Hace una semana, estuvimos escuchando, y ya es costumbre, la emisión del directo Dystopian que hace nuestra amiga y compañera Cora Novoa en Twich. Como viene siendo habitual, se habló de un amplio rango de temas, partiendo de la vida cotidiana, la peluquería, las cosas del día a día… Y se terminó desembocando en algo apremiantemente relevante para nosotros como es la tecnología. Pero en un momento intermedio, Cora estableció una distinción que nos resultó harto interesante. Se refirió a una diferencia de trato que se da en nuestro país con respecto a aquello que acontece en la noche, comparándolo con cómo se concibe eso mismo cuando sucede en otros países. Este contraste aparentemente accesorio, nos despertó sin embargo una reflexión importante, que es la que lanzó la inspiración para redactar las líneas de este editorial.
Mientras en la bienamada Alemania, por poner un ejemplo paradigmático, se denomina a lo que acontece en la noche Cultura de Club y se trata como una cultura con un estatus real, en nuestro país la denominación más generalista para esto mismo suele ser la de Ocio Nocturno. Esta suerte de distinción, que en principio parece contingente, arbitraria, circunstancial, señala algo básico de España: aquí siempre hemos ido a remolque, a rebufo de las propuestas del resto continente… Y generándonos una demora con respecto a fenómenos que podríamos haber abrazado con prontitud y convicción (esto es un hecho constatado desde el delay con el que el ultraísmo imitó al futurismo, es decir; desde el mismo origen de la cultura de vanguardia). Hay en esta actitud un poso de aquella pedagogía vieja, casposa, sesentera, religioso-familiar; aquel oscurantismo que nos decía y nos enraizaba en lo más profundo la mala-conciencia de que la desinhibición, la liberación y el placer eran inherentemente nocivas; cosas que había que manifestar de manera privada y con mala conciencia. Era la idea misma de que no se puede ser serio, riguroso y exigente con el disfrute. Día=Seriedad vs Noche=choteo.
Según la corriente popular en nuestro país, ampliamente beneficiada por ser La Terraza de Europa -sangría y cañita, paella y tapas, la noche es ocio, diversión, despiporre… Una vía de escape a presión de lo que es políticamente correcto y está socialmente bien considerado. Ese espacio correcto, serio, ordenado y productivo es el diurno: trabajar en un espacio determinado ocho horas, sentadete, llevar una buena corbata, ir impecable y utilizar el coche uber-precario de empresa. Bajo este paradigma por la noche, en el espacio nocturno, no se trabaja, no producimos. Los que están ahí poniendo la música, están al servicio de nosotros, los energúmenos ociosos para que les pidamos que nos pongan lo que nos viene en gana. Los camareros y camareras, de forma grata y complaciente, se plantan detrás de la barra para que tratemos de babearles, ligar con ellos y les demos la turra implorando que nos inviten a un chupito; los porteros anhelan que los sofoquemos con nuestros alientos alcoholizados y hediondos, ignorando cualquier código de conducta o vestimenta para permitirnos acceder a los locales por nuestra posición en la escala evolutiva… No hay ahí ni un atisbo de aquella noción europea (por terrible que esto pueda llegar a resultar) de Cultura. No hay cultura ni ninguna suerte de proyección ceremonial detrás del DJ, de el programador de la sala, de las personas que ambientan las sesiones con iluminación y recursos audiovisuales… De hecho, ¿para qué cuidarlo? Frecuentemente se fuerza -por indolencia, abaratar costes y esa misma falta de seriedad-, a una de estas personas a ser la encargada de gestionar y organizar casi todos estos temas.
De hecho, al no tener todo este complejo organizativo ningún estatus cultural, tampoco se considera necesario. Se puede vivir perfectamente sin ello. Se descansa mejor en los barrios. Hay menos problemas derivados del intercambio y consumo de drogas. Hay menos accidentes de tráfico, menos infidelidades, menos rencillas personales y afectivas; menos peleas… Y sentimos traer la cuestión monomaníaca; pero hay menos COVID-19 (¿Cómo iba a ser de otro modo?). Parece que evitar el Ocio Nocturno o cerrarlo es, literalmente, quitarnos un problema de encima. Tachar y suprimir algo inconveniente.
Cuando estos espacios de poca monta tienen que cerrar (entiéndase la ironía no gubernamental), no son el foco de ayudas principales, ni de preocupación general. No tiene ninguna importancia si alguien asalariado y sus familias viven y subsisten de este medio de producción. Porque no sabemos si hace falta aclararlo, pero la Cultura de Baile y la Noche son un foco de producción: económica, social y simbólica. Para el statu-quo no resulta relevante lo que ocurre en la parte de atrás, en las cocinas de la noche. Ese espacio oscuro y ocultado, fugitivo porque se niega a ser categorizado, es sin embargo el espacio de una voluntad cultural, de una pretensión estética. Germina aquí la labor y la dedicación de aquellos que idean y crean la música, para su gente o para que otros la seleccionen con el mimo y el rigor que requiere exponerlas a un público, haciendo lo mejor de ello para quienes lo aprecian y no buscan lo ostentoso y lo obvio. Porque esto también es importante, tener unos clientes, que no sean exclusivamente esa serie de consumidores pasivos que reclamen atención a su capricho por parte de los trabajadores. Las escenas necesitan un público, un público que trabaja y produce dentro de esos espacios; que exige y ofrece compromiso.
