Editorial: Sónar y la cultura en contemporánea en España

Siempre que llega la época estival y con ella la marabunta de gente que toma la península para disfrutar de nuestras playas, Airbnb’s, aceras y sobre todo festivales, nos viene a la cabeza un artículo publicado hace cerca de 200 años por el intenso/romántico escritor Mariano José de Larra. Se trata de “En este país”, un escrito que vio la luz en 1833 en La revista española (ojo) y que habla sobre la gente que utiliza la expresión “En este país…” y las consecuencias que ello suele tener sobre la realidad de la que hablamos. Creo que el artículo de Larra es, cuidado, candentemente actual, porque habla de un fenómeno que hoy en día se da igual que entonces, que es aquello que coloquialmente se ha venido llamando echar balones fuera. O lo que viene a ser lo mismo: quejarse de algo eludiendo la simple posibilidad de asumir cierta responsabilidad en ello y centrándose exclusivamente en un aspecto negativo de ese fenómeno, que nos interesa como para molestarnos; pero en el que tememos implicarnos por si no llevamos la razón.

¿Tiene esto algo que ver con el verano y los festivales? Pues muchísimo, para qué seguir engañándonos. Después de dos años de añorar el turismo dado que es una de las principales fuentes de nuestro PIB, la vuelta este mes de junio de cientos de miles de turistas a nuestras ciudades, propiciada en parte por los festivales masivos, se está haciendo sentir. Hay que ser francos, no sufrimos ninguna turismofobia, pero hay formas y formas de ejercer y promover este tipo de movimientos en función de quién organiza los viajes, los eventos; del cariño y la implicación que se pone en dichas experiencias… Digamos que hay un porcentaje grande del turismo y sobre todo del turismo musical derivado de los festivales que no promete ni promueve una experiencia especialmente rica, profunda o desarrollada. Festivales al aire libre, con condiciones infrahumanas a cuarenta grados, gente haciendo sus necesidades en cualquier lado, comida y bebida a precios prohibitivos y de ínfima calidad… Y la música: de la música ni hablamos. Un equipo potente plantado en cualquier lado sin ningún control sobre los fenómenos atmosféricos, contingencias y condiciones propias del espacio y listo.

Clásica estampa asociada a la calidad de vida

Hablábamos de esto cuando comentamos hace unos meses la suerte que corre la industria en las redes sociales: en muchas ocasiones parece que el centro ya no es la música. De hecho este tipo de festivales masificados permiten unas aglomeraciones prácticamente absurdas que, combinadas con el poco cariño al sonido, impiden de facto ver convenientemente a los artistas a los que supuestamente queríamos escuchar. En medio de este mejunje, cabe pues preguntarse: ¿Por qué se apoyan este tipo de proyectos y de plataformas de difusión? ¿A quién benefician? Desde luego a los habitantes de ciudades como Madrid, pero sobre todo Barcelona, no. A las salas que pierden la oportunidad y los medios para programar en sus espacios a los artistas que traen estos macroeventos, tampoco. A los supuestos amantes de la música, muchísimo menos. Aquí nos surge, como a todo hijo de vecino, esa expresión que tanto critica Larra: “En este país…”. Pero no queremos quedarnos ahí, sino ir más al fondo y por qué no, buscar alguna respuesta menos reduccionista.

Este año se cumplen 28 años de la primera edición de Sónar Barcelona. El festival de música y arte contemporáneo ha sido, desde su comienzo, un referente en España y en Europa. Desde sus orígenes y hasta nuestros días, Sónar ha mantenido un proyecto en el centro de todo su discurso: la apuesta por la música de vanguardia y por formas de creatividad que pongan en duda e intenten llevar más allá de sus límites actuales la noción que tenemos de lo que es estético. Este propósito, le ha valido un reconocimiento internacional sin parangón en nuestras fronteras, uno que lo ha hecho sobrevivir casi tres décadas, -COVID mediante- y todo ello sin generar problemas ni poner en coyunturas absurdas a la ciudad de Barcelona. Ante la grata experiencia que ha resultado siempre este festival, nos preguntamos: ¿Qué busca la gente que se queja de lo que hay en nuestro país si luego se niega a aceptar las propuestas estimulantes que vienen de él? El caso en España es palmario: desde apoyo incondicional y desproporcionado a marcas y oligopolios privados para organizar aquí cualquier cosa, -aunque ahogue a los clubes-, hasta esta especie de pique regional (generalmente mesetario, pero extensible al resto de España) en el que las propuestas de Barcelona son prácticamente auditadas hasta en lo moral, Mientras cientos de miles de personas, españolas, europeas y del resto del mundo migran cada mes de junio a la ciudad condal para darse un baño de cultura. Eso es Sónar: cultura.

