Corren buenos tiempos para la música electrónica noventera y Clark lo sabe. Su aparato de IDM clásico y techno remozado se ha dado un baño de sonoridades post-rave (tomo el concepto prestado, le va de perlas) que hacen de este Death Peak el mejor trabajo del inglés desde Body Riddle (Warp, 2006) –el primero como Clark, a secas- y uno de los álbumes de electrónica más interesantes del curso. Y de paso, se consagra entre los tótems de Warp y ensancha la senda más sintética del sello de Sheffield -ahora instalado en Londres-, ciertamente estancada de un tiempo a esta parte.
Cuenta la historia que Warp fichó a Clark después de que este hiciera un live en un sarao privado del sello, dejando pasmados a sus empleados. Contaba 22 añitos cuando salía su primer álbum Clarence Clark, en el año 2001, firmado como Chris Clark. La evolución de este productor, desde sus inicios a principios de los dos miles bajo la alargada sombra del tito Aphex, hasta el presente percal que maneja en 2017, a sus 38 tacos, es muy seria. De la IDM al post-rave, pasando por el electro, el hip hop abstracto o el techno, Clark ha generado un sonido sólido y analógico con un discurso propio y reconocible al alcance de pocos.
Respecto a lo del rave, este su noveno álbum funciona como una suerte de ópera rave bipolar, compuesta en torno a las constantes tensiones entre lo oscuro y lo luminoso. Melodías felices sobre ritmos claustrofóbicos, así es Chris Clark. Uno no puede intuir lo que se le viene encima cuando escucha Spring But Dark, la ensoñadora y dulce apertura del disco, entre las nanas de Broadcast, la BSO de El Exorcista y música concreta para espectáculos infantiles. La apertura de una banda sonora de un film de terror donde una música perversamente naïve precede al previsible pánico que está a punto de desatarse, dando paso a la aparente armonía y equilibrio de Butterfly Prowler y Peak Magnetic. Dos pulcras composiciones techno, la última de estas generosa en patrones noventeros, donde Clark echa mano de ese nuevo registro clubber suyo, más que convincente. Un equilibrio, en todo caso contenido, que se rompe radicalmente cuando la brutal Hoova entra en escena. Su ritmo sin contemplaciones y su sonido industrial, rematadamente raver, es el punto álgido de locura de la rave, el hachazo múltiple y mortal de la trama. Un tema que parece recién salido de una de las fiestas Fantazia o de aquellas mañanas en Spook a principios de los noventa valencianos. Mucha, mucha fiesta.
Tras el pelotazo, el disco se instala en lo oscuro y perverso, en la distopia sonora de Clark, de una historia que va cogiendo tintes apocalípticos. Aún estupefactos por el mamporro asestado en nuestra mollera por Hoova, cae Slap Drones, la visión clarkiana del techno de Detroit que se suma a la fiesta en su momento más hipnótico. Aftermath, con esa melodía de clavicémbalo, bien podría ser un homenaje velado a los Stones de Lady Jane, de su álbum Aftermath. Es el punzante interludio antes de la catarsis final, que arranca con la pausada y aparentemente inofensiva Catastrophe Anthem, con sus inquietantes coros de niños repitiendo el opresivo mantra “we are your ancestors”, prosigue con Living Fantasy –vuelve El Exorcista- y se cierra con Un U.K, desconcertante y épico cierre de nueve minutos que suena a Isao Tomita pasado de ácido. Una composición que viene a resumir todo el álbum y todo Clark.
A este tipo, que anda en un momento inspiradísimo y sembrado, no le vendría nada mal meterse en asuntos del techno chichero, incluso en labores de la zapatilla. Me lo imagino tranquilamente sacando mandanga en Token, Semantica o Northern Electronics, o cascándose una jam con Ø [Phase] o Abdulla Rashim a las seis de la mañana en el Berghain. Al tiempo.