Este thriller erótico sobre un stripper que se despierta en un barco junto a un cadáver degollado fue un fracaso de audiencia y crítica en Antena 3, pero en Netflix lo peta. Seguimos sin explicárnoslo.
Decía Michi Panero que en esta vida se puede ser cualquier cosa menos un coñazo y si alguien debería tatuarse ese principio y cumplirlo a rajatabla son los responsables de hacer series.
A un producto creado para entretener se le puede perdonar un presupuesto exiguo, una iluminación deficiente o que se cuele un camión en una secuencia que supuestamente tuvo lugar ocho siglos antes de que el primer vehículo echara a rodar. Pero lo que es inaceptable es que sea tan aburrida y falta de ritmo que leer vidas de santos pueda llegar a ser una alternativa más apetecible que lo que sucede en la pantalla. Por ese motivo resulta curioso el éxito que está teniendo estos días en Netflix la serie Toy Boy.
La producción de Atremedia, que se estrenó el pasado otoño en Antena 3 con pobres datos de audiencia y críticas demoledoras para su dúo protagonista, ha conquistado el éxito en la plataforma de contenidos, donde ha llegado a ser varias jornadas la serie más vista del día, aunque desde que Elite estrenara temporada haya tenido que ceder la primera posición.
A pesar de cargar con los algunos defectos propios de producciones con recursos limitados -esa fiesta de divorciadas con la que se abre la serie causa sonrojo- la historia tiene un punto de partida prometedor y uno se convence de que hay margen para la esperanza.
Hugo Beltrán, interpretado por el exjugador del Betis B Jesús Mosquera, es un stripper que desarrolla su profesión con éxito en la Costa del Sol hasta que una noche se despierta en un barco con la camisa y las manos llenas de sangre. En la cubierta descubre un cadáver degollado que se consume por el fuego.
El cuerpo pertenece al marido de su amante, una poderosa empresaria a la que da vida con mala leche y bastante encanto Cristina Castaño, que junto Pedro Casablanc son lo más destacable en el plano interpretativo.
Los hechos llevan a Beltrán a la cárcel hasta que una joven y supuestamente muy ambiciosa abogada (María Pedraza) se hace cargo de un caso plagado de irregularidades con el objetivo de proyectar su carrera al estrellato. A partir de aquí, lo que debería desarrollarse como un apasionante thriller, salpicado de escenas de alto voltaje sexual y en el que todos los personajes son sospechosos, se convierte en nada.
Con un piloto más extenso que una cuarentena en compañía de Maná, la serie pierde rápidamente el fuelle inicial, la sensualidad prometida se evapora y la carga sexual, que debía constituir uno de los ejes de la historia, se esfuma por completo. Si Cincuenta sombras de Grey ya es un quiero y no puedo del erotismo de jodido manual, Toy Boy no llega ni a joven promesa.
Los diálogos, como hemos sufrido ya en demasiadas ocasiones, carecen de chispa e ingenio, y las interpretaciones de los dos protagonistas no alcanzan el nivel mínimo de credibilidad, pero es significativo el hundimiento de Pedraza. La celebrada protagonista de Élite no despliega en ningún momento el arrojo, la valentía y el cinismo que debería tener una abogada capaz de llegar hasta donde haga falta para progresar en su profesión.
Durante su proyección en abierto la serie obtuvo una media de share del 8,4% y 1.129.000 de espectadores, datos considerados bajos para televisión, pero en Netflix lo peta, aunque ese éxito también puede ser cuestionado, porque la plataforma difunde el ranking de los productos más vistos, pero no aporta datos de audiencia.
Aun así, este éxito confirma dos cosas: el discreto encanto de lo cutre y que, a pesar de compartir lenguaje audiovisual, las historias para televisión y para streaming siguen caminos divergentes.