Este fin de semana se celebró en Barcelona y Madrid una nueva edición del festival de salas, en el que se pudieron ver las revelaciones de Kadhja Bonet, JPEGMAFIA, Tirzah o Jimothy Lacoste. Te lo contamos en nuestra crónica.
La nueva edición de Primavera Club llegó a Madrid como una especie de resumen del estado de las cosas: del RB al indie pop, pasando por el grime, el metal o el rap más marciano, en sus tres días de programación había de todo, desde las grandes sorpresas a alguna que otra decepción.
Uno de los atractivos de la nueva edición de Primavera Club residía en poder ver, en un mismo espacio, propuestas tan diversas entre sí como prometedoras, muchas acompañadas de esa sensación de estar por primera vez ante algo que va a ser importante. La californiana Kadhja Bonet, por ejemplo, llegaba precedida de un aura de autora capaz de traspasar los círculos minoritarios. Y lo cierto es que su conjunción de folk y soul suave un tanto de libro, hace que pueda acceder a un gran número de público. En ocasiones lo melifluo de su sonido hacía parecer que estábamos en una lectura de poesía en una cafetería del Village, pero remontaba gracias a una banda versátil y trucos como incluir una versión de Never can say goodbye, de Gloria Gaynor.
Después de ese ambiente de relajación, la irrupción de Slowthai resultó como recibir un puñetazo en la cara de manera inesperada. El británico, a medio camino entre el grime de su país y la alargada sombra del trap, a la segunda canción ya se había desprendido de su camiseta, a la tercera ya estaba entre el público y, poco después, reclamaba la atención de los miembros más apocados del público casi por la fuerza. Me vas a escuchar aunque no quieras, parecía decir, como una versión canija y post Internet de Henry Rollins, rebozándose con el público en el pogo.
En contraste con tanta testosterona, el directo de Serpentwithfeet resultó terapéutico. Mucho menos atormentado y melancólico de lo que podría parecer, el de Brooklynn llegó solo y sonriente, alternando temas al piano, en los que improvisaba sobre su visita a Madrid, con otros sobre bases pregrabadas. Pese a algunos graves que le jugaron una mala pasada, su capacidad vocal y su instinto para crear texturas intrigantes e introspectivas quedó patente. También su capacidad para ganarse al público con bromas que se saltaban el guion previsto. La siguiente vez, que vuelva rodeado de una banda.
La sala grande del Teatro Barceló se iba llenando poco después para recibir a Cupido. El híbrido resultante de unir a Pimp Flaco con Solo Astra despertaba interés, y así respondía el público ante unas primeras canciones que sacan el lado más cándido del trapero, autotune mediante, vestido de pop soleado, entra bien a la primera, pero peca de uniformidad y cierta falta de punch. Justo lo que le sobraba a un JPEGMAFIA cuyo directo fue como meter una mano en una bañera helada y otra en un enchufe. Acompañando con mensajes hilarantes via software de conversión de texto en audio, cada vez que disparaba una base se creaba una pequeña revolución. Pogos, sudor, girtos y energía, acompañados de producciones tan disonantes como fascinantes. Como Death Grips si solo tuviesen un portátil, Barrington DeVaughn Hendricks ofreció los mejores 40 minutos del festival, aunando riesgo, energía, rabia y futurismo. “¿Nadie está sangrando? Bien”, dijo después de una de sus incursiones entre el público. Aunque alguno se hubiese abierto una brecha, seguro que lo habría disfrutado igual.
Uno de los grandes reclamos del sábado era descubrir cómo se desenvolvía Tirzah sobre el escenario, una vez comprobado en Devotion que es capaz de cautivar entre el pop, el R&B y la extrañeza. Inmóvil frente al micro, dejó que sus canciones hiciesen el trabajo. A veces frágiles, otras acercándose a estructuras tradicionales, casi siempre hipnótica. A punto de ser importante.
Después de ella, Ama Lou se presentaba como la enésima sensación del R&B de la década. Con mucha seguridad y una voz tan bonita como poco reconocible, la londinense se mueve en unas coordenadas entre esa tradición que se baña en melismas vocales pero busca en el software un acompañamiento atípico. No llega a ser Kelela, tampoco Kehlani, pero puede encontrar su sitio.
Como cabeza de cartel oficiosa, Lindsay Jordan llegaba al frente de Snail Mail para demostrar por qué ha sido una revelación indie en un tiempo en el que ya casi nada importa. Con más energía de lo que se podía sospechar, defendió bien sus canciones de candidez adolescente, sin llegar a esa malicia que poseía Liz Phair, su eterna comparación. Aprobado sin demasiado brillo. La rara avis del día llegaba desde Londres y medía apenas uno sesenta. Jimothy Lacoste llegó enfundado en una chaqueta de cuadros Burberry y soltó hit tras hit de rap naïf y desgarbado. La respuesta fue inmediata: saltos, gritos y ofertas sexuales, invasión del escenario mediante. Nunca nadie tan pequeño había despertado tanta pasión.