Aquí surgen dos estilos de “En este país…”. En primer lugar tenemos al que simplemente está desinformado pero tiene muchas ganas de opinar. Estar desinformado, desgraciadamente, ya no es una excusa. Si algo nos ha demostrado la era de internet es que tener toda la información a mano no nos asegura el conocimiento, pero desde luego no nos justifica para ser desconocedores de lo que pasa ahí fuera. Si no estás informado de lo que es tendencia, de los fenómenos de tu tiempo y de cómo estos evolucionan y se metamorfosean, es porque has decidido no hacerlo. Y esta forma de quejío nacional del desinformado, nos lleva directamente a la otra: el “en este país” nostálgico. De estos hay muchos en los foros y comentarios de nuestras redes: gente que dice que lo de antes molaba (sic) y que ahora, en este lugar de modernos, lo que había de importante se ha perdido. Si no va Richie Hawtin porque no va, si va Richie Hawtin porque ya no toca el minimal de los 2000, si hace una sesión en vinilo (como en Lisboa) porque ya no hace Plastikman. El caso es que siempre hay una razón para añorar y repudiar el presente, para dar la espalda a unos estímulos y unas formas de entender un mundo que cambia y que de hecho, gracias a plataformas como Sónar, puede ser comprendido mejor.

A estas pobres criaturas es fácil responderles: si la música de 2023 tuviese que sonar como la de 1993, entonces nada la diferenciaría de un pantalón vaquero retro o unas bambas. Si nuestro oído ya no soporta las “cosas de ahora”, es posible que nos hayamos hecho mayores, pero eso no necesariamente significa que el mundo se haya vuelto loco. Simplemente el tiempo ha pasado por nosotros (como lo hace por todo el mundo, no nos engañemos) y no hemos sido capaces de adaptarnos a él. La cuestión sobre el cambio acuciante que vivimos, la velocidad y la necesidad del mismo, es un tema que nos dará para otra editorial y que en esta ocasión no desarrollaremos. Pero aquí el tema es que estos cambios siempre se han dado en nuestras sociedades. De hecho, Sónar y otras plataformas similares surgieron como espacios para promover maneras alternativas y transgresoras de entender la música de baile y la cultura de club; lugares de encuentro en los que discutir y reinventar el presente; hacerlo cambiar. Evidentemente -y en algún sentido por fortuna- nuestro presente no se parece al de hace treinta años. Lo sorprendente e interesante de Sónar, sin embargo, ha sido su capacidad para buscar y trabajar en torno a esa noción amplia de un presente que tiene en cuenta el pasado inmediato de la música electrónica y que piensa en el futuro que vendrá. Lo que en filosofía de la mente y en psicología se llama Presente Extendido.

Richie Hawtin

Ese presente extendido es el que como oyente o consumidor normal de música es tan difícil de identificar y estructurar. Es esa la razón por la que sigue siendo necesaria la crítica o los festivales especializados y dedicados con compromiso a dicho registro de nuestro tiempo. Por eso, cuando repetimos incesantemente “en este país”, eludimos la responsabilidad que deberíamos asumir como fuentes de criterio con derecho o permiso para opinar: que una perspectiva fundamentada incluye una noción fuerte de pasado, presente y futuro. Una pequeña ojeada a cómo ha hecho las cosas un festival como Sónar y sobre todo en contraste con otros festivales nacionales, deja muy poco espacio para la polémica. ¿Con qué o quién rivaliza este festival? Con los mejores eventos de música y arte contemporáneo del mundo. ¿Dónde se encuentra? En nuestro país. No se trata ya de que en España las cosas se hagan mal, es que en el resto del mundo también y si algo lo visibiliza especialmente aquí es la cantidad de eventos basura y festivales apocalípticos que somos capaces de somatizar en verano. Por todo ello, recordamos una vez más a nuestros lectores y al público, que son mucho más responsables de lo que creen: apoyemos las estructuras y las plataformas que en lo cultural se contrastan internacionalmente, que apoyan las escenas locales y que permiten un uso saludable y habitable de las ciudades.