Reflexionamos sobre lo que la historia del Fyre Festival, contada por dos documentales recientemente estrenados, nos revela acerca de nosotros mismos.
La realidad es mi ficción favorita. Es una observación que vengo repitiendo cada vez más a menudo y que uso para referirme a esos momentos tan absurdos, tan increíbles y demenciales de los que somos espectadores que parecerían mentira si no fuera porque son total y completamente reales. Cosas como la policía de Madrid pidiendo al Winnie The Pooh de Sol que no circule ese día por no ofender al presidente chino, el imbécil ese amontonando decenas de conejos muertos hasta formar la palabra “VOX”, Donald Trump anunciando sanciones a países extranjeros utilizando la iconografía de Juego de Tronos o miles de niñatos forrados atrapados en las Bahamas sin agua ni lugar donde caerse muertos porque un rapero y un empresario les habían prometido que pasarían el fin de semana de sus vidas en el que debía ser el festival más lujoso y exclusivo del momento. Este último fue una especie de El señor de las moscas versión millennial llamado Fyre Festival que animó nuestro verano de 2017 a base de memes, y que ahora dos documentales han decidido recuperar.
Tanto Fyre: The Greatest Party That Never Happened y Fyre Fraud –el primero, producido por Netflix y, el segundo, por Hulu– persiguen el mismo objetivo: desgranar cómo pudo el evento del siglo engañar a tanta gente y convertirse en el hazmerreír de todo el planeta. Sin embargo, siguen caminos muy diferentes. Así, Netflix intentará hacer partícipe al espectador del clima de locura colectiva bajo el que se gestó el festival y terminará en un punto donde todo deja de hacerte gracia y empieza a darte verdadero asco. El de Hulu, en cambio, hace de esta repugnancia su punto de partida: desde el primer momento es crítico e implacable, retratando al responsable de todo el tinglado, Billy McFarland, no como un tontorrón vende humo sino como alguien totalmente consciente de estar cometiendo un delito de fraude. Y, así como el de Netflix se centra en el making-off del festival (de hecho, está co-producido por Jerry Media, la agencia que llevó la estrategia de redes del festival; una decisión un poco dudosa a nivel ético pero que enriquece el documental con imágenes del detrás de las cámaras), el de Hulu amplía sus horizontes y busca en el contexto sociopolítico lo que hizo posible que nadie frenara esta locura. Aunque Hulu tampoco se libra de su mancha ética: su cinta cuenta con una exclusiva entrevista al mismísimo McFarland por la que, obviamente, le pagaron miles y miles de dólares. Enriquecer a alguien en pleno juicio por fraude (y que terminaría finalmente condenado a seis años de cárcel) no parece la decisión más acertada del siglo.
En lo que a mí respecta, recomiendo ambos. No porque el asunto del Fyre sea tan importante como para tener que conocer cada detalle y versión de su historia (personalmente y más allá de cierto regocijo inicial, no me podrían dar más igual las vicisitudes de unos pijazos engañados por otros pijazos), sino porque en el auge y caída del festival se vieron involucrados tantos factores –desde la estrategia de medios del festival para vender algo que no existía a cómo el mundo canalizó su indignación a través de memes– que su historia trasciende la anécdota y se convierte en un ejemplo muy útil y evidente para pensar nuestro presente. Un ejemplo que sendos documentales, con amplia y precisa información que aportan, nos ayudan a comprender mejor. Aún así, no me centraré tanto en analizar los filmes –creo que no peco de benevolencia al presuponer todos tenéis ojos para verlos y cerebros para entenderlos– cuánto en analizar las reflexiones a las que dan pie.
FOGASA, ¿vas a pagar tú mi casa?
A decir verdad, el personaje de Billy McFarland produce cierta fascinación grotesca, la misma con la que uno mira a una paloma aplastada en el asfalto o un trágico accidente en medio de la carretera. Y más sabiendo cómo empieza su historia (un prometedor entrepreneur) y cómo termina (con una condena a pasar seis años en la cárcel), pero no el trayecto entre A y B. De hecho, la caída a los infiernos de un poderoso es un clásico, una de esas catástrofes perfectas que nos encanta mirar, así que no me sorprendería firmara muchas entrevistas en televisión y algún que otro contrato editorial en cuanto salga de la trena.
