Hablar de Jean-Michel Jarre en 2016 podría parecer un anacronismo, como lo habría sido en 2007, cuando publicó el que hasta hace poco era su último álbum de estudio, Téo & Téa. Alrededor de su trabajo y su figura la cuestión no es qué lugar ocupa en la historia de la música electrónica, pues es evidente que ese espacio es central e influyente en muchos aspectos, sino algo mucho más delicado: qué papel juega en el presente. ¿Es relevante Jarre, y en qué medida? ¿Hay algo en él que deba interesarnos en la actualidad? Durante mucho tiempo, habíamos tenido la sensación de que el productor francés, pionero destacado en la introducción de sintetizadores en la música popular, tenía que conformarse con restringir su ámbito de influencia al simple onanismo técnico: ser, en definitiva, un modelo de imitación, o fuente de consejos, para las nuevas generaciones flipadas con los sintes modulares y toda la cacharrería antigua. En 2007, cuando reeditó Oxygène con una remasterización remozada, Jarre dio una serie de conciertos en teatros al frente de una orquesta de sintetizadores –en Barcelona lo hizo en el Liceu, el templo de la ópera– y aquello fue, en gran medida, el acontecimiento geek del año: pocas veces tendremos la oportunidad de ver tantos aparatos preciosos juntos, tocados de oído, programados sobre la marcha, sin la ayuda de una conexión MIDI. Vieja escuela pre-digital con la que se nos caía la baba, pero que pertenecía más a un museo que a la línea natural de progreso de la música electrónica.
Pero este año Jean-Michel Jarre encabeza el cartel de Sónar, y no hay nada de nostalgia en su nueva propuesta. Carga a sus espaldas con más de cuatro décadas de carrera, pero es como si hubiera querido empezar de nuevo y agarrar el presente por las solapas para darle un buen meneo. Aunque su proyecto Electronica nos despierta grandes dudas –a eso iremos en nada–, no se puede negar que es un gran esfuerzo por ponerse al día. Dividido en dos partes –Electronica 1: The Time Machine (2015) se editó a finales del año pasado; Electronica 2: The Heart of Noise (2016) lo hará en los próximos días–, Jarre ha buscado colaborar con más de una veintena de artistas del pasado y del momento para diseñar lo que, en sus propias palabras, es una “audio-película” en la que él hace de director y actor principal, y se rodea de secundarios invitados de todo pelaje, de Jeff Mills a Armin van Buuren, y de Pet Shop Boys a M83, pasando por Vince Clarke, Tangerine Dream, Little Boots, Primal Scream, el espía Edward Snowden, AIR, Lang Lang, Moby y Massive Attack. Y estos no son ni la mitad del elenco completo.
Lazos de familia
“La música electrónica es una gran familia”, explica Jarre. “Es una corriente con muchos géneros, muy próxima en ese sentido al árbol genealógico del rock o al jazz. Por tanto, no trabajamos de manera aislada, es importante compartir el proceso creativo con otros miembros de la familia. Cuando escuché por primera vez a Fuck Buttons [con quienes ha co-escrito el corte titulado Immortals], la primera reacción que tuve fue pensar en que era un tema original de Tangerine Dream. En el disco también colaboró Edgar Froese, de Tangerine Dream, y si escuchas los dos temas, y no sabes quién ha hecho cada cuál, resultaría muy difícil decir quién de esos artistas tiene 20 años y quien tiene 70. Y eso es lo que me lleva a decir que la música electrónica es atemporal”.
Jarre asegura que el proyecto Electronica no partía de ninguna necesidad de entrar en contacto con músicos más jóvenes que él –aunque parezca que tenga 50, con ese pelazo que gasta y su figura rectilínea, Jarre está a punto de cumplir 68 años; técnicamente, tiene la edad de muchos de nuestros padres (o abuelos)–, ni de entablar ningún tipo de diálogo intergeneracional. “La música electrónica dialoga consigo misma”, profundiza. “No viene del pop americano, ni del rock, su cualidad instrumental y sus texturas tienen mucho más que ver con la música clásica. Para mí, esto es lo más importante. Por eso digo que no pertenece a ningún tiempo concreto, sino que es la expresión de una continuidad en el tiempo de algo que ha existido desde casi siempre”. La afirmación de Jarre es casi budista –negar el presente, afirmar la eternidad–, y al menos a él le sirve para reengancharse a la actualidad sin tener la necesidad de justificar ninguna urgencia histórica.
