Cuando Raime publicaron su disco de debut, Quarter Turns Over a Living Line (Blackest Ever Black, 2012), la primera sensación al escucharlo era la de que el mundo estaba a punto de terminarse de una manera catastrófica, improrrogable, para nunca más recomponerse como era antes. Todo ahí era negro, por fuera como por dentro: la portada, en la que flotaba la bailarina Rosie Terry en una postura inconcebible, y por supuesto el contenido sonoro, que parecía la banda sonora de un apocalipsis zombi, o el anuncio de una profecía milenarista, o –esto sería lo más probable– la representación musical de un periodo de transición de un estado de crisis inicial que acaba desembocando en una situación de pesimismo incurable. 2012 fue un año terrible en muchos aspectos, no había apenas motivos para el optimismo, para pensar ni siquiera que nuestra sociedad en crisis tenía arreglo, y Raime supieron confirmar todo lo que previamente habían ido mostrando en sus EPs primerizos, especialmente Hennail (2011), en un conjunto que combinaba de manera habilidosa un estado de ánimo derrotista con referencias al dark ambient, el post-punk, la experimentación con drones y un singular lenguaje post-techno, como si los bombos de referentes oscuros como Regis hubieran entrado en coma.
Desde entonces, silencio. Quizá no se hubiera terminado el mundo, pero parecía como si Raime no quisieran volver nunca más. Blackest Ever Black, el sello (EL sello), entró en una fase de actividad generosa, bajo su sombra pero sin su impulso renovado, y llegamos a pensar que a Tom Halstead y Joe Andrews se los había tragado la tierra, con la única esperanza o consuelo de que estuvieran trabajando en secreto en una continuación especialmente difícil de aquel álbum. Al sonar Tooth, se comprende por qué durante todo este tiempo se han comportado como si custodiaran secretos de guerra: además de conservar la tensión, Raime han vuelto practicando la extraña pirueta formal que consiste en regresar al origen para reactualizarse de una manera diferente e inesperada, y dejando por el camino otro disco que, al escucharse, plasma a la perfección el estado de ánimo de Occidente, que no es tanto el de la sensación de derrota, sino el de la sensación de alerta ante múltiples amenazas. Todos sabemos cuáles, las estamos viendo estos días.
Tooth es genuinamente Raime porque en él hay oscuridad y crispación. Aunque parezca que hay una relajación formal, al dejar por el camino entre sus ocho tracks algunos momentos de silencio o semivacío ambiental, las apariencias engañan: de principio a fin, escuchar esta música es como atravesar un campo de minas, parece que si no ocurriera nada sustancial, no hay ningún giro que haga avanzar ninguna acción dramática, pero hay que ir con cuidado por dónde se pisa, porque en cualquier momento todo puede volar por los aires. Desde el momento en que comienza Coax, es como si tomáramos aire y tuviéramos que dosificar el oxígeno en una zambullida hacia profundidades extremadamente peligrosas. Raime no abusan del drone, de hecho cada pieza está organizada a partir de elementos menos monolíticos, pero cada textura es filosa, cada atmósfera viene cargada con veneno, y si por un casual brota una melodía –o un motivo melódico; este disco está lleno de riffs–, es siempre para crear una sensación de miedo.
Hay dos recursos sonoros que le proporcionan unidad a Tooth de principio a fin. El primero es el ritmo: hay un pulsación constante y sorda que intenta restarle importancia a la conexión que mantienen Raime con diferentes escenas rave, pero que en realidad es una forma de subrayar que tanto Halstead como Andrews se reconocen como hijos de las míticas recopilaciones Macro Dub Infection, del techno deconstruido del último Surgeon, del dubstep obsesivo y sombrío del primer Shackleton, y del drum’n’bass de la etapa más oxidada y bélica, el llamada techstep: aunque el break nunca se acelere, sí que laten poderosamente aquellos bajos que daban forma apocalíptica a las regiones lentas en los viejos maxis de Photek, Ed Rush o Source Direct. Y el segundo recurso es una guitarra, tocada por Valentina Mangaletti, y que sobrevuela el álbum de principio a fin, casi siempre con el mismo riff, o una variación del mismo, dejando el regusto de repetición y obsesión, y a la vez reconectando a Raime con aquella influencia post-punk que se advertía en sus primeros maxis y que les llevó a publicar tres temas en la línea de Shellac en el EP que firmaron como Moin en 2013. Ese punteo de guitarra –que antes hemos escuchado en discos de Sonic Youth, o de Fugazi, o de Seam, en el post-hardcore más disonante y gélido– es el que establece la fuerza en la pulsación de los ritmos, que así estallan con más fiereza, como si fueran burbujas de lava en un volcán a punto de entrar en erupción (Dead Heat), o lo hacen apelando a la influencia reggae (Dialling In, Fading Out), o al antes mencionado rastro techstep (Glassed). Mejor no acercarse, porque cortan.
Una escucha superficial nos llevaría a opinar que este Tooth es un disco repetitivo, que apenas se mueve entre el punto A y B, que es simplemente una sensación oscura, antes que una narración dramática. Ni siquiera la portada recuerda a los mejores artworks de Raime. Pero si comparamos Coax con el último corte, Stammer, todo se entiende de otra manera, pues parece claro que Raime han buscado expresamente el cierre de un círculo: tanto la una como la otra son prácticamente la misma composición, la segunda algo más rápida y extensa, y esa coincidencia parece pensada para que el disco se escuche en bucle: si sólo dura 36 minutos es precisamente para que sepa a poco, para que vuele rápido, y para que el empalme de una reproducción con la otra sea como un loop de enorme magnitud: cada pieza es en sí misma una obsesión, una repetición de notas precisas y amenazantes, que se van desplegando en nuevas formas a medida que avanza el tiempo, y que dan un segundo salto de magnitud si se considera el propio Tooth como un enorme track que, a la vez, debe ser repetido hasta el infinito. Mientras tanto, pues, Raime cumplen con su segundo deseo: hacer una música electrónica distinta, sorprendente, significativa, desasosegante. Lo que esperábamos de ellos, pero de una forma inesperada. Hemos aguardado más de tres años a que llegara Tooth, y al final hay que concederles altos honores: sólo por la manera en que se nos encoge el esfínter cuando suena Hold your line, debemos admitir que la larguísima espera ha merecido la pena, todos y cada uno de los días.