Dioses del techno: hoy, Ricardo Villalobos

De Ricardo Villalobos, ya se sabe, podemos hacer dos tipos de lecturas: la profunda y la superficial. La superficial es facilísima: se trata de caricaturizar al productor berlinés a partir de algunos rasgos físicos o de su indumentaria –a nosotros el que más nos ha gustado siempre es el fular, esa pieza de tela que cuelga de su cuello, sea invierno o verano, dándole un aire entre bohemio y folclórico y que, misteriosamente, acaba combinando muy bien con la camiseta verde de cuello ancho manchada de lamparones–, y es a partir de esa caricatura, sobre todo a finales de la década pasada, por lo que muchos aficionados al techno han terminado por tener a Villalobos como un referente. Y es que además de su barba perfectamente recortada para que parezca una alfombrilla capilar que decora su rostro anguloso como un terciopelo versallesco, Villalobos es también lo que, en lenguaje coloquial, llamaríamos “un solete”: aquél que sale y se pone, sale y se pone. Ricardo, ya se sabe, es un adicto a la fiesta: siempre enlaza la noche en el club con el amanecer en el after –lo que muchos llaman ir “al culto”, que es otra forma de misa–, y muchas veces le han pillado en la cabina con la mandíbula sospechosamente desencajada y los ojos en blanco. De ahí que, ya se sabe también, la gente por aquí le llame amistosamente Pillaglobos, porque los globos que pilla son un descontrol. Una de sus fotos más famosas, publicada en su momento por el periodista Philip Sherburne en uno de sus blogs de la época del minimal, retrata a Villalobos tras acabar el festival Unsound de Cracovia metido dentro de una caja de cartón, con sonrisa de niño travieso (que parece haber sido erradicada de internet). Todavía coleccionamos esas instantáneas como si fueran estampitas de la Virgen. Nos recuerdan lo mucho que amamos a Villalobos.

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Pero decíamos que había una lectura más profunda de Villalobos, y es la que tiene que ver con su manera vital de entender el techno (y el house, por si alguien se pone quisquilloso con las etiquetas), y su forma no menos especial de concebir el sonido, la forma de producirlo y el medio de difundirlo. Si Villalobos fuera un un productor mediocre y un DJ de medio pelo, está claro que el saboteador que todos llevamos dentro la habría tomado con él hace ya muchos años, y posiblemente le hubiéramos arruinado la vida, como turba vil que somos, sacando a relucir sus excesos, su tendencia al cuelgue y sus extravagancias. Si se ha hecho con David Bisbal en Twitter, por qué no con él. Pero resulta que Villalobos, a pesar de todo eso, sobresale como un titán que emergiera de entre las aguas para recordarnos, prácticamente cada vez que publica nuevo material, o que se pone a pinchar delante del público, que él vive siempre varios años por delante del resto, que es un visionario, un artista que abre caminos, y precisamente por eso puede permitirse el lujo de ponerse como las Grecas cuando le salga de la entrepierna y vivir su vida como le dé la gana, porque ya ha conseguido algo a lo que sólo una minoría aspira (lo de aspirar no va con segundas, que conste), que es conquistar la inmortalidad.

Partamos de esta idea: a diferencia de otras leyendas de la música de club, Villalobos, en el año 2017, vive exactamente en el momento que dice el calendario. No se ha apolillado como el traje del abuelo. Hay otros dioses del techno, o diosecillos de la cosa, que se quedaron en 2003, o en 2010, o en 1998, cuando vivieron sus mejores días, y no han sabido, o no han querido, moverse de esa zona de seguridad, ya sea por no poner en riesgo su estatus, su cuenta corriente, el plan anual de coitos en suites de hotel o su confianza en sus propias posibilidades creativas, que aunque aparezca lo último también es importante. El DJ que tiene miedo al cambio, o que no quiere arriesgar más de la cuenta, siempre acaba pagando un precio, que es el de quedarse atrás, como el Valencia C.F. Sólo los genios, o los espíritus libres, o quienes tienen la vida resuelta y además necesitan satisfacer su vanidad, son los que están capacitados para vivir por delante de su tiempo. El primer álbum de Ricardo Villalobos se publicó en 1995, cuando él tenía 25 años, pero con él sucede que cuanto más antigua es su obra menos interesante nos parece. De hecho, lo primero de todo (el álbum The Contempt) estaríamos dispuestos a regalarlo en la próxima mudanza. Por supuesto, tiene algunos clásicos, pero lo importante en el trabajo de Villalobos no es el punto de partida, sino el proceso, y hacia dónde conduce. A día de hoy, no parece que haya alcanzado su destino, él sigue en su búsqueda, como el perro que huele el rastro de la comida, y es precisamente no estándose quieto cuando con más ímpetu avanza.

