Después de dos biografías publicadas, Moby se empeña de nuevo en volver a contarnos su vida en un documental que bien podría ser una “radiografía de su ombligo”.
Dirigido por Robert Bralver y co-escrito por el propio Moby es un descomunal ejercicio de narcisismo, y es que pocas veces hemos visto en pantalla a una persona dar un discurso y aplaudirse a si misma (literalmente).
El músico y activista por los derechos de los animales norteamericano se retrata de nuevo como si fuera un personaje salido de una novela de Mark Twain para hablar de su atormentada infancia con sonrojantes y pueriles recreaciones con actores, dibujitos y dioramas de fabricación casera que atestiguan las polifacéticas virtudes de este artista cuasi-renacentista.
Todo suena impostado en este magnífico desastre que únicamente gira sobre la exaltación del “Yo”. La película está más cercana a la auto-felación que al retrato fidedigno y sincero de un artista y es que Moby es un personaje que vive felizmente en sus particulares “Mundos de Yupi”.
En este panfleto conmemorativo de su experiencia vital se nos dibuja la una historia de superación de un “iluminado” que mira al horizonte vestido de traje desde la cima de la montaña o baila disfrazado de mariachi con otros flipados en bolas (entre ellos Wayne Coyne de The Flaming Lips) en lo alto de una azotea.
Afortunadamente en esta ocasión no hace alarde de sus conquistas amorosas (la mitad de ellas inventadas) de las que dejó constancia en su anterior biografía ni farda de follador al más puro estilo Sánchez Dragó (el zasca en toda la boca de Natalie Portman por lo menos sirvió de algo) aunque en esta ocasión, escenifica un encuentro con la muerte, osando a plantar cara a la mismísima Parca que le revela los secretos del más allá.
Cómo decía Claude Chabrol: “La tontería es infinitamente más fascinante que la inteligencia, no tiene límites“.
Moby, querido, se te ve el plumero.