Cuando el ocio nocturno está pendiente de un hilo, cuando la mayoría de salas y clubs de España llevan cerrados desde mayo (o reconvertidas, “en el mejor de los casos”, en bares con mesas y sillas en sus pistas de baile), cuando la cultura de club ha desaparecido de nuestro país, cuando la segundo ola de la pandemia provocada por el COVID-19 está timbrando insistentemente en la puerta, llegan una panda de descerebrados a Rubió, en la comarca catalana de l’Anoia (a 45 minutos en coche del centro de Barcelona) y organizan una rave que reunió el pasado fin de semana a más de 250 personas.
Los organizadores rompieron las cadenas para acceder al terreno colindante a una masía de Rubió y montaron -como se puede ver en la imagen- un “mini Monegros” en el cual no faltó de nada: carpas, tiendas de campaña, y equipo de luces y sonido profesional incluidos. Rubió, con una población de 239 habitantes (según el último censo publicado por el Instituto Nacional de Estadística), acogió -nótese la ironía- a más de 250 personas que disfrutaron de la rave durante todo el fin de semana y hasta las 10 de la mañana del pasado lunes.
Cuando la policía autonómica catalana (Mossos d’Esquadra) irrumpió en la masía los organizadores y asistentes se negaron a abandonar el lugar. Fue entonces cuando se establecieron controles en la salida de la finca para identificar a todas las personas que allí se dieron cita. El dispositivo policial se inició el domingo y acabó el lunes con 49 vehículos identificados, 219 actas levantadas, 13 denuncias derivadas de controles de alcoholemia y 18 más por drogas. La policía ha denunciado a los organizadores por un evidente delito contra la salud pública. La rave acabó a las 10 de la mañana del lunes cuando la policía confiscó el camión con el equipo de luces y sonido profesional, trasladándolo hasta la comisaría de Igualada donde permanecerá hasta la resolución judicial.
Las raves siempre han sido muy populares en Cataluña, generalmente organizadas por personas relacionadas con el ámbito más independiente y/o alternativo de la música electrónica. El desembarco de pijos crusties del sur de Francia, (con la connivencia y apoyo de pijos catalanes con estética ravera) destrozó la escena a mediados de los 90 para centrarse exclusivamente en el negocio: barras de bebidas y venta de ketamina y MDMA. Las tarjetas de crédito de los papás pagaban las multas mientras seguían viajando por toda Europa (con sus furgonetas de alta gama pero siempre cubiertas de mierda) esperando a que llegase el verano para recalar en Ibiza. Tal y como está el panorama sanitario en todo el mundo (y especialmente en España) hay que ser una basura inmunda como persona para poner en peligro la salud pública. Las tarjetas de crédito de los papás no sirven ni para crear escena, ni para dar a conocer a la vertiente más underground de la electrónica de baile ni mucho menos para pagar los posibles daños causados en la maltrecha sanidad pública por una panda de mercaderes del templo que, conscientemente y sin ningún tipo de rubor, ponen en peligro vidas de terceros.