Antes de descubrir que Oscar Powell era un trol de proporciones bíblicas, supimos que sus discos, antes que venderlos en tiendas especializadas, con los vinilos bien ordenados en cubetas, era mejor que los sirvieran en las farmacias, con un caja de aspirinas de regalo. La música de Powell es como un gusano corrosivo que se mete en el cerebro y empieza a hacer agujeritos sin que te des cuenta, royendo muchas de tus capacidades –la primera, la de resistencia al dolor–, hasta que llega el momento en que te das cuenta del daño y resulta que del cerebro ya no queda nada, sólo una pulpa sanguinolenta. Nada más empezar este Sport –curioso título para un disco que al deporte al que más se parece es al boxeo–, Powell decide recibir al oyente con FIT_17, 34 segundos de acople digital, de ruido taladrante que perfora el cráneo para que, de ese agujero, nos chorree toda la materia gris y toda la capacidad de aguante ante la curiosa tortura que nos espera. Está claro que, una vez más, para entrar en el mundo de Powell hay que hacerlo con cuidado, habiéndose entrenado en todo tipo de aberraciones y asaltos sónicos, con un punto extra de humor absurdo, o negrísimo, y con una paciencia digna de un santo Job. Lo dicho: un trol.
Lo de que Powell era un trol ya lo sabíamos. Lo sabíamos por sus extrañas tácticas para hacerse notar –hacer público un mensaje de Steve Albini en una valla publicitaria, en el que Albini se cagaba en sus muertos pisaos y, de paso, en toda la música electrónica, en respuesta a un email de Powell pidiendo permiso para samplearle un tema–, pero también por sus estrategias de la confusión al estilo teatro pánico de Arrabal en clave post-punk, así como por sus piezas de techno de un absurdo incorregible, pero a la vez de un duro machacón y de un oscuro profundo. Powell es, en la categoría de los versos sueltos de la electrónica experimental, un personaje singular: no tiene ese punto amargo y huidizo de Zomby, ya que es un fiestero extrovertido que habla por los codos y cae simpático porque es de los que no se van a dormir en 48 horas por lo menos, ni tampoco transmite la arrogancia pasota de Aphex Twin, ya que en ningún momento parece querer tomarte el pelo. Pero sí tiene esta actitud muy propia del punk –ya que Powell, muy en el fondo, es un punk– que consiste en no darle importancia a nada, de crear una confusión de la que él se beneficiaría con una carcajada, o disfrutando de la perplejidad que ocasiona. En vez de imaginárnoslo como un pirómano que disfruta del incendio a lo lejos, mientras toca la lira, Powell es como ese personaje bromista, a veces incluso insoportable, que pisa hormigas, envía cartas con trozos de mierda, que cuelga monigotes en la espalda de la gente, que plantea bromas que te dejan un cierto regusto de ridículo y que, a pesar de todo, no puedes odiar. Sport va por ahí: es un disco con trampas, con momentos incómodos, ni siquiera un disco perfecto, y que crea una situación de paradoja, de what the fuck. Por momentos es de una vulgaridad vergonzosa, y cuando no es así bordea la genialidad.
Desmenucémoslo, pues. Como ya ocurría con todos sus singles anteriores –y que recomendamos consultar, por comodidad, en la antología 11-14, el doble CD recopilatorio que publicó en su sello, Diagonal, hace dos años–, escuchar a Powell plantea un reto y una recompensa. El reto es saber moverse por su universo estético, que no es precisamente el más común en el techno contemporáneo. Como Surgeon, Regis y toda esa ralea oscura, Powell hunde sus raíces en el post-punk de los 80, concretamente en las bandas más caóticas de la escena inglesa, como The Fall –en Junk aparece la voz sampleada de Mark E. Smith, incluso–, y además mantiene esa característica, muy suya, de darle a sus producciones electrónicas una pátina de sonido antiguo, desgastado, sobre todo en las pistas de percusión. Muchas de sus baterías suenan a cubo de metal oxidado, a hueco; en vez de perseguir la rotundidad digital, Powell hace un techno que parece producido por Martin Hannett, y precisamente por eso no suena del todo a techno: hay una irregularidad y un desgaste que siempre le perjudica en sus intenciones bailables: si quieres seguir el compás de una producción de Powell en un club, lo mejor es que te diagnostiquen antes de ataques a la epilepsia, para no perder el tiempo. El gusto de Powell por el post-punk no tiene tanto que ver con el carácter amenazante que podemos encontrar en la música de Raime –y particularmente en el último álbum, Tooth–, sino en la sensación de derrumbe. Todo se desmorona alrededor, y Powell quiere que bailemos sobre los escombros.
El resto de rasgos típicos de su música también están aquí: la distorsión y la pedorreta digital (ahí está la aerofagia al estilo Aphex Twin, incluso en el título, de Beat 20_194R), la interferencia de conversaciones en lo que suena como un fragmento ambiental particularmente contaminado por ruidos –Big Keith (‘OK OK’ Mix) –, o directamente una conversación completa, como la de Skype, donde Powell ha considerado conveniente samplear, y distorsionar con efectos cómicos de stretching, una conversación tarantiniana con un colega. Las referencias del álbum son arcanas o muy alejadas en el tiempo: en pleno 2016 parecía como si nadie se acordara ya de la ‘body music’ de los alemanes DAF, pero él la tiene muy presente en Her Face, que comparte el mismo ritmo que Der Mussolini –con el ya clásico efecto de pedos marca de la casa, seguido del también clásico tira y afloja digital en la coda, Gone a Bit Bendy (NTS Chatroom Version)–, y hasta que llegamos a Mad Love quedan claras dos cosas: la primera, que en su intención de distinguirse del techno contemporáneo, Powell ha regresado más que nunca a su imaginario de los ochentas oscuros –industrial, EBM, post-punk de Manchester, los inicios del ambient pútrido–, y ha encontrado la manera de unir ese bagaje con la textura líquida –líquido como diarrea– que le permiten las herramientas actuales, y a la vez ha conseguido que, incluso partiendo de fuentes retro, Sport suene considerablemente moderno. El problema es que también suena considerablemente desorganizado, y no siempre sorprendente, y no tan contemporáneo como sería deseable. Transmite más la sensación de broma en serio, que la de disco en serio con momentos de broma, cuando en sus maxis precedentes nos daba la impresión de que era al revés. Y aún así, no lo cambiaríamos por nada: cuando te encuentras con un trol bastante cargante como él, es imposible no tenerle cariño.