Queremos saber lo que ha comido un DJ, no cómo suena su último disco

Una reflexión sobre el triunfo de lo trivial en el ‘mainstream’ de la música electrónica, por Javier Blánquez.

 

Hace unas semanas entrevisté a Coyu y, entre las muchas cosas interesantes que dijo sobre su profesión, hubo una que me pareció especialmente relevante: si él pudiera tener control sobre la vida y la muerte, si tuviera los poderes de un dios y alterar el curso del tiempo, preferiría haber nacido diez años antes para poder experimentar lo que era ser un artista underground en aquella época en la que la música electrónica de baile todavía estaba en su periodo de formación, el circuito de los clubes y las raves no estaba tan viciado en algunos aspectos como ahora y, en definitiva, los artistas podían sentirse más libres y menos presionados para crear. Esta reflexión la hacía Coyu en base a la sobreexposición a la que se ven obligados la mayoría de artistas cuando alcanzan cierto nivel en sus carreras. “Hoy, si no te muestras en las redes sociales, estás muerto. A menos que seas Daft Punk”, decía, y continuaba así: “A la gente le interesa más lo que has comido hace un rato que mi último disco”.

Por supuesto, todas estas afirmaciones que a veces suenan categóricas necesitan ciertas matizaciones. Damos por hecho que hay mucha gente a la que le da igual si el DJ de turno se ha comido un yogur antes de pinchar en Tomorrowland, y que en cambio escucha música con regularidad, afición y profundamente concentrada; también damos por hecho que se puede vivir sin estar en las redes sociales, aunque seguramente uno tenga que conformarse con ser más discreto, lo que lleva implícito ser más pobre porque cuando uno no está donde se mueve la bolsa de trabajo, el trabajo lógicamente fluye menos, una opción que tampoco es sostenible siempre y cuando haya otra gente que dependa del buen curso de una carrera para mantener sus trabajos, desde quien se encarga del booking al responsable de administración –y nos tememos que también es difícilmente sostenible si uno se lo hace todo solo, incluso la contabilidad; algún día se tendría que hablar en profundidad de la vida perra del DJ autónomo que bordea el mileurismo–.

 

Cuando el producto eres tú, es normal que nos dé la impresión de que la música te importa una mierda

Pero volvamos a las palabras de Coyu y vamos a aceptarlas como una generalización correcta: en efecto, a la gente le suele interesar más lo que ha comido Marco Carola –iba a hacer una broma aquí, pero me la ahorro– que lo que ha pinchado Marco Carola en la sesión de club antes de comer, y por supuesto le interesa todo eso mucho más que su último disco, que, en el caso de que esté planchado en vinilo o publicado en CD, ya no se compra nadie. Puede parecer una reflexión un poco pobre, pero parte de una lógica que creo que es bastante sólida: si en efecto nos interesara tantísimo la música como tal, si fuera algo tan necesario como comer y respirar, las cifras de ventas serían considerablemente más altas, y en cambio hay un abismo entre los 300 maxis que puede llegar a vender una edición en vinilo y las 50.000 reproducciones que puede llevar ese maxi en Spotify o los 200.000 likes que puede sumar una publicación en Instagram en la que alguien se está comiendo un yogur. Si planteamos un silogismo cutre, entonces diríamos que para vender 300 discos lo primero que tienes que hacer, antes incluso de producir y grabar el disco, es comerte un yogur y subirlo a internet.

Uno de los aspectos más deprimentes que se han ido generalizando en la escena techno en los últimos años es esta sensación de que la música ya no es suficiente, y que para reclamar la atención del público hay que hacer todo tipo de cosas extramusicales para subirlas a tus redes sociales. El caso paradigmático de esta situación, que forma una arista esencial de ese cúmulo poliédrico de malestares que alimentan la crisis de identidad de la música electrónica de baile de la que empezamos a hablar aquí hace unos días, estaría en las críticas que hace unos meses dirigió Richie Hawtin contra la DJ belga Amelie Lens. Como casi todo el mundo sabe, en la carrera de Amelie Lens se ha borrado la fina línea que últimamente separa al DJ del influencer: con más de un millón de seguidores en Instagram a finales de 2019, el mensaje que está transmitiendo constantemente es el de su propio éxito, su lozana juventud y su felicidad; el 90% de sus fotos nos muestran lo fuerte que es su conexión emocional con el público, que le aclama como si fuera la reina de Saba entrando en Jerusalén, y lo excitante que es su vida, siempre volando en business class, luciendo ropas magníficas que cuestan el 80% de un sueldo medio, sus momentos de relax al borde de una piscina o el privilegio que consiste tener un trabajo que le permite constantemente hacer turismo, comer en restaurantes exquisitos y tener como base de operaciones un apartamento monísimo y limpio con un gato dentro.

