White Lines: un culebrón con un poco de música electrónica

Los productores de La Casa de Papel y The Crown mezclan en la coctelera todos los licores que tienen a mano para crear un combinado de gran factura técnica, pero tan poco trascendente que por no dejar, no deja ni resaca.

Cadáveres enterrados, cuerpos sin vida sumergidos, un Dj asesinado hace 20 años, otro que se parece a Pocholo, raves, narcotráfico, consumo desaforado de estupefacientes, algo de música electrónica, orgías, sexo con curas, complejo de Edipo, ajustes de cuentas, familias rivales enfrentadas, viajes psicotrópicos en busca del yo interior, la Guardia Civil pidiendo cigarros, Ibiza, Manchester, referencias al spaguetti western, persecuciones, una procesión de la virgen del Carmen, Juan Diego Botto con corbata y chaleco, casoplones y muchas piscinas. Todo eso, e incluso algo más, está presente en White Lines, una serie en la que se pueden encontrar tantas cosas como en las estanterías de un bazar chino.

Es evidente que Netflix, la plataforma donde se acaba de estrenar esta coproducción de Vancouver Media (“La casa de papel”) y Left Bank Pictures (“The Crown”), se inclina por crear sustancias adictivas de consumo voraz, que sacien rápidamente el apetito de la audiencia, sin ninguna vocación de permanencia, sin buscar la trascendencia, sin invitar a la reflexión y sin demasiado poso, pero aunque todas las drogas tengan en común la capacidad de generar adicción también entre ellas hay diferentes calidades. Que el entretenimiento de masas puede ser magistral lo demostró Hitchcock hace más de 50 años. Los platos preparados también pueden ser nutritivos y no simples preparados para matar el hambre.

White Lines arranca con el hallazgo de un cadáver momificado y enterrado en el desierto almeriense que sirvió de localización a Sergio Leone. Las tierras pertenecen ahora a un poderoso empresario ibicenco llamado Andreu Calafat (Pedro Casablanc) que posee un emporio de clubes nocturnos y otros establecimientos de ocio. Las pruebas de ADN confirman que el cuerpo pertenece a Axel Collins, un dj de Manchester que 20 años atrás desapareció sin dejar rastro de Ibiza, isla a la que se mudó con el único objetivo de vivir una vida de excesos, sin límites, sin normas y sin pensar en el mañana. 

Tras recibir la noticia, su hermana Zoe, interpretada por Laura Haddock (Guardianes de la Galaxia), decide trasladarse a la isla mediterránea para emprender una investigación que le permita encontrar a la persona que mató a su hermano. Esa aventura no solo servirá para desenmascarar al culpable sino que permitirá a la protagonista embarcarse en un viaje introspectivo con el objetivo de descubrirse a sí misma, ser capaz de romper las cadenas que la aprisionan y traspasar esas líneas blancas que, además de rayas de coca, son la metáfora de los límites que han marcado su vida. El problema principal es que la metamorfosis existencial de la protagonista carece de interés. 

Durante la investigación de Zoe, el espectador conocerá a Axel Collins, a sus compañeros de batallas musicales y alucinógenas y a sus amantes. Collins (Tom Rhys Harries) se presenta a través de flash backs y eso le hace jugar en desventaja, pero ni una sola de sus apariciones en escena logra acreditar el supuesto carisma arrollador que vende la historia: el de un personaje de talento desbordante, capaz de seducir a una hija y a su madre, hacerse con el liderazgo de la escena musical ibicenca y seguir provocando un vació desolador en quienes le conocieron 20 años después de su muerte. 

Desde luego la serie se puede visionar sin remordimientos si el espectador no se la toma demasiado en serio. Da la impresión de que los creadores tampoco lo han hecho, a pesar de haber manejado un presupuesto millonario. Esa abundancia se nota, se aprecia y se agradece desde el primer frame. Nada de esas producciones baratas sin exteriores donde se tienen que hacer planos cortos para que no se noten las carencias, estamos ante un producto con una factura de alta calidad. Lamentablemente el desahogo económico no se traduce en solidez narrativa.

La mezcla de géneros (thriller erótico, melodrama, culebrón, comedia) conserva un equilibrio inestable en los primeros compases, pero a medida que se van desarrollando las tramas y subtramas, algunas de ellas completamente inverosímiles, se produce una caída inevitable y no son pocos los momentos en los que uno se descubre asistiendo a una secuencia que no aporta nada a la historia. ¿Dónde quedó la célebre enseñanza de Chejov que aseguraba que si al comienzo de un relato hay un clavo en la pared ese clavo debe servir para que el protagonista se cuelgue al final? O lo que es lo mismo ¿Pero por qué coño me estás contando esto ahora? 

Con guion de Álex Pina, quien regresa a Netflix tras el pelotazo de “La casa de papel’, White Lines está mucho más cerca del folletín que del género whodunit y, aunque abunde la música (Primal Scream, Radiohead, Groove Armada, Gipsy Kings, Henry Mancini, Estrella Morente, Rosalía y hasta Mozart) en ningún momento pretende ser un retrato de la escena nocturna ibicenca o de la cultura de club. Se trata de un producto diseñado para convertirse en un nuevo éxito de audiencia y posiblemente lo consiga.