Desde un columpio del parque, Ida, una pequeña de nueve años, observa el mundo al revés. Un mundo que para una niña de su edad, se ha puesto patas arriba. Se acaba de mudar junto a su familia a un barrio a las afueras de Oslo, es verano y sus vacaciones tendrán que discurrir allí junto a su hermana mayor Anna que padece un trastorno de autismo severo.
Pronto conocerá a otros niños del vecindario, con los que empezará a jugar, Aisha, que es pura bondad y Ben, un niño maltratado repleto de ira que expresa su dolor a través de la crueldad. Ida no tardará en descubrir que ambos (Aisha y Ben) son diferentes y que al igual que su hermana, poseen poderes telequinéticos.
El noruego Eskil Vogt vuelve a trastear con las diferentes maneras que tenemos de entender el mundo, sobre la percepción de las cosas (de la misma manera que ya hizo con la ceguera en “Blind”) colocando la mirada del espectador a la altura de los ojos de su protagonista.
Realizando una película de terror psicológico que nos obliga a observar el mundo desde un punto de vista inocente y lleno de incertidumbres.
Haciéndonos pasear de la mano con Ida hacia un campo de juego que se adentra en el bosque, alejado de ese edificio colmena en el que habitan, un lugar en el que aprender a discernir lo bueno de lo malo. No pecaríamos de exagerados al afirmar que “The Innocents” podría plantar cara a “Déjame entrar”, aquel bellísimo y desgarrador cuento vampírico dirigido por Tomas Alfredson. Ambas juegan en la misma liga.
“The Innocents” trata principalmente de la comunicación. Sobre los diferentes modos que tenemos de comunicarnos y de cómo lo hacemos, con mayor o menor acierto, con los niños, con las personas que habitan dentro del espectro y del modo en que se comunican los niños entre si. Pero es también una película que habla del futuro, del cambio, de lo que está por venir, de la mutación vista cómo símbolo de avance y de las fases del aprendizaje. Al final, a pesar de su corrosivo, opresivo e inquietante tono pesadillesco repleto de crueldad, “The Innocents” no deja de ser una película optimista.
Lo que hace Eskil Vogt es dar toda una Master Class en cuanto a trabajo de dirección se refiere, valiéndose de su maestría para realizar una película de género misteriosa, sumamente elegante, cargada de lecturas y significados y con una labor en la dirección de actores realmente soberbia.
Todos los pequeños protagonistas están más que creíbles es sus respectivas interpretaciones repletas de verdad y realismo a pesar de ser una película que discurre por terreno fantástico. El film funciona a todos los niveles partiendo de una premisa clásica dentro del género (“El Pueblo de los Malditos” de Carpenter podría ser un claro referente) pero aportando un buen poso de profundidad al mismo, planteando una serie de dilemas morales que invitan al espectador a reflexionar sobre el origen del mal y que nos mantiene pegados, casi sin poder pestañear, a la butaca durante todo el metraje.
Se estrenó a concurso durante el pasado Festival de Sitges, dónde si en vez de una Mención Especial se hubiera alzado con el primer premio nadie se hubiera sorprendido, porque estamos ante un cine de alto nivel, empapado como pocos de una atmósfera de tonos grises, de tufillo a clase media, terrorífica, perturbadora, que reflexiona desde el extrarradio sobre cómo plantar cara a la atrocidad en ese momento de la vida en el que aún estamos dando forma a nuestra personalidad, modelando la persona adulta que seremos mañana.