres un patinete aparcado en un lugar que estorba: estámpalo contra un objeto duro del mobiliario urbano. Pero, sobre todo, si puede ser, estréllalo contra una menina; a poder ser contra una como la de Marta Sánchez. Da igual que no pueda rodar, levántalo como el hueso de “2001: Una Odisea en el Espacio” y tíralo contra ella ¿No están acaso estas estatuas para el goce simbólico y estos vehículos para el uso de todos? Demostrémosles entonces a sus impulsores la costumbre que queremos generar en torno a estos símbolos capitalinos y madrileños. Nuestro gesto de homínidos tecno-amistosos es este: Un patinete a toda velocidad seccionando la cabeza de una menina es más hermoso que la Victoria de Samotracia. Pero más bello es unirnos bajo el signo de la destrucción del patrimonio de compañías privadas y disparates de la gestión “pública”. Si los situacionistas tenían ladrillos, nosotros tenemos las guadañas de nuestro tiempo: Los patinetes. Si los situacionistas querían hacer la deriva desinteresada por la ciudad, nosotros queremos caminar a nuestros trabajos y a nuestras citas de Tinder –actividades con propósitos definidos y prácticamente equívocos con los del capital-, pero queremos hacerlo a nuestro ritmo. Hasta que podamos volver a caminar y ser heridos sólo por las masas y sus aglomeraciones, planteemos este pequeño juego: Jugar a que las meninas se desplacen y los patinetes no puedan seguir haciéndolo.
Los Caministas