Florence + The Machine, claro que una estrella del rock puede ser mujer

Tres años después de su anterior visita a Barcelona, la banda londinense repitió en el Palau Sant Jordi en una noche de pop épico y orquestal lleno de energía femenina.

 

Defiende Florence Welsh, alma de Florence + The Machine, que una estrella de rock también puede ser mujer, que no tiene que ser necesariamente un macho alfa sudoroso como así se ha hecho pensar en los últimos 50 o 60 años. Al final y al cabo, la palabra ‘estrella’ es de género femenino, ¿no? Por algo será porque nadie sería capaz de toser a Beyoncé se sube al escenario, o cuando lo hacen Adele y Rihanna. Con la londinense ocurre igual, y es que ya querrían muchos prohombres del circuito mainstream internacional tener una presencia tan sobrenatural como suya. Su concierto en el Palau Sant Jordi de Barcelona anoche demostró que sí, que claro que puede encabezar Glastonbury o lo que se le eche. Aunque va acompañada de una banda de hasta ocho músicos, para dominar a 10.000 almas a la diva le hace falta poco más que una voz que suena en calidad Dolby Atmos a los cuatro rincones del estadio. Defiende cada canción con tal convicción y entrega que es capaz de paralizar un estadio entero a golpe de melena y expulsando aire de la garganta.

Al Palau Sant Jordi venía a presentar su cuarto álbum, High As Hope, y, como ya ocurrió la anterior vez, hace tres años, apenas llegó a los dos tercios de entrada. No es culpa suya, en cualquier caso, sino más bien de la escasez de recintos en Barcelona que se ajusten a una propuesta como la suya. ¿Dónde quedan ya el Pabellón de la Vall d’Hebrón o el Estadi de Badalona? Esta noche, sin ir más lejos, actúa en el Wizink Center de Madrid con todo el papel vendido desde hace semanas. Ese High As Hope del título casi podría traducirse por ‘colocada de esperanza’. El tumulto emocional que ha vivido en este último lustro le ha visto abandonar un alcoholismo del que parecía que no iba a sobrevivir, hacer examen de conciencia para reparar relaciones familiares agrietadas, exorcizar demonios y expiar pecados. Las canciones hablan de todo: del amor en la era de Tinder al desorden alimentario que casi la destruyó en su infancia, del suicidio de su abuela a esas escapadas nocturnas llenas de esperanza en el Londres de su adolescencia.

Lo que no cambia es una música que se mira en el espejo de los alumnos más aventajados del pop de pulsiones arty. Esto son unas canciones hipermusculadas a base de versos inflamados, orquestación huracanada y coros extáticos. Este nuevo directo, y especialmente la selección del material, que obvia los hits más pop y electrónicos, en favor del material más enérgico y catártico, confirma que Florence va hacia algo más rock y gospel. Una búsqueda de la espiritualidad que, además, entronca con el contraste que ofrecía el escenario: sobrio y elegante, con telas vaporosas colgando del techo y una tarima de aspecto natural simulando una sedimentación en contraposición a la presencia divina de la estrella. Ella, con un aspecto entre vestal, hada y diosa nórdica vestida de Gucci, con silueta espigada y cabellera del color del fuego, tiene un rollo místico y también bastante hippie. Es una frontwoman llena de carisma, rebosante de actitud y con una cercanía que no parece impostada. Esas temáticas de amor y expulsión de demonios internos de su discurso musical también los traslada a sus frecuentes parlamentos al público en los que animó a abrazar a extraños y a expulsar la masculinidad tóxica, mientras elogiaba la “potente energía femenina” que se respiraba y se congratulaba por haber podido haber hecho realidad su eterno sueño de vivir de la música. Y, sí, también hubo algo de autoayuda, para qué negarlo.

Como entidad sobrenatural que es, Florence consiguió muchas cosas en su concierto de casi dos horas. Interrumpió antes del clímax su éxito más rotundo, Dog Days Are Over, y, en lugar de propiciar una revuelta popular, consiguió que todo el mundo se guardase el móvil y la cámara para darlo todo en un crescendo que dejó una imagen de esas para el recuerdo. Como también lo fue cuando minutos después regaló el inevitable momento de bajar a la pista para rodearse entre la audiencia cual Khaleesi sin que la voz se agrietase en ningún momento. Estos ojos nunca habían visto un paseo tan grande entre el público en un concierto de estadio. Son cosas que pasan cuando la comunión entre artista y público es total: Florence se abrió en canal compartiendo su tormento a puerta abierta elevando el concierto a la categoría terapia de grupo masiva. Fue balsámica y reconfortante.