Porque un Paraíso puede ser divertido con los ángeles y demonios adecuados

Crónica de nuestro paso por la primera edición de Paraíso Festival en Madrid. Una edición marcada por la amenaza de la lluvia, por la selección de artistas nada frecuentes en Madrid y por la marabunta de amantes de la electrónica madrileña que se dieron cita en el festival, contra viento y marea, dispuestos a lanzarse al barro en pro de escuchar música de calidad. Los gatos electrónicos más canallas arriesgaron una de sus siete vidas y se lanzaron al vacío dispuestos a vivir un fin de semana de ensueño. Y vaya si lo consiguieron.

 

El viernes pre Paraíso fue un día bien extraño en Madrid. Se mascaba la emoción en el ambiente clubbing capitalino por la inauguración de un festival de lo más exótico dentro de lo que hemos venido disfrutando por estos lares. Porque desde que afloró la electrónica, hará ya unos veinte años, jamás de los jamases los madrileños hemos asistido a un evento totalmente electrónico que no apueste por los nombres más pisteros y mainstream de la escena internacional. Vamos, que la gente estaba como loca. Se podían palpar los estados alterados de toda la peña de la escena local —que si voy, que si no voy, que si va a llover, que si no va a funcionar, que si lo van a partir, que si compro la entrada, que si la vendo, etcétera—. Era una película extraña y ruidosa que nos tenía a muchos contemplando la jugada como si del más esperado estreno cinematográfico se tratara, caja de palomitas y coca cola en mano y con los ojos como platos para no perdernos detalle. Los murmullos y rumores se sucedían por todos lados y se entremezclaban con las gotas de lluvia que atizaban las baldosas de las calles de la ciudad. Y que convertían en barro y lodazal todo trozo de tierra que tocaban. Como por ejemplo, el campo de rugby que se preparaba a acoger ese Paraíso prometido que todo el mundo temía que acabara convertido en infierno.

Primeras horas marcadas por la incertidumbre

El infierno siempre es divertido si estás con el demonio correcto, dicen por ahí. Así que no íbamos a ser nosotros los que nos perdiéramos el berenjenal del año, con lluvia o sin ella. Unas buenas botas, una gorra, un paraguas y estábamos más que dispuestos a lanzarnos al barro. Mientras estábamos haciendo la previa en un bar de Malasaña dispuestos a llegar a primera hora, unos amigos nos avisaron que se había aplazado la hora de entrada porque el barro —ese barro que nos acompañó durante todo el fin de semana— había hecho de las suyas y tenían que arreglar unas salidas de emergencia que no estaban operativas. Los que esperaban en la puerta se impacientaron y denunciaron falta de información, aunque siendo objetivos es de reconocer que la organización solucionó un problema grave en bastante poco tiempo (un poco menos de dos horas), demostrando por primera vez uno de los puntos fuertes que veríamos repetidos durante todo el evento: los de este festival sabían bien lo que hacían.

Porque cuando abrieron las puertas y entramos al recinto, a las pocas horas de haberse estrenado, nos encontramos con un panorama bien alentador. Y contra todo pronóstico no vimos ni asomarse en ningún momento la tan temida lluvia. Llegados a este punto la cosa pintaba más que bien: los escenarios estaban bien localizados, las barras eran numerosas y organizadas, el personal era amable, las zonas de descanso sólo podían calificarse de gloriosas (de lo más cómodo que hemos visto en nuestra vida), la decoración bonita y cuidada en cada rincón del recinto ya fuera con luces o con motivos vegetales. Un solo pero: el sonido meeeh… A ratos sonaba bien, en algunos momentos rozaba la perfección, pero en otros (los que menos, pero ahí estuvieron) sólo se podía calificar de flojo, desinflado y sin presión. Uno de los puntos clave a mejorar para próximas ediciones. También fue un fallo bastante comentado el que no contasen con roperos para los paraguas o abrigos que sobraron a lo largo de la noche y que más de uno inevitablemente perdió. Además, los amigos de lo ajeno pulularon por todo el festival y muchos asistentes desgraciadamente se quedaron sin móvil. Pero el sábado, al entrar al festival, en la puerta la organización advertía a todo el mundo sobre la necesidad de estar atento a tus pertenencias. Chapeau.