Su nombre permanecerá asociado de por vida al renacimiento de Berlín como capital mundial del techno a mediados de la década de 2000, esa Sodoma de clubes que abren 24 horas, en la que los porteros son unos bordes hijos de puta y corre el speed como si fuera agua; un momento crucial en el relato histórico, de hecho, porque coincide con la madurez de un sonido diferente al que había consolidado la influencia de Detroit –el de los bajos evaporados, el entrechocar de bombos con un ligero desfase, el de las piezas largas, disonantes y con fuerte textura digital– y, como consecuencia, un desplazamiento del eje geográfico dominante y la toma del poder de una segunda generación con ganas de crear sus propias reglas. En sus primeros años, Ricardo Villalobos –alemán de adopción desde los tres años, edad con la que huyó de Chile con su familia tras el golpe de estado de Pinochet– era, como tantos otros productores de finales de los 90, un seguidor de la tradición americana: un virtuoso de las cajas de ritmos, un enamorado del electro, un raver con mucho mundo por descubrir –ese Villalobos virginal es el que suena en su primer gran corte de juventud, 808 the Bassqueen (Lo-Fi Stereo, 1999), que en Discogs se cotiza ahora mismo por no menos de 75 euros la rodaja–, pero que rápidamente se abre a los nuevos sonidos que, desde la vanguardia digital, estaban facturándose en nuevos sellos alemanes como Playhouse, Frisbee Tracks o Perlon. Es techno de crujidos y pedorretas, pero las suyas huelen a rosas.

El llamado ‘microhouse’ –básicamente, el añadido de técnicas de producción digital y recursos estéticos como el click en cortes claramente enfocados a la pista de baile– tuvo en Villalobos a uno de sus principales desarrolladores. No fue el primero en alcanzar notoriedad en el mundillo, ya que ese honor le corresponde a figuras como Markus Nikolai, Luomo, Isolée o Losoul, pero sí el que logró redondear todos los hallazgos parciales de la escena en una obra de magnitud asombrosa e influencia duradera, como fue su álbum de 2003, el célebre Alcachofa. El enorme logro de Villalobos fue el de conseguir extraerle alma, corazón y tripas al interior de la máquina: el sonido que se perfilaba como el futuro inmediato del techno no era únicamente una pátina deslumbrante de trucos digitales y crujidos cosméticos, sino un cuerpo sólido y en movimiento, capaz de hacer bailar y de provocar emociones, ya fuera gracias al murmullo robótico que abre Easy Lee o a la conclusión de house euforizante de Dexter. Por aquel entonces, poca gente conocía de verdad a Villalobos: se sabía que tenía orígenes chilenos, que hacía buenas migas con otros expatriados como Luciano o Dandy Jack –con quien formó el efímero grupo Ric y Martin, un alias bromista con un giro gay que se adelantó en varios años a la salida del armario del ídolo latino–, que estaba en algunos de los sellos más interesantes del house líquido alemán y que parecía haber dado con la tecla emocional del microhouse con Alcachofa. Nadie esperaba, en realidad, lo que estaba por venir.

Lo que estaba por venir era una ristra de lanzamientos a cada cual más ambicioso –empezando por el triple LP Thé Au Harem d’Archimede en Perlon (2004), el primero de tres álbumes en el sello de Frankfurt, a los que seguirían Vasco (2008) y Dependent and Happy (2012)– en los que Villalobos se planteaba sacudir todas las convenciones sobre la arquitectura del techno y el efecto que tenía su escucha en la percepción del tiempo y el espacio. A partir de Alcachofa, las producciones de Villalobos empezaron a hacerse cada vez más y más largas: uno de los remixes que hizo para el clásico de The KLF, What time is Love? (2005), se iba más allá de los once minutos, mientras que Ichso, el último de los cuatro cortes de su Achso EP (Cadenza, 2005), casi rozaba los catorce. A diferencia del techno tradicional, que partía de dos planteamientos simples –un ritmo constante y rugoso, y una duración corta para facilitar transiciones rápidas entre temas equivalentes, más o menos lo que hacían DJs duros como Ben Sims o Jeff Mills, o una estructura narrativa con una introducción, un cuerpo central exuberante y una salida seca, en la línea de Carl Craig–, el de Villalobos parecía aspirar a la existencia permanente: el track de baile tendía a la longitud máxima posible porque no sólo era una herramienta para el mix, sino la propia esencia del mix. En una sesión de Villalobos, lo habitual es perderse en un sonido que se vuelve mercurial, casi líquido, y en el que las variaciones se producen constantemente pero sin que se noten. Con temas de más de diez minutos, las mezclas pueden ser más largas e imbricadas, y sobre un manto simple de ritmos crujientes y bajos secos, la verdadera acción se produce cuando se va haciendo más compleja la decoración de melodías evanescentes, samples efímeros o juegos armónicos recurrentes, algo así como leitmotivs wagnerianos adaptados a las necesidades de una sesión de club after-hours. Villalobos podía permitirse articular sus sesiones prácticamente con material propio –es lo que hizo cuando recibió el encargo de Fabric para mezclar el volumen 36 de la serie del club inglés (2007) –, y además disponer el material para que, en el proceso de producción, pudieran aparecer texturas poco habituales en el techno.

