Editorial: A propósito de Eurovisión

Chanel

Rosa López, Conchita Wurst, Loreen, Amaia, Alfred, Maneskin, Salvador Sobral, Eleni Foureira e, incluso (y aunque les pese a la mayoría de eurofans), Chikilicuatre, son nombres que ya forman parte del imaginario popular contemporáneo por obra y gracia del concurso musical más importante del mundo. Sí, estamos hablando del Festival de Eurovisión, un evento cargado de prejuicios que ya nada tiene que ver con el ye yé de Massiel, el recital de Mocedades o aquellos teatros con orquesta y olor a naftalina que traspasaba todas las pantallas de televisión de Europa.

Hoy en día, este certamen es de uno de los espectáculos más seguidos del planeta. La edición del año pasado congregó un total de 183 millones de espectadores. Una cifra astronómica, sobretodo si la comparamos con los 96,4 millones que vieron la Super Bowl o los 10,4 millones de personas que siguieron los Oscar en los Estados Unidos el mismo año. Pero en el siglo XXI no podemos mirar solo la audiencia lineal: según datos de la Unión Europea de Radiodifusión, durante la semana eurovisiva, el canal oficial de YouTube acumuló 50,6 millones de usuarios únicos, la noche de la final se publicaron casi 5 millones de tweets sobre el festival y, lo que es más destacable, el público joven de entre 15 y 34 años supuso, aproximadamente, entre un 50% y un 70% de la audiencia total. Más de la mitad. Cualquier persona con un mínimo de cultura televisiva sabe que estos datos no son solo un gran éxito, sino también una prueba fehaciente de que el formato para nada es rancio, cutre, freaky, hortera, antiguo u obsoleto. Pero ¿dónde radica el secreto de este triunfo? ¿Qué tiene Eurovisión para crecer y entusiasmar cada vez más, a su público?

Ante todo, Eurovisión es una competición. Igual que en el fútbol, hablamos de pasión, de sentimiento. De algo que te haces tuyo porque formas parte de un equipo. Algo que se cuece a lo largo de los meses, que se prepara, que se mejora, y que se lanza al ruedo internacional para luchar contra sus contrincantes: equipos con seguidores como tu, movidos por un sentimiento, una pasión y algo que aun apela más a lo más intimo: el patriotismo.

A pesar de que el festival es en realidad un concurso de televisiones públicas y no de estados, sí que es verdad que todos juegan con este paralelismo. Saben que mueve y que funciona. Que llega el día y la gente siente sus colores, aunque muchas veces no le acabe de convencer la canción que les representa.

Pero es que además la vida de estos países no se detiene. El concurso es anual y también testigo y muestra de la evolución de sus naciones y sus circunstancias. Es lo que tan bien controlaba Jose Luis Uribarri cuando sabía siempre quién iba a votar a quien. La geopolítica influye en este festival, pero en su aspecto más primario: vecinos que se conocen, culturas que se parecen o migraciones que separan hermanos unen los habitantes de 40 países una semana en concreto del año. A veces son cosas mucho más anecdóticas: Grecia premió España durante años mientras reinaba doña Sofía, por ejemplo.

Igualmente, la deriva de las naciones también separa. Nos mueven las guerras, decisiones que no compartimos, movimientos que no respaldamos. El rechazo también es sentimiento, también ha generado intentos de boicot, expulsiones y abucheos. Israel lo sabe de sobras, y Rusia, otro tanto más. Para muestra, las apuestas de este año, que sitúan a Ucrania, tras el estallido de la guerra, con un 49% de posibilidades de llevarse la victoria.

Los eurofans (y también seguidores puntuales, faltaría más) se sienten parte, entonces, de un colectivo, y eso los valida como personas. Este sentirse parte de algo, según los expertos en psicología, es uno de los principales objetivos que buscamos en la vida, y el festival de Eurovisión lo ofrece sin reparos. Quizás por eso ha conectado tanto también con el colectivo LGTBI, una comunidad que lleva tanto tiempo buscando aceptación, y que en este caso se puede encontrar acompañada de un grupo de iguales con los que no solo comparte intereses, sino con los que también participa de un evento que clama diversidad, amor, tolerancia y fiesta.

Y, es que ¿a quién no le gusta una buena fiesta? Brillos, luces y vestidos vistosos atraen homosexuales, heterosexuales y todo el que se sienta a mirar un montaje así sin complejos. El concepto del espectáculo que tiene Eurovisión no se puede comparar con el de ninguno de los shows que solemos ver. Hablamos de escenarios inmensos (este año, en Turín, de 180 x 60 metros), con iluminaciones colosales, agua, fuego, pantallas, etc. que acompañan las actuaciones de las galas, y sobretodo, la realización televisiva de las mismas, con multitud de cámaras robotizadas y planos imposibles. No olvidemos que, como decíamos, se trata de un concurso de cadenas públicas. Así que, ante todo, hablamos de un programa de televisión. El más grande de todos los que organiza la UER y el más celebrado por cuanto profesional se manifiesta.

El festival de Eurovisión es, por tanto, la combinación perfecta. Un espectáculo, un concurso, una comunidad, una fiesta y un formato vivo que cada vez crece con más fuerza y que no deja de conectar con las nuevas generaciones, musical y competitivamente, por televisión y por las redes; con potencial y habilidad, también, para que esta tendencia no cese y seamos cada vez más los que nos juntemos a ver quién se lleva el preciado trofeo: el micrófono de cristal.  Ahora solo falta ver si se cumplen las previsiones o si se irá con alguno de los otros favoritos del año como Italia, Suecia, o ¿quién sabe? de la mano de nuestra Chanel.