En el mundo de las series, la cocaína vende. La cocaína cunde. La cocaína da, nunca quita. La televisión, un medio que en los últimos 30 años se han rebozado la tocha de perico como si fuera un boquerón empanado, ha encontrado en los últimos años un seguro de vida en los relatos sobre nieve, crack, meta, hierba y píldoras. No hace falta correr mucho: ahí está Breaking Bad. Ahí está Narcos. Las historias de poder, violencia y traición que provee la mística del narcotráfico son una golosina jugosísima que, si está bien empolvada de azúcar glasé, suele ser recibida con fervor por la masa seriéfila
Snowfall (FX/ HBO España) hurga también en el universo estupefacientes y no engaña. Es una serie sobre drogas, drogatas, traficantes, perturbados, agentes corruptos e hijos de puta. Muchos hijos de puta. Y lo sabe. Por eso, en el primer episodio ya tenemos un órdago al más puro estilo El Lobo de Wall Street, una orgía farlopera en la que un tipo muere de sobredosis después de que una señorita le introduzca cocaína por el ano a través de un tubito (¡mientras otra chica, por cierto, le lustra la cimitarra al pobre diablo!).
Es una carta de presentación muy reveladora para una serie que pretende explicar la propagación vírica del crack en el gueto de Los Angeles a comienzos de los 80. Sí, los 80. Los putos 80 otra vez. Snowfall no solo juega la carta del submundo de las drogas, que ya es mucho, también juega la carta ochentera. Y la increíble banda sonora, el vestuario, la ambientación y los detalles conectan cual agujero de gusano con la década de las hombreras.
En este sentido, es posible que el cerebro del espectador ya está entumecido ante la avalancha de nostalgia eighties, pero Snowfall no se deja devorar por su marco temporal. La frenética Los Angeles de los 80, sepultada en toneladas de zarpa, alcohol y maría, termina convirtiéndose, al menos en el primer episodio, en un escenario perfecto para contener los tres relatos cruzados del espinazo narrativo del producto.
No extraña que John Singleton, director del peliculón de culto sobre la vida en el gueto angelino Los Chicos del Barrio, sea el co-creador de la serie. La mano del cineasta se nota en la trama de Franklin, un adolescente negro metido a traficante que recuerda enormemente al protagonista de Fresh (otro film de culto los 90 sobre el tema). Se trata sin duda de la narración central, la más absorbente, una historia clásica de ascenso al poder desde abajo que ensombrece a los dos relatos que completan la ficción: el de un luchador de wrestling chicano con grandes problemas -magníficamente interpretado por el español Sergio Peris-Mencheta– y el de un agente de la CIA con grandes planes.
Con el episodio inicial visto, queda claro que Snowfall tiene cojones. Es dura cuando se lo propone. Escandaliza con más farlopa que la biografía de Mötley Crüe. Posee nervio. Es ambiciosa. Sin recurrir a un ritmo taquicárdico, uno de los errores más comunes de las series sobre coca, consigue atraparte con una narración atmosférica, un guión bien alicatado y un engranaje narrativo que, sin cambiarte la vida, se revela muy sólido y traza unos perfiles tremendamente atractivos en sus protagonistas (y secundarios). No hay nada nuevo En Snowfall, de acuerdo, pero por ahora casi todo funciona. El inicio te abre el apetito. Quieres más.
No obstante, como suele ocurrir con estas demostraciones de fuerza de las series americanas -condensadas siempre en pilotos colosales-, habrá que contenerse y esperar a que transcurran unos cuantos episodios para ver si la maquinaria funciona al mismo rendimiento. Habrá que permitir que la serie baje por la garganta y deje su poso de amargor, digo yo. Si el resto Snowfall es tan goloso como su episodio inicial, ya tengo nueva adicción para el verano… ¿Alguien tiene un billete?