En este sentido, ambos documentales se complementan perfectamente. En el de Hulu uno recibe más información sobre el pasado de Billy, desde sus primeros pinitos de entrepreneur arreglando laṕices para sus compañeros de clase hasta Magnises, su primera estafa vendiendo entradas de eventos tan exclusivos que no había entradas disponibles para la compra. Pero, en el de Netflix, uno puede verle en plena acción, repitiendo una y otra vez a su equipo que “no somos de los que piensan en problemas, sino en soluciones”, ya fuera el problema en cuestión el no conseguir a determinado artista para el cartel, que a un día de empezar el festival no hubiera ni un cuarto de la infraestructura necesaria o que los 200 bahameños que trabajaron día tras día de sol a sol para montar las tiendas de campaña no hubieran visto ni un céntimo de salario. Así, vemos a Billy encandilar a media industria, asociarse con el rapero Ja Rule, mentir y mentir a sus inversores, falsificar documentos para demostrar más ingresos de los que tenía, ganarse la confianza de todos, poner las entradas del Fyre normales como agotadas para que la gente comprara el pase VIP y hasta intentar rascar dinero llevando un barco pirata a la isla –al más puro estilo Fitzcarraldo– para que la gente se pudiera montar previo cuantioso desembolso. Le vemos tener idea estúpida tras idea estúpida, tapar un agujero haciendo uno todavía mayor y, bajo las máximas tan neoliberales de “querer es poder” y “lo imposible no existe”, obstinarse a llevar a cabo un festival tras las muchas advertencias de los lugareños sobre su inviabilidad.
Como dice uno de los entrevistados en Hulu, “tendría gracia si no fuera criminal”. Y es que, cuando todo se derrumba y el caos toma la isla, Billy huye (como todo el equipo, por cierto). De vuelta a Nueva York, a sus empleados les dice que no les va a despedir, pero que no cobrarán hasta nuevo aviso, lo que básicamente significa obligarlos a dimitir para no tener que pagarles finiquito. Hay una estrofa de 1000 emprendedores de J. Verben que lo describe muy bien: “ 1000 emprendedores han terraformado Marte / para seguir haciendo lo mismo que hacían antes / Han montado un negocio de mierda que en un año habrá ido a la quiebra / y sus trabajadores al concurso de acreedores”.
Pero lo más alucinante de todo es por qué nadie le paró de verdad los pies. Por qué los responsables del equipo (entrevistados la mayoría en el de Netflix) no se bajaron del carro en cuanto la cosa empezó a desmoronarse. Es decir, un pavo llega y dice que quiere montar el mejor festival de la historia, a dos meses del festival no hay nada organizado ni dinero para hacerlo, a dos días todo sigue igual pero el público todavía cree que ese festival de lujo por el que han pagado millonadas va a ocurrir, ¿y en ningún momento te planteas salir del embrollo? “Nos encandiló su energía, su manera de venderte las cosas”, dicen unos. “Había tanta energía y tanto dinero, que no querías parar”, dicen otros. Ok. Billy McFarland es un estafador, la digievolución del vendedor de coches perfecto, el vende humo definitivo. Pero a su equipo no les vendió una idea falsa de festival. Les vendió la idea de que podían ricos pasara lo que pasara. Y ellos lo compraron. El único un poco cabal en este asunto es Owen Aks, el que llevara la estrategia de medios de Fyre, a quién al final del documental de Hulu se le pregunta: “¿Quién es el culpable?” y responde: “Todos”.
Ni aquí, ni ahora
En ambos documentales, pero sobretodo en el de Hulu, hablan todo el rato de los millennial y de cómo el Festival acertó al individuar en ellos su target. Una generación narcisista, afecta de FOMO (“Fear Of Missing Out”; algo así como que, si no estás, no eres) y cuyas máximas fuentes de autoridad, los encargados de validar su sistema de creencias, son los influencers. Cansados de un entorno moldeado por la precariedad y la desilusión, los millennial construyen una realidad ficticia basada en sueños de éxito y comodidad. En su spot promocional, el festival promete un entorno paradisíaco que queda genial en fotos, una lista de invitados sacada de los más seguidos de Instagram y lo más exclusivo en comida, arte y música. Lo que venden no es un producto, sino una experiencia. Y no cualquiera, sino una en la que todo el mundo desearía estar, pero en la que puedes estar tú. El mismo McFarland lo dice en una de las reuniones del equipo incluidas por Netflix: “vendemos un sueño imposible para el perdedor promedio”.
Identificado el target, ¿cómo llamar la atención de una generación que vive en un scroll infinito? “Parando internet”, afrima Oren Aks. Es decir: pagando millonadas para que centerares de influencers colgaran al mismo tiempo una enigmática foto naranja en sus perfiles de Instagram, jugando a la disrupción visual. Sabían lo que querían y sabían cómo conseguirlo. No eran 4 enajenados, sino un enajenado, un rapero buscando pagar facturas y un equipo de grandes profesionales. Sólo así se entiende que la gente llegara a pagar 500, 1500 y hasta 12.000 dólares para ir. Por mucho que me gustaría decir que si puedes permitirte gastarte ese dinero en un festival es que eres, en primer lugar, rico y, en segundo, gilipollas, sería tan cierto como reduccionista.
