Una columna (con highlighter) inspirada en la nueva película de Pedro Almodóvar, Dolor y gloria, que se estrena hoy en cines.
El martes 19 de noviembre de 1998, 75 cines de Estados Unidos proyectaron por primera vez el tráiler de La Amenaza Fantasma, previo al pase de películas por aquel entonces en cartelera como The Waterboy o ¿Conoces a Joe Black? Según documentó The New York Times, los centenares de jóvenes que llenaron los cines aquel día abandonaban la sala tan pronto concluía el avance promocional de Star Wars. Joe Black, como el enemigo, ni se conocía, ni quería conocerse. Desde el martes 19 de noviembre de 1998 hasta hoy, viernes 22 de marzo de 2019, los mecanismos del hype han cambiado. Si no fuera así, si Tumblr, si Instagram, si YouTube no hubieran cambiado nuestras vidas cambiando nuestra forma de consumir imágenes, hoy los cines españoles agotarían las entradas para ver Dolor y Gloria vaciando sus localidades a los cinco minutos de proyección. Cinco minutos son suficientes, para verla. Para ver a Rosalía.
Rosalía, en la nueva película de Pedro Almodóvar, son cinco minutos. Cuatro líneas de diálogo. Una cover a cappella de aquel A tu vera que popularizase Lola Flores. La hija de la Faraona, Rosario, sería una de las muchas cantantes en cometer intrusismo para alcanzar la categoría de “chica almodóvar”. Lo hizo en Hable con ella, como lo hizo Leonor Watling de Marlango. Como lo hizo Alaska en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Como lo hizo Miguel Bosé travistiéndose en Tacones Lejanos. Como ahora lo hace Rosalía. Su personaje en Dolor y Gloria, Rosita, lava y seca la ropa a la orilla de un riachuelo. «Me gustaría ser un hombre», dice en su primera intervención, «para bañarme en el río desnuda». Arrugas en las yemas de los dedos, discurso de ambiciones tomboy. Eso es todo lo que sabemos de Rosita, pero no tiene por qué ser todo lo su personaje dé de sí.
«A mí me encanta el cine de Pedro», recoge Marcos Ordóñez en La bestia anda suelta, una extensa entrevista con Álex de la Iglesia donde el director de Acción Mutante, producida por los hermanos Almodóvar, hablaba del que fuera su primer padrino en el mundo del cine. «Me encanta, pero a veces tiene ese problema: demasiadas historias. Tiene setenta guiones en uno y luego no puede meter todo eso en una película. No te haces una idea de lo que es un guión de Pedro. El personaje de Paco Rabal en Átame, por ejemplo, tenía una biografía completísima. Lo que le pasó al personaje cuando era pequeño, y cuando se enamoró, y cuando fue a la mili. Escribe todo eso pero no lo puede meter. O lo rueda y luego lo ha de cortar porque no cabe, pero él tiene la sensación de que ya lo ha contado», sentenciaba el cineasta vasco, «de que el público está al loro de esa historia».
Las obsesiones, con el tiempo, no hacen más que acrecentarse: la atención al detalle para construir el Máximo Espejo de Francisco Arrabal en Átame tiene que ser, necesariamente, homologable al mimo puesto en la Rosita de Dolor y Gloria. Una obsesión en fuera de campo. Una obsesión entre líneas, planes de rodaje, descartes de sala de edición. Persigo esa obsesión porque, cinco minutos después de que arranque la película, todavía permanezco en mi butaca. Asisto a la caída de Salvador (Antonio Banderas), un director de cine veterano aquejado por los achaques y la nostalgia infantil. «El cine de mi infancia huele a pis, a jazmín, a brisa de verano», puede leerse en Adicción, uno de los proyectos que Salvador jamás logró sublimar en la gran pantalla. «Tiene setenta guiones en uno y luego no puede meter todo eso en una película», me repito. «Escribe todo eso», me repito, «pero no lo puede meter». Cinco minutos después del arranque de Dolor y Gloria, permanezco.
El metraje avanza y yo, a Rosita, la acabaré descifrando a través de Jacinta, la madre de Salvador interpretada por Penélope Cruz, de joven, y por Julieta Serrano, de mayor. Serrano, desde la cama de un hospital, afea a su hijo la querencia de airear asuntos familiares con la autoficción como coartada. Más o menos formal, su última voluntad pasa por que Salvador no la vuelva a incluir en ninguna de sus películas; ni a ella, ni ninguna de sus amigas del pueblo. «Siempre las dejas de catetas», critica una Jacinta ya anciana. Al hacerlo, al recitar Julieta Serrano unas palabras firmadas por Almodóvar que bien podrían tener la autoría de su madre Francisca, y dando por buena la lectura de que Banderas es un avatar carísimo para cubrir el rostro de su director, podría pensarse que Dolor y Gloria vuelve a ser un acto de desobediencia maternofilial. O, tal vez, todo lo contrario.
«Me gustaría ser un hombre para bañarme en el río desnuda», dice en su primera intervención Rosita. «Oye», llama su atención la Jacinta de Penélope Cruz, con un Salvador infante utilizándola de montura, «antes de echarte al agua, quítame al niño de encima, que me tiene deslomá». Rosita toma a Salvador en brazos, liberando la espalda de Jacinta. De qué si no de una posteridad que nunca pidió. De que si no de una autoficción que es losa. «Aquí tienes un palo para jugar», ofrece alternativas al niño, el personaje de Rosalía. El personaje de Rosalía. Porque, dime, mamá: ¿Desde cuándo las catetas han brillado con highlighter? ¿Desde cuándo ganan Grammys Latinos y ocupan pantallas en Times Square? ¿Desde cuando dicen en voz alta querer ser hombres, para poder bañarse en el río desnudas? Rosalía, en Dolor y Gloria, son cinco minutos, cuatro frases y una extraña forma de firmar la paz con las que ya no están, pero estuvieron ayer, hoy, mañana y siempre.
«(…) eternamente a tu vera».