El pasado fin de semana, tuvo lugar en La Casa Encendida de Madrid, el festival Electrónica en Abril. Una decimoctava edición, tras dos años de ausencia covidiana, que vino comisariada por el colectivo Jokkoo, que está especializado en la difusión e investigación del sonido vanguardista de África. Desde Beatburguer, aprovechamos para acudir el viernes, un día plagado de nombres relevantes y de algunos sobre todo más reconocidos en el viejo continente, como es el caso de Klein y Loraine James. Dio gusto, después de tanto tiempo, volver a ver La Casa Encendida como hace unos años, con los portones del patio entreabiertos, mientras luces estroboscópicas y enormes estruendos se colaban, ya caída la noche, en la calle; a la que los asistentes salían a fumar y desde la que los transeúntes curiosos se asomaban a mirar; desconcertados e intrigados. Esta es y fue siempre una de las grandes bazas de este centro cultural, capaz de traer a artistas plásticos de primer nivel, de montar exposiciones a la orden del día… Siendo, además, una de las únicas instituciones de la capital que es capaz de seguir ofreciendo una visión contemporánea y llena de vida del panorama musical de nuestro tiempo.
Nosotros, como alumnos aplicados y ya en un horario terracero (aunque el día fuese gélido), acudimos primero al show de Klein, mucho más minimalista y sencillo de lo esperado, que tuvo lugar en el auditorio a las siete de la tarde. Con una cantidad de vapor insoportable, la productora británica del sur de Londres, ejecutó un show tal y como un caricaturista lo habría representado. Tres sillones vacíos, un libro colgante en mitad del tablado, un ordenador… Y el único soporte luminoso de su propio teléfono; en el que unas veces parecía teclear en exceso y en otras utilizarlo para deslumbrar a la audiencia. El show, en cualquier caso, pareció desarrollarse lejos de la –falsa o no- organicidad de “Harmattan” (Pentatone, 2021). Una cantidad de distorsión desenfrenada le dio inicio a una actuación en la que Klein fue mezclando samples de su guitarra eléctrica, distorsiones varias, o samples de gente hablando y soltando diatribas. Entre el desconcierto y el drone, apenas pudimos percibir algún momento de remota y nostálgica armonía cuando ejecutó ciertos pasajes reiterativos y alienados de soul extraterreste, como si a Dean Blunt lo hubiésemos reducido todavía más al tuétano. Cero romanticismo y muchísima crueldad, así fue la primera y única fecha de la productora londinense en nuestro país, que terminó marchándose de manera abrupta mientras lanzaba unas risas enlatadas. Auto-ovación o pura ironía, un gesto a la altura del resto del set; estrambótico.
Para la segunda parte de la tarde, en la que aún –y sorprendentemente cuando salimos a reponer gasolina- era de día, tuvimos el concierto de HHY & The Kampala Unit en el patio, a los que siguió NSDOS y la estrella de la noche (por derecho propio) Loraine James. El primero de estos conciertos, que dieron en forma de trío el productor afincado en Portugal Jonathan Saldanha, el percusionista Sekelembe y la trompetista Florence Lugemwa, fue un set de sonido bestial y de raigambre ya claramente “africana”. Cerca del sonido del sello lisboeta Príncipe, pero con una raíz mucho menos controlada, mesurada y mucho más desinhibida e inclasificable, el concierto de HHY & The Kampala Unit fue un estruendo permanente. Repleta de polirritmos, su propuesta tiene ese aire exótico que lo hace a uno sentirse embelesado a la par que sobrecogido, entre el reconocimiento de esa raíz extendida a modo de diáspora y la pura incomprensión irónica de quién está contemplando algo completamente ajeno a sí. Pero no fueron ellos sino el parisino NSDOS quién llevó aún más hasta el extremo esa paradójica y compleja relación entre la música, el cuerpo y la relación de sometimiento-reconocimiento y enajenación que establece con las distintas sonoridades que le vienen impuestas. Su propuesta del todo idiosincrásica, en la que patrones numéricos se iban generando en la pantalla a través de sus movimientos (como si la danza o la relación somática con la música fuesen reductibles a cifras) casaba a la perfección con esa noción vanguardista que Electrónica en Abril y sus curadores buscaban este año. El atavismo de los pasos de baile y de un cuerpo entregado de la forma más espontánea posible a la danza contrastaban con gran magnitud con una música industrial, dura y estruendosa; lejos de la tierra y de una concepción naturalista del sonido.
En cualquier caso, fue con la actuación de Loraine James, cuando recuperamos terreno “seguro”, a pesar de su estilo progresivo y actual. Con una mezcla curiosísima de un techno suave y limpio al que se incorporaban breaks y samples de grime, la productora del norte de Londres demostró fácil y sutilmente que tiene una noción de la continuidad, del ritmo y de la pertinencia tremendas. Su set, algo breve y de comienzo más bien poco exuberante, fue sin embargo volviéndose cada vez más sofocante y climático; consciente de que era la encargada de cerrar. No conforme con haber invadido con enorme sutileza el campo del ambient con su próximo álbum (“Whatever the Weather” en Ghostly en 8 de abril), James se dedicó a dar una lección de sonido contemporáneo y muy, muy limpio en La Casa Encendida. Su arrojo estilístico, que contrastaba con la falta de riesgo de su propuesta en comparación con la de sus predecesores en el escenario, demostró lo que este festival parecía querer exponer: que la música del futuro se está haciendo ya y está en conversación permanente con la cultura de baile europea. Que sólo hay que levantar la vista y ver cómo dialogan estos nuevos escenarios.