Reconozco que durante los primeros compases de “Station Eleven ” (me refiero a sus dos primeros episodios) me costó conectar con el ritmo de la narración (repleto de abruptos saltos temporales) y no tenía todas conmigo de si este nuevo pero mil veces visto relato post-apocalíptico, al que tampoco terminaba de pillar hasta ese momento el tono, se dirigía a buen puerto.
Pero una vez hizo aparición en escena la Sinfonía Ambulante, una troupe cutre-chatarrera de artistas itinerantes que recorre los márgenes del lago Michigan representando a Shakespeare durante los años posteriores a un descomunal desastre, y los principales personajes de la trama se fueron modelando y tomando forma, quedé enganchado de esta lúcida representación del fin del mundo en la que el arte y la cultura son las herramientas básicas para su reconstrucción.
La Sinfonía Ambulante se asemeja a La Barraca, ese grupo de teatro ambulante, dirigido por Eduardo Ugarte y Federico García Lorca, pero también a las misiones pedagógicas de la Segunda República en las que participó activamente Val del Omar, que acercaban la cultura a los más desolados y abandonados rincones de una España, la de los años 30, que bien se asemejaba pero de manera más cruda, aún si cabe, al escenario post-apocalíptico que nos presenta esta serie de HBO.
Este emocional drama televisivo de ciencia ficción es la adaptación de un best seller escrito por Emily St. John Mandel y publicado en 2014, que comenzó a rodarse antes de que el Covid irrumpiera en nuestras vidas.
El punto de partida es una epidemia de gripe que provoca la desaparición de la mayoría de la población. A partir de aquí seremos testigos de un intenso drama coral de vidas entrelazadas por el personaje de Kristen (interpretada en su infancia por Matilda Lawyer y en su versión adulta por Mackenzie Davis), que funciona cómo nexo en común entre todos ellos. Mediante constantes saltos en la línea temporal de su narrativa nos irá dibujando un mapa del mundo desde que dejó de ser mundo y de las diferentes maneras de afrontar el reto que supone reconstruir una sociedad civilizada con una población diezmada.
Es deudora en cierta manera de “The Leftovers”, aún careciendo de la profundidad que esta tenía, y centrándose más en una celebración de la vida que en el trauma en sí mismo.
Esta serie de 10 capítulos creada por Patrick Somerville la podríamos situar a medio camino entre el magistral show televisivo creado por Damon Lindelof (en el cual Sommerville trabajó de guionista) y otros grandes títulos de la ficción post-apocalíptica televisiva recientes cómo por ejemplo la inacabable y repetitiva “The Walking Dead”. Aunque, sin lugar a dudas, “Station Eleven” se manifiesta de forma mucho más poética transitando con soltura entre géneros y con una visión sobre todo más esperanzadora de la humanidad que la que propone el ya desgastado e imperecedero folletín de los zombies.
Está rodada de manera luminosa por Hiro Murai (realizador entre otras cosas del sobresaliente videoclip “This is America” de Childish Gambino) que ejerce las labores de director principal de la serie y se recrea en la belleza estética de una Naturaleza invasora tras el colapso y también en el notable y prolongado desarrollo que hace de los personajes, que irá confeccionando, cosiendo con delicadeza, cada uno de los fragmentos de sus personalidades que poco a poco se irán desvelando, y que darán forma a cada uno de ellos.
Es el relato sosegado de un comienzo, del punto de partida de una nueva civilización. La serie nos lleva al instante en el que se crean los mitos, a un tiempo en el que se establecen nuevos lazos fraterno-familiares y se aplican nuevos ritos y protocolos. “Station Eleven” transcurre en una era de mistificación de textos profanos (en este caso será , al igual que en “Utopía”, un cómic visionario titulado “Station Eleven”). Nos traslada al momento en el que aparecen nuevos profetas dispuestos a borrar todo rastro del pasado con la ayuda de una ferviente tropa de seguidores, un devoto ejercito de niños perdidos.“Station Eleven” habla de reconstrucción, de comunidad, de la reinvención del todo y principalmente del arte cómo una necesidad vital del ser humano.
Es una serie muy agradecida, repleta de “Easter Eggs” (muchos de ellos relacionados con la obra de Shakespeare pero también hay guiños a la serie Star Trek y a otras múltiples referencias de la cultura popular) que cuenta con secuencias realmente hermosas y en la que sobresale un acertado uso de la música incidental (un omnipresente Score original a cargo de Dan Romer) junto con una impecable y variopinta selección de composiciones añadidas que van desde lo clásico (“Tocata en D Menor” de Bach) hasta lo groovy, con magníficos temas como “Your Sweet Home” de Lee Hazlewood (crooner condenado al olvido que entre muchas otras grandes canciones escribió aquel “Something Stupid” que popularizara Frank Sinatra en dueto con su hija Nancy) y otras joyas del soul, funk y del jazz más refinado. En “Station Eleven” podemos escuchar música de Parliament, The Vanguards, Etta James, The Impressions o Art Blakey en perfecta armonía con “La Campanella” de Liszt en versión de Paganini o una sorprendente e inesperada interpretación de “Excursions”, tema interpretado originalmente por la banda de Hip-Hop, A Tribe Called Quest, y que supone uno de los momentos cumbre de este delicado y sorprendente regalo navideño que nos ha llegado en formato de serie.