Ahora bien, más allá de las triquiñuelas discursivas, está claro que Jarre ha abandonado en gran medida su lenguaje de toda la vida –algo que, por otra parte, ya le viene bien: desde la cara A de Waiting for Cousteau (1990), un eficiente ejercicio de ambient en la tradición de Brian Eno, no parecía salirle nada auténticamente relevante– y ha puesto de su parte para conectarse de nuevo con un público joven, interesado en la tecnología punta, el clubbing y las últimas manifestaciones populares de la música electrónica, que hace tiempo que dejaron de ser el synth-pop, los correos cósmicos o el techno para dar paso al trance, la EDM y los coletazos impenitentes de lo que hace tres lustros conocimos como electroclash. “El beat es más prominente en muchos temas”, admite Jarre, “pero no creo que pueda decirse que hay temas de baile. No era mi intención”. De hecho, nunca lo ha sido: en los 90, Jarre sintió cierta curiosidad por la cultura rave emergente y salieron a la venta maxis en los que recibía remixes de Laurent Garnier, Slam o Gat Decor, pero para él nunca resultó necesario, ni atractivo, alfombrar su música de bombos. Como mucho, había pulsaciones rítmicas más o menos incisivas –ciertos pasajes de Equinoxe (1978), Chronologie (1993) o Revolutions (1988)–, pero nunca un bombo marcial.
“En los discos, esa opción ha quedado en manos de cada colaborador. Algunas son más atmosféricas, como las de Fuck Buttons, Hans Zimmer, Rone o Lang Lang, y en otras nos hemos ido a explorar el otro lado, mucho más desconocido para mí”. A lo que Jarre no ha querido renunciar, en cualquier caso, es a la preeminencia de la melodía. A lo largo de su carrera, siempre se ha posicionado como un heredero de la tradición clásica francesa, la romántica y la impresionista –que, a diferencia de la gravedad alemana, siempre ha preferido la melodía sensible y la armonía envolvente–, “y aunque hay muchos loops, y plug-ins digitales, y más beats de lo habitual, y un rango dinámico más amplio, la melodía siempre está ahí, como en la pieza que hemos hecho con M83”.
La disparidad de colaboradores, en cualquier caso, implicaba un riesgo importante, y Jarre es consciente de que tener en un mismo trabajo a Jeff Mills y a Armin van Buuren –o a Gessafelstein y Laurie Anderson– planteaba lo que, en términos cinematográficos, llamaríamos “problemas de raccord”. En realidad, todo el proyecto Electronica es un gigantesco puzzle de difícil encaje: hay momentos interesantes, que recuerdan a los minutos más granados del Jarre de Magnetic Fields (1981) o Rendez-Vous (1984) –las colaboraciones con Fuck Buttons, o Rone, o su encuentro con John Carpenter–, pero hay otras demasiado pasadas de vueltas, o demasiado artificiosas, o incluso con puntos sonrojantes, como la melodía absurda de Circus, su colaboración con Siriusmo. La recepción de la crítica ha sido dispar: muchos comentarios han puesto en valor, sobre todo, la capacidad de reacción de Jarre para arriesgarse a jugar la carta moderna e intentar encontrar un lugar de privilegio, de pionero resistente a la erosión, en el tablero actual de la música electrónica; otros han hecho suyo el final del cuento del traje nuevo del Emperador y han señalado lo que es evidente: estamos en 2016 y esto no es para tanto.