Sin embargo, lo curioso de la obsesión norteamericana (y del documental de Hulu) por los millennial es que es una categoría artificial que –conscientemente o no– sirve para eludir la cuestión de que el problema no es generacional, sino sistémico. No es la juventud la que está en crisis, sino el sistema neoliberal. No se trata solo de la “uberización” del mundo, el que todo sea optimizable en una oportunidad de negocio, sino de nosotros mismos. No es que cada uno sea su propia marca porque seamos vanidosos y narcisistas, sino porque el trabajo se ha precarizado y diseminado tanto que todo se ha vuelto trabajo. Nuestros perfiles en redes sociales son oportunidades para ganar visibilidad. Las fiestas, ocasiones para hacer contactos. El trabajo ya no está donde solía estar y nosotros, abocados a una autopromoción constante, somos dinero viviente, capital con patas. Y los inlfuencers los primeros. Como evidencia Ahora de El Comité Invisible (quitando las idas de olla anarcoutópicas, muy recomendable), “el capitalismo no consiste tanto en vender lo que se produce como en hacer contabilizable lo que no lo es todavía. […] En la época del capital humano y de la moneda viviente […] estar aquí es en primer lugar la insoportable renuncia a estar en cualquier otro lado, estar con tal persona es el insoportable sacrificio de conjunto de las demás personas con las que uno también podría estar.” Este, y no el de rabieta adolescente por no estar donde está todo el mundo, es el significado de FOMO. Claro que es más fácil culpar a una generación entera que a tu propio sistema.
Donde hay un meme, hay vida
“Llegó un punto en el que no podías diferenciar la realidad de la ficción”, afirma en el documental de Netflix uno de los miembros del equipo. Cómo para no. Más adelante, en uno de los momentos más gloriosos de la cinta, el jefe de producción Andy King, cuenta cómo, para rescatar las botellas de agua retenidas por la aduana por un impago de 175’000 dólares, McFarland le propuso que le hiciera una felación al jefe de aduanas. Andy se duchó, se lavó a conciencia los dientes, se puso bien guapo y fue a ver al jefe de aduanas (spoiler: al final no hizo falta ningún intercambio de fluidos, solo la promesa de que el jefe de aduanas sería el primero en cobrar; spoiler 2: eso tampoco ocurrió). Este es tan solo un ejemplo de uno de los muchos momentos de esta historia en el que el Absurdo interrumpió en escena por la puerta grande, trastocando por completo la realidad de todos. Es más: en las entrevistas, a muchos se les escapa alguna que otra risa nerviosa al contar según qué cosas, cómo si dos años después no se lo terminaran aún de creer. Por su parte, el documental de Hulu también establece una relación interesante con la ficción, intercalando constantemente en su montaje escenas de The Office, American Dad, Parks & Recreation o Richie Rich. Si bien es evidente que es un recurso utilizado para suplir la falta de material –contrariamente a Netflix, solo disponen de las entrevistas, el anuncio del festival y los vídeos que los mismos asistentes colgaron en redes–, también pone en evidencia la carencia de herramientas que tenemos para interpretar la realidad.
Y con esto volvemos al principio del artículo, algunas miles de palabras más arriba. El caso es que vimos en una realidad tan vasta y complicada, tan en crisis y acelerada, que nos acogemos a la ficción para intentar explicarla. Pero, más ficción que la verdadera ficción, la realidad nos supera. Así, con la historia de neoliberalismo salvaje del Fyre Festival, con Trump memenizándose a sí mismo o los de Vox cruzando el estrecho de Gibraltar a mano… yo me río. Hacen gracia. Pero no sé cuánto de amargo tiene, en realidad, esa risa.
Creo, sin embargo, que nuevas maneras de interpretar y expresar la realidad están naciendo. Nuevos canales de expresión que, además, pueden servir como punto de partida para un contradiscurso los memes. Su potencial viral, su carácter anónimo y, sobre todo, su esencia absurda, los convierten en una herramienta de subversión muy afilada. Carnavalescos y paródicos, luchan contra un absurdo muy real con aún más absurdo. Ejemplar, nuevamente, fue el caso de Fyre. Hicieron falta centenares de influencers, los mejores profesionales de la industria publicitaria, millones de euros y incontables mentiras para montarlo, y tan solo un triste sándwich de queso para hacerlo caer. La foto se hizo viral, los usuarios de las redes sociales se repropiaron de las mismas imágenes publicitarias del festival, subvirtiéndolas. Lo demás es historia.