Lo reconozco: soy uno de esos que lo flipaba cosa fina con Christopher Nolan. Pero llegó El caballero oscuro y su yo megalómano y el idilio acabó. No estuve solo. Un montón de fans nos bajamos del carro ante la gravedad, ínfulas, y esas ganas de demostrar en cada plano que era el mejor, del nuevo Nolan; el que decía hola a la segunda década del siglo XXI. Hasta ese momento sus películas habían sido ambiciosas en el buen sentido y estaban llenas de ideas interesantes a la hora de dar nuevos aires a géneros trillados: el thriller con las estupendas Memento e Insomnio, o el fantastique con apuntes sci-fi y magos de El truco final (El prestigio). En esa época el cineasta británico ya se gustaba, eso está claro, pero de una forma soportable para él y para nosotros.
Luego vinieron la plomiza El caballero oscuro: La leyenda renace, Inception, e Interstellar, filmes para nada desdeñables, faltaría más –hay que ser imbécil para no reconocer sus méritos. Por ejemplo, el de elevar el concepto del blockbuster– pero tampoco esas maravillas perfectas o rompedoras –el tiempo dictará sentencia sobre eso- que predicaba buena parte de la crítica y de sus fans más integristas. Los antiguos creyentes en la religión molona de Nolan nos desilusionamos. No entendimos su grandilocuencia y esa vena emotiva-trágica mal dibujada, esa necesidad de querer explicar el sentido de la vida en sus planos prescindiendo casi siempre del humor –un director que no incluye comicidad en sus cintas es un director cojo, tuerto-, o simplemente porque no conectamos con sus nuevas historias y personajes. Todo eso y declaraciones tipo ‘Netflix es una moda que no va a durar’ nos hizo creer que el tío nos hablaba desde una atalaya haciéndose un Bela Lugosi y diciendo aquello de: ‘¡yo muevo los hilos!’.
Ante ese panorama nuestro lobby –vaya, el mío- no se las prometía muy felices con Dunkerque. Pero ojo, un primer dato abría un horizonte de esperanza: tras bordear las tres horas en sus últimas obras –en la línea de su era más grande que la vida-, su último juguete cinematográfico se iba a quedar en 106 minutos. Un buen augurio que apuntaba al Nolan de la primera época; el de un sentir más terrenal. Y esos buenos augurios se han cumplido. Con Dunkerque los que perdimos la fe en su cine la recuperamos de nuevo. Y eso no es moco de pavo. Lo podemos decir ya: el director de Batman Begins vuelve a molar.
Basada en la famosa hazaña bélica, aunque fuera una derrota y retirada, conocida como la Operación Dinamo (el ejército británico, ayudado por civiles, consiguió evacuar y salvar de una muerte segura a más de 300.000 soldados de las playas de Dunkerque en 1940), hecho histórico que Nolan adapta con el rigor justo y tomándose algunas licencias poéticas –la película no pretende ser un retrato realista de lo que pasó, sino más bien un gran fresco emocional y el reflejo de un sentir colectivo-, el nuevo filme del director de Following triunfa al buscar la narrativa visual más pura. Es más, si prescindiera de los diálogos y solo dejara la excelente banda sonora de Hans Zimmer –su sincronización con las imágenes es alucinante y su uso nunca es excesivo- y el sonido ambiente, el tuétano del relato se entendería. En esencia, Dunkerque es una historia de supervivencia, la de los soldados y oficiales que estaban en esas playas y sus intentos por abandonarlas. A veces de forma noble, otras no tanto.
‘La supervivencia no es justa. Con ella aflora la avaricia y el miedo’, afirma uno de los personajes en uno de los clímax de la película. Digo uno porque Dunkerque ofrece un encadenado de clímax que hubieran hecho las delicias del Alfred Hitchcock de Cortina Rasgada. O de películas modernas deudoras del maestro de suspense que Nolan ha citado como influencia directa: Speed y Imparable. Esas continuas situaciones límite están presentadas en una martingala espacio temporal (se mezclan tres tiempos y tres localizaciones: tierra, mar y aire) tan bien urdida y orgánica –se apuesta por las técnicas tradicionales y no se abusa de lo digital-, que como espectadores solo tenemos que dejarnos llevar para poder disfrutar de la función. Eso marco espacio-temporal se construye gracias a un montaje paralelo y con múltiples puntos de vista que el realizador londinense pareció agotar, por abuso, en los dos últimos Batman e Inception, pero que aquí renace a lo grande al estar al servicio de una historia que pide a gritos esa estructura para captar el minuto a minuto emocional y físico que se vivió en el puerto de Dunkerque.
Se le echa en cara a Dunkerque el hecho de no tener personajes con enjundia, pero eso –que no es del todo cierto. Mucho ojo con los roles de Tom Hardy, Cillian Murphy, Mark Rylance, y Kenneth Branagh– no importa; lo que muestra, como decíamos antes, es el espíritu colectivo –esas celebraciones espontáneas de los soldados al derribar un caza enemigo-, el instinto de supervivencia, y la determinación de volver al Reino Unido con vida de los hombres y mujeres que tomaron parte en la evacuación. Todos los soldados, civiles y oficiales que aparecen, son, en realidad, solo uno. Y ahí Nolan se sale con la suya en la que, sin duda, es la obra más esperanzadora y luminosa -y menos dispersa- de su carrera. Y es que, si bien aparecen muchos cadáveres, aquí casi no se ve sangre o miembros amputados, y sí hay lugar para rescates marítimos de un heroísmo contenido, aviadores que logran amerizar en el mar o abrir el tren de aterrizaje en último momento para salvar el pellejo, y compuertas de barcos hundiéndose que se abren mostrando una luz salvadora. Parafraseando a The Smiths, en Dunkerque Nolan parece decirnos lo siguiente: hay una luz –la de la vida- que nunca se va, y que, al final, siempre se abre paso. Ojalá esa luz continúe presente en la obra del británico en el futuro. Le sienta muy bien.