Cuando lanzó sus EPs más ambiciosos, como Enfants (publicado en Sei Es Drum, su propio sello, en 2008), la serie Vasco en Perlon o el monumental Fizheuer Zieheuer (Playhouse, 2006), Villalobos parecía haberle dado la vuelta a la teoría de la relatividad general de Einstein. Nos explicamos: este último, un track de casi 40 minutos dividido en dos partes con motivos melódicos zíngaros que recordaba a la música del gitano de la cabra, y que en el formato CD se prolongaba hasta casi los 80, una matraca repetitiva y obsesiva que, en manos de otro se había convertido en una tortura digna de un guionista de Saw. Pero en sus manos, creaba una extraña sensación del paso del tiempo. A diferencia de lo que demostró Einstein, las piezas interminables de Villalobos nos confirmaban que es cuanto más lento se mueve un objeto –en este caso, su track de turno– cuanto menos masa parece acumular, ya que su música se volvía casi ingrávida, y al contrario de lo que sucede cuando nos aproximamos a la velocidad de la luz, en vez de dilatarse el tiempo parece como si toda la inmensidad del infinito se concentrara en un momento breve, maximizado por el estado de trance. La música de Villalobos, todavía hoy –y a sus últimos maxis nos podemos remitir: Melo de Melo (Drumma, 2016), Detroit Heroes EP (Raum…musik, 2016), Toz EP (Nervmusic, 2014)–, existe fundamentalmente como herramienta de club: escucharla de manera individual y en casa puede llevar a frustraciones, porque no siempre se percibe el movimiento o el cambio, algo que en directo es constante y envolvente, ideal para el movimiento cuando ya no hay fuerzas, o para acompañar estados alterados de conciencia. Si su música es fundamentalmente hipnótica y narcótica –en los 2000 se vinculaba al boom de la ketamina y en la década en curso a la popularidad del MDMA en polvo, el de la bolsita para mojar el dedo–, se entiende también por qué Villalobos es un DJ fiestero: para producir el efecto de disolución del tiempo y el espacio, él debe desaparecer por la vía química en el interior de su obra. Rollo Cristo, pero con visitas continuadas al cuarto de baño.

Toda esta explicación, lógicamente, a Villalobos le sonará a palabrería. Cuando se hacía referencia a los puntos de contacto que mantenía su idea del techno con la atonalidad de la música clásica del siglo XX, o con movimientos de vanguardia como el minimalismo de los años 70 o las composiciones casi etéreas de Morton Feldman, él siempre decía que no era para tanto. Siempre le ha interesado más la resaca que el dodecafonismo. Quizá sea cierto, y que en su manera de hacer techno no ha habido nunca una ambición por alcanzar el estatus de música “seria”, pero siempre ha utilizado la columna vertebral de sus tracks –larga como la de una ballena, y tan flexible como una anguila– para experimentar con texturas, crujidos, efectos aurales, disonancias o efectos de phasing, sobre todo en los minutos iniciales de las intros y las conclusiones, perfectamente diseñados para facilitar un mixing prolongado, paciente e hipnótico.

Si a esto se le añade su facilidad para introducir sonidos poco habituales en el mantra bailable, como melodías sudamericanas, ritmos de cumbia o dubstep, discursos y piezas de jazz, nos encontramos con un creador impredecible, con una visión amplia y panorámica, que ha entendido el techno de una manera tan personal y singular –y a la vez todavía tan válida– que, mientras los demás vivimos el presente, él parece estar todavía dos pasos más adelante, esperándonos en el futuro. Y allí, a lo lejos, lo que vemos son dos cosas: el perfil de un creador original, que ha conseguido sobrevivir a su propia imagen de tipo fiestero y excesivo, y la forma airosa, ondeante y tejida en seda de su fular berlinés. Porque el Berlín que todavía hoy identificamos con el techno –el de clubes legendarios como Watergate, Berghain o Maria– es el techno de Villalobos: el techno que se disuelve como una aspirina en agua y que se extiende por el tiempo y el espacio como ondas de rayos gamma.

Ricardo Villalobos actúa el próximo 19 de enero en Mondo Disko. Puedes hacerte con tu entrada siguiendo este enlace.