Sónar: bien de láseres
Pero Jarre no es únicamente música, no es sólo su último disco, sino más aspectos que hay que tener en cuenta, y que hacen interesante –a priori– su próxima actuación en el festival Sónar, donde estrenará mundialmente su nuevo show. Sobre las particularidades del espectáculo, todavía hay más dudas que certezas. Jarre no aclara si algunos de los colaboradores del disco se subirán con él al escenario –“estamos hablando con algunos de ellos, pero no se ha decidido nada”–, aunque está claro que Edward Snowden no hará acto de presencia en Barcelona, pues corre el riesgo de que la CIA se lo pele en cualquier tienda duty-free del aeropuerto del Prat. Ni tampoco quiere dar la medida real de un montaje que debe funcionar en espacios cerrados, pero también al aire libre, donde ha oficiado algunos de los espectáculos más multitudinarios de la historia de la música, con conciertos para más de un millón de personas como los de Houston (1985), París (1991) o Moscú (1997). “Estamos pensando en un proyecto modular que nos permita tocar en un club pequeño, o en un acontecimiento cultural tan grande como Sónar, o en una plaza pública”, empieza a detallar Jarre. “La idea es crear un efecto envolvente, 3D. No hará falta llevar gafas, pero quiero que las imágenes, las luces, la música y el vídeo provoquen esa sensación de profundidad”. El repertorio sería, en principio, buena parte del material del proyecto Electronica y algunos clásicos con el sonido re-adaptado.
Lo que se preguntarán muchos geeks es qué permanecerá en estos shows de los antiguos espectáculos de Jarre, cuando cultivaba su línea más sinfónica. ¿Tocará el teclado-guitarra [keytar]? ¿Y su piano de teclas luminosas? ¿Volverá a aparecer en el escenario el arpa láser? “Sí y no”, responde. “Me gusta mezclar lo viejo con lo nuevo. Estamos en otro momento, y necesariamente hay que introducir la tecnología digital en el directo. Este show no será como el de ‘Oxygène’, donde teníamos que afinar los sintes antes de empezar. No correremos ese riesgo, estará todo conectado por MIDI, pero también habrá muchos sintes modulares. Habrá nuevos instrumentos, tocaremos muchas pantallas táctiles, y quizá haya arpa láser, pero de un modelo diferente. Es algo que estamos estudiando y todavía no sé si lo podremos integrar. En cualquier caso, intentaremos hacer lo que sea más difícil. Me gusta mucho aquella frase que pronunció Kennedy cuando anunció el plan de viajar a la Luna: ‘no vamos a la Luna porque sea fácil, sino precisamente porque es difícil’”.
Aunque los dos álbumes de la saga Electronica no sean satisfactorios, una cosa es Jarre en estudio –siempre ha sido un magnífico ingeniero, un maquinitas de primer nivel, aunque un compositor manierista y muy encastillado en su propio estilo, impermeable a toda novedad que no fuera estrictamente tecnológica–, y otra muy distinta Jarre en directo. El espectáculo visual está garantizado, y aún más el disfrute de los adictos a la tecnología, los aparatos y su exhibición como objetos de deseo. De hecho, Jarre reconoce que la mayoría de conversaciones con sus colaboradores en el disco tenían que ver sobre todo con “juguetes”. “Con los artistas más jóvenes hablábamos de máquinas, intercambiábamos equipo, me preguntaban cómo funcionaba tal sinte, y yo intentaba aprender de sus métodos. Otra conversación recurrente”, prosigue Jarre, “era sobre el acto de creación: cómo empezar y cómo continuar. M83, por ejemplo, comienza siempre con su voz, que utiliza como un instrumento. Para él, la melodía es tan importante como para mí”. De hecho, M83 es uno de los muchísimos músicos electrónicos entre los 30 y los 40 años que admiten la influencia crucial de Jarre en su atracción por la música electrónica. Hace unos años, entrevistando a Anthony Gonzalez de M83, así me lo dijo: “el primer disco que escuché fue Oxygène y a partir de ahí supe que, si hacía música, sería con sintetizadores”. “A mí me explicó lo mismo”, añade Jarre. “Cómo de importante había sido ese disco para él”. No es el único caso: hay una historia, todavía no escrita, de cómo muchos de los artistas electrónicos que hoy están en activo, empezaron a sentir la atracción por las máquinas no por Kraftwerk, o por Depeche Mode, o por Moroder, sino por Jarre. La historia le reserva un lugar importante como catalizador de obsesiones y canalizador de estéticas.