Entonces, ¿qué nos explica el Instagram de Amelie Lens sobre la música de Amelie Lens? La verdad es que nada. No queda claro si pincha EDM o drum’n’bass, raramente sirve para decirnos que tiene nueva mandanga en la calle. De modo que lo que nos está vendiendo el producto Amelie Lens –porque en el momento en que operas con tus redes sociales de esta manera es para venderte a ti misma, o esa cuadratura del círculo que consiste en pedir casito y recibirlo– es a la propia Amelie Lens como una catalizadora de emociones fuertes, de estatus aspiracional y, por supuesto, que todo ese tren de vida se lo puede permitir porque tú le has comprado la mercancía. Si fuera vendiendo discos, posiblemente tendría que conformarse con vivir en una ratonera en Bellvitge o Carabanchel, y lo más lejos que iría sería al Mercadona a comprar hummus industrial.

 

Exponerse está bien, pero ¿tenemos claros cuáles son los límites?

Lo que dijo Richie Hawtin es que esa manera de enfocar el trabajo del DJ lo que alimentaba era una mentira en la que el elemento más perjudicado era la música, y que Amelie Lens estaba superando todos los niveles de sobreexposición, que era lo mismo que decir que cuando aflora la vanidad, la música no importa en absoluto. Tampoco es que Hawtin en Instagram sea un dechado de autocontrol –también tiene su ristra de fotos circunstanciales en Ibiza, posando, enseñándonos la ropa que lleva–, pero de vez en cuando te recomienda un libro, o un nuevo hardware, y la sensación de equilibrio entre pasión y autobombo es bastante más mesurada. Tampoco queremos decir que a Amelie Lens, o a cualquier otro artista que proyecte el mismo estilo de vida, no le interesa la música, ni la busque, ni la escuche, pero es sintomático que en otra época una de las principales herramientas promocionales de los DJs fuera la publicación de su top 10 mensual –es decir, una manera de decir “esto es lo que escucharás si vienes a una de mis sesiones, te prometo que no te voy a colar mierda”–, y ahora sea una foto en una playa de Sri Lanka con el sol cayendo en el atardecer.

En la misma entrevista de la que antes hablábamos, Coyu también dijo algo que merece rescatarse: “el techno y el house son hoy dos corrientes dentro de la EDM”. Dicho así, es como para echarse las manos a la cabeza, porque todavía hay muchos desniveles de diferencia entre el mainstream de la música de baile y su contraste subterráneo. Pero esto es así porque algunos lo sabemos; mientras tanto, el grueso del público –ese que da likes en Instagram y que nunca se comprará un disco– en realidad no distingue a Amelie Lens de Paula Temple, y mucho menos a Amelie Lens de Martin Garrix. La EDM ha perdido el carácter específico que tuvo en sus orígenes, en tanto que el descubrimiento masivo por parte de la generación millennial de una cultura rave domesticada en Estados Unidos, y se ha convertido en el término cómodo para englobar las dinámicas económicas de la música electrónica de baile en todo el mundo: un circuito global con superestrellas que surcan los cielos de festival en festival, que reúnen masas que van de los 5.000 a las 20.000 personas, y que ha perdido definitivamente aquel rasgo que tan valioso era en el circuito en los años 90, lo que llamábamos “cultura de club”, y que consistía en poner en valor un tipo de música específica y con rasgos aventureros y novedosos en un espacio preparado para elevar el ritual.

Momento ‘boomer’: hay motivos para echar de menos la cultura de club

Tampoco seamos ingenuos y admitamos que el club era un centro de entretenimiento, en el que se socializaba, se daban viajes al lavabo y se intentaba ligar, pero el club era también un espacio cultural porque ahí se nos presentaba la música virgen y a oscuras, y el equilibrio entre disfrute y descubrimiento resultaba excitante. En una época en la que no había teléfonos móviles, tu atención podía dirigirse exclusivamente al DJ, al que no hacía falta ponerle cara: algunos elevaron su estatus y dieron paso a la primera ola de súper-DJs de los 90, pero en la mayoría de los casos hablábamos de chamanes, de alquimistas, no de guapos de Instagram. Siempre se dice que en un club la gente baila y se divierte, aunque no necesariamente escucha (en tanto que escucha atenta), pero eso no es verdad: el cuerpo también absorbe la música por los poros de la piel, y aquellas experiencias enriquecían todas y cada una de tus células. Pero hace tiempo que el club como espacio privilegiado no tiene el mismo peso que antes, y con su pérdida de influencia también se fue aguando la cultura de ídem  para que esta fuera sustituida, casi exclusivamente, por el entretenimiento.