Se cuidaban todos los detalles, las zonas de comida y food trucks eran bastante numerosos y podías encontrarte con espectáculos artísticos y audiovisuales, zonas de gaming y todo tipo de actividades apadrinadas por los patrocinadores.

Escenario Paraíso: el enclave en el que pululaban las bandas

Nada más entrar se erigía el Escenario Paraíso, colocado de frente a los que iban entrando, en el que actuaban las «bandas» electrónicas. Era el más convencional de los tres, con la estética tradicional de escenario festivalero, aderezado con unos bonitos pajaritos de origami gigantes que le daban el toque paradisíaco que buscaba la estética del festival. Allí nos acercamos a ver, entre viernes y sábado, a HVOB, GusGus, Hotchip Megamix, Roísín Murphy o Damian Lazarus & The Ancient Moon. De todos ellos los que más nos gustaron del escenario fueron los austríacos HVOB, que se metieron al público en el bolsillo con su estilo a medio caballo entre techno deep y technopop ochentero, con una ejecución más que correcta y demostrando que sabían lo que había que hacer en un gran escenario en medio de un festival. La cosa fue de menos a más y nos obligaron a quedarnos hasta el final, embobados con su música minimalista, profunda y las seductoras vocales que acompañaban sus melodías hipnotizantes. GusGus nos ofrecieron un concierto muy correcto y con mucha clase, pero a muchos nos decepcionó la selección excesivamente centrada en su último trabajo y olvidando los primeros álbumes con los que dieron el salto a la fama. Un poco de lo mismo pecó Roísín Murphy, quizás no fue su actuación a la hora adecuada, aunque ese final en el que la cantante de Moloko se marcó el clasicazo ‘Sing it Back’ nos supo a gloria.

 

Escenario Club: el término medio del baile

El segundo espacio, el Escenario Club, se erigía bajo una cuesta, dentro de una carpita bien maja, de tamaño mediano, con el techo blanco coronado por una enorme bola disco en la que se superponían unas visuales locas, asalvajadas, que tintineaban y se entrechocaban entre sí y que te ponían la cabeza del revés si extasiado por la música decidías echar la vista hacia arriba. En el nos recreamos con los sets de Black Coffee y DJ Tennis el viernes y el live de Floating Points + el dj set de Gerd Janson el sábado.

El sudafricano Black Coffee nos convenció en las últimas horas del viernes con su selección de electrónica deep de aires distintos y minimalistas, esos silencios entre track y track basados en el fraseo del jazz que impregnan sus sets de emotividad, las percusiones rítmicas de inspiración africana, bien exóticas y los loops de sonidos modernos. Le siguió DJ Tennis que, sin firmar una sesión brillante —como otras suyas que hemos presenciado en otros lares— nos divirtió y nos enredó en la pista hasta que las campanadas de la Cenicienta festivalera, que eran a las 5:30, nos recordaron que teníamos que volver a casa y prepararnos para el segundo día del festival. Pocos lo hicieron, porque al salir del festival todo el mundo quería seguir hasta el infinito, lo que provocó que al segundo día fueran muchas las bajas motivadas por resacas infernales de clubbers infames que no respetaron la norma festivalera básica en un evento de dos días: si lo das todo el primero, no existirá para ti un segundo, a menos que juegues en la Champions League. Nosotros, por supuesto, la jugábamos y a un paso de la final no íbamos a tirar la toalla.