Recuerdos del avantgarde
Otra de las principales aportaciones de Jarre a la historia de la música electrónica, más allá de despertar la fantasía de los niños de los 80 y de convertir los directos en un espectáculo audiovisual gigantesco, es la de engrasar el nexo de conexión con la tradición de la música clásica y el avantgarde del siglo XX. Por supuesto, también está el tema del ecologismo –tan presente en Oxygène, cuya portada es una calavera emergiendo del centro de una Tierra podrida–, pero no hay que olvidar que Jarre fue alumno de Pierre Schaeffer, que practicó la música concreta en sus orígenes, y que fue parte de aquella escuela francesa de la postguerra que tanto aportó, al menos filosóficamente, a la evolución de la música electrónica primitiva. “Lo que hacía Schaeffer ya era modernísimo por entonces. No creo que haya habido otro músico más influyente para mí, y casi que para toda la música electrónica. En los años 40 ya cortaba y pegaba sonidos en una cinta: sin duda él fue el primer DJ. Sin Schaeffer no habría ni hip hop, ni música disco”.
Años más tarde, Jarre publicó uno de los discos más extraños de su carrera, Zoolook (1984), siguiendo los pasos de Schaeffer y sus enseñanzas. Era el momento en el que habían empezado a aparecer en el mercado los primeros samplers, y fue uno de los primeros privilegiados en trabajar con el modelo Fairlight de 8bits. “El sonido era muy pobre, las muestras que podías grabar eran de 0,8 segundos, y montar los loops estaba cerca de ser una pesadilla. El feeling que te daban era escaso, pero aún así la música tenía fuerza. Samplear con aquel aparato era un dolor de cabeza, pero si lo comparamos con el avantgarde de los años 40 o 50, era muy liberador. Schaeffer, para crear una pieza, necesitaba grabar con el micrófono, repetir el sonido una y otra vez enganchando fragmentos de cinta magnética y tirándose horas y horas en el laboratorio. El Fairlight original no era muy cómodo, pero podías grabar el ladrido de un perro, y al momento ya tenías el sample y la posibilidad de crear el loop”.
Es una pena no haber dispuesto de más tiempo para hablar con Jean-Michel Jarre: su perspectiva histórica es privilegiada, y aunque le preocupe hablar de la actualidad, sus grandes enseñanzas están en el diálogo con el pasado, en explicarnos cómo la música de ayer ha contribuido a formar el presente, ese presente al que intenta engancharse antes de que sea demasiado tarde. Porque podría serlo: Klaus Schulze es sólo un año mayor que él, y Edgar Froese, el líder de Tangerine Dream, le sacaba cuatro años. Pero Froese ya no está entre nosotros: falleció en enero, primer anuncio de que una generación de pioneros de la música electrónica, tarde o temprano, dejará este mundo para ingresar en la eternidad del recuerdo. No ha sido Froese el único maestro de los 70 cercano a Jarre que ha fallecido en 2016: también lo hizo hace poco Pierre Boulez, el otro gran titán del avantgarde francés junto con su maestro Schaeffer. “Boulez fue un gran amigo de mi padre”, concluye Jarre [Maurice Jarre es, valga la obviedad, uno de los más grandes compositores de música para cine del siglo]. “Estudiaron juntos, formaron un grupo de teatro en el que Boulez tocaba el piano y mi padre la percusión. Recuerdo que cuando tenía 4 años, Boulez pasó unos días en nuestra casa y nos ayudó a pintar todas las paredes. Recuerdo que decía boutades tan sonoras como que toda la música que se estaba haciendo, o se había hecho, era una mierda con la excepción de la suya y la de Johann Sebastian Bach. Para mí, Boulez es el mejor director de orquesta del siglo, no tengo ninguna duda. Ahora bien, como compositor, mi opinión difiere un poco. Su generación era reacia a admitir las emociones en la música, las consideraban algo cutre, y por eso intentaron ser vanguardistas a toda costa, conquistar el futuro. Pero no creo que lo consiguieran: su música ya la hemos asimilado, se ha convertido en un clásico, y creo que está más conectado con el pasado que con el presente”. Un razonamiento, que en cierto modo, le delata: Jarre recela del pasado, le preocupa estar conectado con el momento actual, y está bien que lo intente. La música electrónica quizá no sea atemporal, como él sostiene, pero eso no implica que deba convertirse en un fósil. Aunque el fracaso sea una posibilidad importante, vale la pena correr el riesgo de intentar llevarla siempre adelante, más lejos.