Toda esta reflexión a lo que debe llevar no es tanto a escandalizarse, sino a poner serenamente sobre la mesa de debate una cuestión: es evidente que, en general, el papel y la importancia que le hemos dado a la música ha cambiado. Esto tiene mucho que ver con la drástica reducción en su valor: antes costaba dinero y ahora no (o muy poco), y antes costaba encontrarla y ahora no (o menos); antes, la pasión por la música implicaba un esfuerzo que ahora se ha relajado, y aunque al final podamos llegar al mismo punto, lo que cambia sin ninguna duda es la sensación de recompensa; antes, llegar al final del camino te llenaba de una satisfacción indescriptible, mientras que ahora seguramente te desvíes por otro sendero antes de culminar tu viaje, porque algo más llamativo reclamará tu atención. Son satisfacciones incompletas y acumuladas que dan forma a una sensación final quizá plena, pero diferente. Personalmente, la segunda opción no termina de llenarme; preferiría tener menos caminos a mi alcance, preferiría que hubiera una señal que me dijera cuál de los caminos es el bueno, aunque fuera un camino pedregoso y embarrado.

Esto también tiene que ver con lo que le pedimos hoy a la música electrónica, y que ha perdido buena parte de la sensación de aventura que marcó sus orígenes y su desarrollo hasta la década de los 90. En realidad, nadie tiene la culpa de nada: es el signo de los tiempos. El siglo XXI, el del gran triunfo de la posmodernidad –es decir, sin certeza moral, sin creencias centrales más o menos sólidas sustituidas por una fluctuación líquida, y sobre todo sin la sensación de que el tiempo se mueva en línea recta–, ha sido el momento en el que se ha roto nuestra idea tradicional del futuro. La aceleración del presente impide pensar a años vista, y la mayoría de reflexiones –este artículo también– acaban buscando un apoyo en cómo eran las cosas antes para explicar el presente, y no tanto utilizar el presente para pensar en cómo serán las cosas mañana. Porque cuando se piensa en el futuro, salvo algunos científicos optimistas, todo lo que vemos es catástrofe.

 

El underground: ¿último refugio, o salida a la desesperada?

La música electrónica, salvo excepciones, también piensa en clave presentista o retromaníaca. Es decir, o vive el momento mientras dure –ya saben, YOLO–, o se refugia en el pasado, o busca respuestas en ese pasado que ayuden a sobrellevar la ansiedad que suele ir emparejada con la sobreexposición, y que seguramente la mayoría de artistas no querrían ni en pintura, pero que se vuelve obligatoria si se quiere uno mantener en el circuito y, en definitiva, poder criar a tus hijos, pagar la casa, poder llenar el depósito de gasolina y cenar algo más que no sea caldo de pollo con fideos. Los rigores del tiempo empujan a muchas artes y profesiones por caminos ingratos –sobre todo las que dependen de la comunicación, y de ahí lo mal que está el periodismo y lo degradada que está la política–, y en mayor o menor medida nos obligan a entrar por ahí, a pasar por ese ingrato aro. El problema no está en que Amelie Lens o Richie Hawtin se hagan selfies; el problema está en que, si quieren conservar su estatus, ya no pueden ser Burial, y esa tendencia a la exposición continua es imposible de revertir a menos que se opte por la retirada o la aceptación de un nuevo estatus, y un regreso al underground. El underground es un lugar cómodo y satisfactorio, pero más pobre. Habiendo conocido el éxito, es un espacio inasumible para mucho.

Porque, finalmente, y volviendo a lo que decía Coyu, resulta que sí hay una alternativa, pero esa alternativa implica un riesgo, una actitud y una rebaja de aspiraciones. Se puede salir del vientre de la ballena EDM, que es cierto que ha engullido a parte del techno y el house aunque no a todo –es decir, tendríamos que pedir excomunión para quien diga que Andy Stott, Shed o MadTeo pertenecen a ese juego vil–, para así bucear libremente en las frías e inabarcables del océano underground. Todo este artículo en realidad partía de una idea, y era si el underground, entendido como ese espacio moralmente recto y creativamente no condicionado por las modas y el mercado, todavía existía en un tiempo dominado por la tiranía de las apariencias y la música como un reclamo tan trivial como una camiseta. Al final, hemos hablado mucho de las apariencias y poco del underground, lo que será en otra ocasión. Evidentemente, el underground ahí está, sólo hay que hacer el esfuerzo de dejar atrás la seguridad del yate de lujo y, sin miedo a las medusas y a los tiburones, tirarse de cabeza al mar.