Que no cunda el pánico. En Blade Runner 2049 la violencia emocional y física duele, el andamiaje visual es elaborado, y se tocan de forma sustancial temas troncales de la ciencia ficción clásica. Ahora bien, también hay subrayados (algo inédito en la carrera del realizador canadiense), y el desarrollo de la historia cumple a rajatabla eso de los tres actos, sin apenas elementos rupturistas. De ahí que sea la película más accesible de Denis Villeneuve: la que arriesga menos y la que juega más sobre seguro. Estamos delante de un blockbuster de autor en el que el director de orquesta no se pone nunca por encima de la sólida mitología previa que lo sustenta (puede que ese sea su talón de Aquiles: aquí hay demasiado respeto por el material original). Y lo que es más importante, no mira al espectador por encima de hombro. Vamos, que al dar el salto a las grandes ligas, Villeneuve mantiene los pies en el suelo y la honestidad, y no se pone megalómano e inflamado a lo Christopher Nolan en Interstellar.
Blade Runner 2049 es una buena película, pero también la más fría y menos inspirada de un cineasta que hasta el momento tenía un coeficiente cercano a la matrícula de honor.
Sueños eléctricos
Donde brilla más este nuevo Blade Runner, es en su descripción de la parte humana de los androides; su anhelo desesperado por tener un alma y el vértigo que sienten al conseguirla. Poco podemos contar de la historia para no desvelar spoilers que la arruinen, pero el guion de Hampton Fancher y Michael Green y la puesta en escena de Villeneuve y el director de fotografía, Roger Deakins, ahondan en esas ideas de forma simple pero satisfactoria. En Blade Runner 2049 aparecen nuevas forma de inteligencia artificial más allá de los replicantes y persiguen lo mismo; sentir algo real.
La otra novedad es ese vértigo del que hablábamos un poco más arriba. A los robots nexus capitaneados por Roy Batty no les asustaba el hecho de pensar por ellos mismos, y su temor consistía en tener fecha de caducidad. Los ciborgs de Villeneuve no se preocupan por su edad, pero sí por la angustia que significa adquirir conciencia de uno mismo y lo que implica: tomar tus propias decisiones. Algo, por otro lado, que los convierte en más humanos que los humanos; si, el slogan que utilizaba Tyrell Corporation para definir a los replicantes originales.
Mujeres al poder y ganas de más Jared Leto
Sería injusto que el duelo interpretativo entre Ryan Gosling y Harrison Ford no dejara ver una nómina de personajes co-protagonistas y secundarios de aúpa. Quien brilla más aquí son las chicas. La autoritaria jefa de policía con la cara de Robin Wright, el encanto y valentía de la entidad virtual con la que Ana de Armas se gradúa en Hollywood, la fragilidad e inteligencia del personaje de Carla Juri, el crush geek de Mackenzie “San Junipero” Davis, o ese Terminator en clave femenina de Sylvia Hoeks, una suerte de Rachel de la primera Blade Runner pero poseída por una furia homicida.
Otros dos roles secundarios pero vitales para la trama que vale la pena destacar son el replicante ermitaño de Dave Batista (el ex luchador de pressing catch sigue dando alegrías en el cine), y el villano de Jared Leto, un trasunto Dr. Eldon Tyrell convertido en un Doctor Frankenstein 2.0 con ganas de dominar todo el universo. El personaje de Leto se dosifica con cuentagotas, y es tan poderoso, que deja con ganas de más.
Un Los Angeles distópico
Una de las cosas más atractivas de esta continuación de Blade Runner –sí, pequeño spoiler, estamos delante de una secuela confesa-, es el diseño de producción y los efectos digitales que dibujan el Los Angeles y los Estados Unidos de 2049. El nuevo vehículo de los caza-replicantes y su unidad aérea de soporte, una especie de drone meets R2-D2; la unidad de realidad virtual Joi; los invernaderos futuristas que rodean las afueras de Los Angeles; el orfanato semi-clandestino que parece salido de una secuela de Mad Max; o ese Las Vegas devastado que nos hace pensar en la grandiosidad del viejo Egipto.
Blade Runner 2049 juega en la liga de la fascinación vía el sentido de la maravilla, apoyando esa concienzuda recreación visual del futuro en una partitura más grande que la vida de Benjamin Wallfisch y Hans Zimmer plagada de guiños a la legendaria banda sonora de Vangelis.