
Analizamos someramente algunas de las claves del nuevo trabajo de Daniel Lopatin. Seguramente el álbum más inspirado de su carrera y uno en el que se exponen con una cruda viveza los propósitos de su trabajo desde hace décadas.
«Quería capturar el registro emocional de una época en la que todo se archiva, pero se desvanece perpetuamente.»
Daniel Lopatin entrevista en Tone Glow.
Llevamos ya unos cuantos lustros inmersos en la era digital y de internet. Esta etapa de esperada brillantez y reconciliación social bajo la égida del capital y del estado de bienestar, prometía (y sorprendentemente, sigue prometiendo) el registro total de la información vivida y experimentada, vía wetware o San Junipero. Pero la realidad sigue siendo que los recuerdos y las canciones, los álbumes y las experiencias traumáticas, se filtran, desaparecen, se ripean, aparecen en línea o en archivos y bancos que creíamos perdidos… Sin que podamos controlar con frecuencia esas exudaciones de lo reprimido. Esa relación con el archivo ha sido una de las principales inquietudes de la obra de Oneohtrix Point Never. Desde su “Returnal” de lo reprimido, hasta la reinterpretación extraterrestre del Grunge de “Garden of Delete”. Esta reflexión, sin embargo, nunca ha sido un malentendido ejercicio de nostalgia, de alusión a un pasado mejor, sino una distorsión, difamación y deconstrucción (ahora sabemos que Lopatin es fan de Derrida) de elementos propios de la cultura popular. Un hacer ajeno o siniestro aquello que creíamos propio y es que, ¿quién no piensa que vivimos una relación distópica con el mundo de las imágenes y los sonidos que han sido, literalmente, vertidos, desde los media y la publicidad?

Tras los esfuerzos complejos y no siempre exitosos de hacer una biografía sonora autoficcional en “Magic Oneohtrix Point Never” y “Again”… En “Tranquilizer” Daniel Lopatin regresa a una interacción más sincera y esporádica con aquellos estímulos que siempre le insuflaron vida orgánica a su artificiosa música. Una biblioteca de samples perdidos de los 90 que reapareció de manera abrupta da forma a un álbum en el que el autor de algunos de los trabajos de música experimental más relevantes de la pasada década (y simultáneamente productor de artistas como The Weeknd o ANOHNI, compositor de bandas sonoras de películas de los Safdie) parece, finalmente, desencadenado. Resulta imposible no asociar pasajes de este “Tranquilizer” con otros de su catálogo de juegos entre el vaporwave o la geometría MIDI casi irónica y monstruosa de “R Plus Seven”, pero lo cierto es que el nuevo disco de Oneohtrix Point Never es un ejercicio de forma como pocos que se habían visto de su autor. En él hay una ternura espectacular en el tratamiento de sonidos que son entendidos como detritus de nuestra época, a la par que hay un esfuerzo activo y patente por no embellecerlos.
Este no es un álbum que exija comprensión conceptual o lectora, ni parece música para músicos, sino más bien una estetización o una metáfora (compleja, si se quiere), de cómo el inconsciente se relaciona con lo sentido. Un duermevela en el que, como en “Cherry Blue” -Lynch mediante- cuesta diferenciar el sueño lúcido de la pesadilla y del que resulta complicado escapar indemne. En ocasiones incluso parece que habría que firmar un contrato de consentimiento para escucharlo y que Lopatin no se hiciera responsable de las imágenes que nos retrotrae. Y no es que este texto pretenda simplemente hacer alabanza indiscriminada de “Tranquilizer”, se trata más bien de que este álbum sumariza de una manera, creemos, bastante acertada (no como alguno que reseñamos semanas atrás) cómo se siente vivir en nuestra época. Es confuso, hermoso, trallero, abrumador muchas veces, terrorífico otras y siendo todo eso, no es un disco con una pretensión intelectual, elitista o propagandista; sólo una muestra de cómo interactúan nuestra psique y nuestro cuerpo con lo mediático. Bajo esa premisa, de la que el propio Oneohtrix Point Never ha hablado en diversas entrevistas (más dado a ellas últimamente), no hay significado al que agarrarse; como cada día en las redes sociales o en las interminables jornadas laborales en una oficina. Hay que amar lo inanimado para acceder a lo animado desde otro sitio. Uno en el que despertar no se sienta terrible. Como su propio autor dice: «Para mí, “Tranquilizer” tenía un doble sentido: te voy a obligar a relajarte.»

Como un despertador muy peculiar que te obliga a seguir entendiendo que todo es un sueño raro, este disco tiene algo que fuerza (a los samples, al oyente) y algo que abraza. Un extraño paternalismo para que de una vez comprendas que el juego es terrible, pero sigue siendo un juego. Mucha música de Lopatin ha sido leída bajo ese prisma recreativo, solaz, pero a veces ha sido malinterpretada como algo que se asemeja a un meme, que no es serio. Y precisamente porque este “Tranquilizer” tampoco es una pesadilla, igualmente no es una broma pesada de un meme lord tratando de descifrar una deriva cultural y haciendo un chiste. No se puede leer con esas gafas. Tampoco es ambient porque no es suficientemente relajante o experimental porque no contiene un ejercicio cien por cien anti orgánico. Es algo en medio de todo eso, un objeto sonoro (y visual, con sus extraordinarios videoclips) que se ubica entre las experiencias sensibles y que recuerda, en un tono sorprendentemente optimista, que hay algo bonito, memorable y registrado de manera singular, en todo esto que estamos viviendo.