 

Escenario Absolut Manifiesto: pistero, bailongo, asalvajado

Nuestro mayor pecado en este Paraíso musical fue no prestar atención alguna el viernes al que pasó a ser nuestro escenario favorito el sábado: ese Escenario Absolut Manifiesto que nos cautivó, un mini Dekmantel con aires tiki y polinésicos plagado de barro y encanto que nos sedujo desde las primeras horas del sábado. «¿¿¿Ayer no estuviste??? ¡¡Pero si fue el escenario que lo partió!!», nos decían todos con los que comentábamos la jugada a primeras horas el sábado, en medio del live de Floating Points en el Escenario Club. Una actuación que, por cierto, fue uno de los grandes hits musicales del festival. Este tío es un marciano y se deslice por los derroteros que se deslice sabe cómo encauzar un live a la perfección: sonaron tracks de ‘Elaenia’, de ‘Nuits Sonores’ o ese más reciente ‘Ratio’ que nos subieron y nos bajaron con sus ritmos metalizados y que nos dejaron bien a tono para esa primera hora de la noche. Francamente soberbio.

Fue entonces cuando nos acercamos al Escenario Absolut Manifiesto y nos enamoramos. Era justamente lo que estábamos echando en falta en el festival: algo más pistero, más asalvajado y más bailongo. Algo que nos tuviera durante horas enredados, atrapados en la telaraña y envueltos en bailes sin fin. En él nos encontramos con el Madrid más gamberro y con ganas de barro de todo el festival. Por ahí pululaban los auténticos macarras de la pista, deseosos de ver a los grandes artistas que se sucedieron la noche del sábado como Dekmantel Soundsystem, Palms Trax, Hunee y Acid Pauli. Nosotros nos comimos enteros a los tres primeros, en una maravillosa progresión en la que todos ellos siguieron similar fórmula musical: house, toques techno y disco. Mucho, mucho, mucho, disco.

La palma se la llevó la sesión de Hunee, plagada de rarezas y tracks clásicos que nos encandiló de principio a fin, y que nos tuvo bailando como bestias sin domesticar hasta que se dignó a terminar la sesión, animado en todo momento por un público que no le dejaba marcharse y con el que compartió bailes haciendo la ola y moviendo las caderas con tanta emoción que en algún momento pensamos que se iba a tirar del escenario en plan rockstar. Pero no: él tiene mucha clase y cuando terminó su set se acercó a hablar con el público extasiado, dando las gracias y moviendo la cabeza feliz de haber despertado esos sentimientos en un público tan joven. Porque el escenario era con diferencia el que contaba con los espectadores de menor edad del festival, algo curioso teniendo en cuenta que había mucho público que tenía en el disco sus más claras reminiscencias a la época de baile y pasó olímpicamente del tema; en este escenario los más jóvenes (también los no tanto,
¿eh?) reivindicaban su derecho a escuchar los grandes tracks del pasado.

Terminamos la noche con un divertido set de Gerd Janson, que no tuvo su noche de «paso a la historia cerrando un festi en Madrid», pero que fiel a su estilo ecléctico, marchoso y algo vacilón entremezcló temas de techno dosmilero con joyitas de house, conocidos temas de Daft Punk o Krystal Klear con temazos de electro que sólo él conoce. Bien para terminar de restregarnos en el barro y deslizarnos por la pista, mover los hombros y atizar las melenas.

Paraíso nos hizo terminar sus dos días de duración con un buen sabor de boca y con la extraña sensación de vivir un festival «de verdad» en Madrid, algo para lo que usualmente te veías obligado a salir de la ciudad para poder experimentar. Resulta evidente que el festival se inspiró quizás en demasiados aspectos en el Dekmantel, algo que en principio no tiene por qué ser malo. Pero si el próximo año a este primigenio buen hacer le aporta un poco más de personalidad propia, el resultado puede ser demoledor. Porque ni en nuestros mejores sueños nos habríamos imaginado que podíamos encontrarnos un paraíso en medio de un genial lodazal veraniego en pleno Madrid. «En Madrid no llueve en verano y tampoco hay buena música en festivales al nivel de otros países europeos», habríamos recitado sin dudar. Pues parece que ya no. La cosa ha cambiado y augura nuevos tiempos: agárrense señoras y señores porque vienen curvas. Porque el año que viene os adelantamos que no se va a querer perder Paraíso ni el mismísimo Diablo.