“El Ministerio de la fiesta”, es la primera pieza de Luis Costa que inaugura su sección “Dance Usted”, hoy a próposito del libro de Harry Harrison, “Derecho a la Fiesta. Historia del DiY Sound System”, con traducción de Alejandro Alvarfer y publicado por Colectivo Bruxista.
En un arranque de flagrante enajenación transitoria, Colectivo Bruxista, editorial especializada en fenómenos subculturales y otros márgenes sociales, tuvo la perturbada idea de encargarme el prólogo de su desternillante y adictivo “Derecho a la Fiesta. Historia del DiY Sound System”, de Harry Harrison, publicado el pasado mes de marzo en esta cuidada traducción del original inglés a cargo de Alejandro Alvarfer, uno de los conspiradores bruxistas.
Bendito el momento en el que contaron conmigo para abrir el relato de uno de los sound system más sonados y célebres de la era rave en UK y sus fiestas libres. Tanto el ideario político y vital de este colectivo de inadaptados y chiflados ravers de Nothingham y alrededores como su hedonismo militante (tomando prestado el adjetivo que gusta de manejar Alvarfer cuando se refiere a ellos), me representan. Me veo reflejado en mi veintena, urdiendo planes con mi gente para sembrar el terror en la escena de club barcelonesa, en idéntica (des)organización horizontal. Es decir, sin responsables, ni capos, ni mandos ni mandangas. Todos juntos, todos a la vez. Todo por la fiesta.
La frescura, pasión, humor, caos, ternura y honestidad del relato de Harrison me fascina, excita e inspira a partes iguales. Pero me acaba dejando, también, cierto sabor amargo. Una taciturna sensación de paraíso perdido. Todas esas aventuras iniciáticas, su mirada política, social y festiva, siempre presentes en mi plan de vida, hace años que se perdieron por las alcantarillas del clubbing.
Con lo cual este artefacto editorial, aparte de entretenernos cosa mala y acercarnos a un momento crucial de la historia de la cultura de club, cae con todo su peso y fuerza, la de cientos de megatones, en una previsible y anodina escena global de club, esclava del beneficio económico por encima de cualquier otro, ya sea artístico, cultural o social. Y ya no digamos político. Con honrosas excepciones, por supuesto.
Y es que Derecho a la Fiesta se instala de pleno en ese universo de libertad, anarquía e igualdad que en pocos espacios como el de la pista de baile puede y suele darse. Ese derecho que la autoridad local (el gobierno de Thatcher primero y el de John Major después) impidió en todo momento que la juventud inglesa pudiera disfrutar. El dancefloor, ese espacio de tolerancia, respeto y comunión, donde no importan las diferencias raciales, de género, estrato económico y social. En la pista estamos todos al mismo nivel. Y sino, allá fuera hay todo un mundo.
El caso es que -y aquí está el quid del asunto- todo ese frescor y esa turgencia se ha perdido. Se han marchitado las flores, a las que nadie cambió el agua. Luciendo en todo su esplendor, y en plena combustión, el dancefloor, entendido como un todo global, como un zeitgeist universal, es un bien escaso y fragmentado. Vinculado al underground y aquellos clubs y eventos que entienden todo esto como un bien cultural que debemos nutrir, cuidar y preservar. Hay faena.