Es importante aquí recuperar un neoanglicismo central de nuestro tiempo: prosumer. Este término tan pestilente, que combina la idea de productor y la de consumidor, se refiere a un fenómeno contemporáneo que pocas veces quiere visibilizarse. Cuando utilizamos las redes sociales, subimos contenido, vemos vídeos o reaccionamos divulgaciones de otros, no sólo estamos consumiendo, sino que estamos generando, contenido y alimentando a la máquina, lo que se llamaría una corriente de feedback. Del mismo modo, en la Cultura de Club, hay formas de consumir y de implicarse con ciertos proyectos que generan un círculo virtuoso de actividad, en el que una serie de asistentes acreditan la reputación de un club, ese club se puede permitir programar a ciertos artistas, que acuden a ciertos espacios para disfrutar de ambientes y generar sinergias con determinado público. Esa especie de ideal de la pista de baile, que a priori resulta una utopía barata y desgastada, es de hecho, la plataforma desde la que se genera la cultura de la que intentamos hablar. Una experiencia de calidad, un trato humano, un servicio profesional… Encuentran su realización en el proyecto manifiesto de la Cultura de Baile: un espacio libre de agresiones, de trato entre iguales y con un compromiso con un ideal comunitario; que se termina en el espacio absolutamente propio, emancipado, gozoso y liberado de la pista.
¿Tiene esto alguna relación con el Ocio Nocturno como gusta de llamarlo nuestro Estado? Realmente sólo una coincidencia circunstancial: que acontece en la noche. Sucede que en ciertos lugares o sitios mantienen a unos programadores que trabajan sin tregua tratando de generar propuestas sugerentes y artísticamente relevantes para alimentar la implicación y la retroalimentación de su público. Sin una orientación exclusivamente retributiva e incluso en ocasiones perdiendo dinero, pero con la ilusión y el estímulo fundamental de ofrecer aquello que genera esos espacios significativos y relevantes en el resto del mundo; de ofrecer ese goce y ese espacio devocional de retribución durante unas horas. Así es como se origina aquello a lo que hemos venido llamando Cultura. La Cultura es un espacio deseable, de encuentro y terapéutico en el que las ideas y los contextos pueden ser provisionalmente compartidos, mutuos, creativos y alegres. Es este el modo en el que se generan a su vez las escenas: a partir de una contracultura que, como terapia de choque necesaria ante la configuración social, origina nuevos espacios de confluencia y aproximación personal. Esta especie de pata supletoria del sistema, que en cierta medida lo sostiene, es por eso mismo el sustento de una cantidad notable de personas, que producen y materializan formas de satisfacción dentro de nuestros ambientes. Aquellos empleos que han quedado romantizados, o en oposición, deleznados dentro de la vida nocturna, no es que tengan o dejen de tener dignidad, que sean o no relevantes legislativamente; es que son el sustento y la fuente de formas de liberación, procesamiento y configuración de nuestro deseo. Fuente necesaria de una dialéctica que no puede, por mucho que ciertos ámbitos de la sociedad quieran, ser obliterada de lo social.
En estos tiempos visceralmente presentes (febrero de 2022), la Cultura de Baile es relegada a un papel bufonesco, circunstancial y despectivo a través del término de Ocio Nocturno. Sin embargo, al igual que en la configuración del carnaval como contrapartida del calendario cristiano, hay en las escenas de baile y en los vínculos que estas generan y extienden un factor esencial de contrapartida al estereotipo de lo diurno. No como ebriedad perversa y egoísta consumada, no como puro dionisismo vacío y hedonista equivalente a la exigencia neoliberal: sino como fuente de alimentación de una cultura y unos entornos que generan la posibilidad de seguir existiendo y practicando un estilo de vida alternativo, satisfactorio. Un estilo de vida no necesariamente disidente, pero que reúne a través de la congregación de los cuerpos la contradicción y las paradojas del capital y que, en tal medida, genera formas de respuesta o, sobre todo, de resistencia y autonomía. Es esta última seguramente la razón por la que, ante el mínimo contratiempo, lo primero que se limita sea la Cultura de Baile. Su banalización como Ocio Nocturno moraliza negativamente y sanciona a quién quiere buscar dichos espacios. De hecho, des-esencializa la urgencia de los mismos.
El 11 de febrero, en Catalunya parece ser que vuelve a abrirse la posibilidad de dichas Zonas (tampoco diremos TAZ como el Hackim Bey). En otros lugares y comunidades, a pesar o gracias a las delirantes gestiones autonómicas, no ha terminado de desaparecer esta Cultura; aunque los espacios habilitados hayan tenido un punto surrealista y kafkiano. Con cada nueva reanimación, quienes nos dedicamos a esto, volvemos momentáneamente a la vida; pero en uno de estos regresos, creemos que es importante aclarar y proscribir los estereotipos y prejuicios sobre nuestro modo de hacer nocturno. No sólo es que esta forma de concebir la noche, la música y la cultura nos devuelva a la vida o nos de la vida, es que de facto nos permite vivir y en cierta medida sobrevivir. El neandertalismo de mesacamilla, decisión formal basada en la dicotomía diurna-seria vs nocturna-choteo, debe ser denunciado, criticado y ridiculizado en nuestras reacciones ante la cultura de masas, las redes sociales y demás medios de difusión. Tomemos la iniciativa, a modo de vanguardia (casi siempre tardía aquí) de desechar el espantoso concepto de Ocio Nocturno y hagamos esfuerzos y comprometámonos a revalorizar la noción de Cultura de Club o de Baile. El mensaje es claro, sin demasiados reparos, prácticamente ideológico. El que no quiera apoyarlo que se quede fuera, en el día, en el trabajo, en la taxonomía y la estructura: fingiendo una distinción que persigue nuestra concepción cultural y que ha resultado y resultará –hasta que lo cambiemos- una lacra para una organización rentable y para nuestra satisfacción. Desde Beatburguer lo reclamamos: Cambiemos nuestros antiguos códigos para alterar nuestro presente. Es la única posibilidad de salvar y regenerar nuestro futuro como Cultura. A todos los demás: Por favor, no molestéis: estamos trabajando.