A Luciano uno se lo imagina siempre de uniforme: chanclas de dedo y bermudas, camiseta de tirantes de la que deja asomar el sobaco y parte de la tetilla y una gorra de reja, un cigarro de liar en una mano y en la otra una cerveza. Por supuesto, siempre mirando al sol, como si estuviera haciendo la fotosíntesis y en vez de aminoácidos, hidratos y vitaminas -y un poquito de THC-, por su organismo lo que circulara fuera clorofila, lo que añade al retrato, cómo no, unas elegantes gafas oscuras de marca. En definitiva, a Luciano uno se lo imagina exclusivamente en verano -¿se han dado cuenta de que riman?-, cuando llega ese estío de calor húmedo y pegajoso del Mediterráneo y hace las maletas para pasar la mayor parte de su tiempo en Ibiza, pinchando en terrazas y piscinas, en calas invadidas por buitres italianos y amazonas escandinavas con cuartos traseros de percherón y más curvas que la costa del Garraf. Posiblemente, ningún otro DJ haya contribuido tanto al giro que se ha dado en la cultura dance en los últimos años, en la que es tan importante el valor que se le da al día como antes se le daba a la noche. No es que Luciano inventara el after y la fiesta a plena luz, pero con él se ha consolidado como una industria millonaria, una máquina de hacer dinero, y curiosamente pinchando una música con rastros experimentales y poca ambición comercial, siempre y cuando identifiquemos la EDM con Satanás.
Una pregunta pertinente sería: ¿qué hace Luciano en invierno? ¿Se esconde, hiberna como los osos? Y sobre todo: ¿qué ropa se pone? La pregunta es una estupidez soberana porque, aunque tenga un nombre latino y sonoro, y un apellido provenzal –Nicolet-, y es fácil imaginar por sus orígenes chilenos un comportamiento nómada que le lleve al hemisferio sur cuando ahí es verano, y al norte cuando es temporada ibicenca, lo cierto es que Luciano tiene la nacionalidad suiza. Ha pasado inviernos duros y montañosos en el país del chocolate y el reloj de cuco, como diría Orson Welles, y de hecho es ese clima más áspero, nevado, el que explica muy bien el sonido del Luciano de principios de la década pasada, el que aún no había fundado el sello Cadenza y se refugiaba en Mental Groove, una plataforma decisiva en el desarrollo del minimal techno original. Pero aquel Luciano era otro: aún no había advertido el mundo nuevo que aparecía cuando Apolo -el dios, no la sala- se alzaba por los cielos con su carro de fuego, iluminando los campos y los mares con el calor de su oro.
Hace poco, Luciano estuvo pinchando en una Boiler Room en Suiza. Suiza, como ya se sabe, tiene bastante diversidad geográfica, pero lo que más tiene es Alpes, rocalla gélida y escarpada que a la gente le va de maravillas para hacer montañismo, esquí y otear los valles desde las imponentes alturas, y que ha sido una zona de apogeo de un clubbing y festivaleo diferente al combinar las atracciones del house y los deportes de invierno -incluido el snowboard-. Y ahí estaba Luciano, enfundado en un anorak grueso, con un gorro de lana calado hasta las orejas, fular de cuadros -nunca puede faltar el fular- y, ya que pinchar con guantes es imposible, unos mitones negros, como si en vez de DJ fuera un monje copista en el monasterio de El nombre de la rosa. O sea, que Luciano no hiberna, Luciano está facturando muy seriamente a todas horas, haga frío o calor, sea en invierno o en verano, en el hemisferio norte o en el sur, congelándose o sudando como un cochino, pero siempre haciendo caja.
Pero sabemos que ese Luciano no es verdaderamente nuestro Luciano. Luciano ama los yates y los gin tonics en copa con forma de balón de fútbol, le encanta estar al sol y alborotar la melanina hasta alcanzar un estupendo matiz cobre, y por eso afirmamos -como si fuera un titular del diario As redactado por el mismísmo Tomás Roncero– que la bestia está a punto de despertar. A partir de ahora, ha llegado la temporada de dejarse el equivalente a dos sueldos en un par de días en Ushuaia, alquilando una habitación de hotel que cuesta un ojo de la cara y un riñón, gastándote diez euros en cada botellín de agua y moviendo indolentemente el trasero al borde de la piscina con revueltas dalinianas mientras en el escenario hay un señor que pincha grooveteo mientras el Lorenzo cae a plomo y te abrasa las pestañas, momento en el que vas al chiringuito a pedir un martini, te refugias con la diosa griega bajo un toldo o esperas pacientemente a que caiga la noche, y entonces ya acuda a pinchar Mathew Jonson. Luciano ha conseguido algo que parecía imposible hace años: que a las cinco de la tarde, con un solazo de justicia, aquello parezca hora punta, que exista un público con un biorritmo distinto para el que el momento más estimulante del día sea el de la siesta, y no el de la medianoche. Ningún vampiro podría seguirle el ritmo, pero en Ibiza, donde ya no hay horarios y tanto negocio hay en un after como en una matinal o una soirée vespertina, Luciano es ley.
A todo esto, habría que decir que el Luciano de 2016 no es el Luciano de 2002. Hay una transición en nuestro protagonista que divide en cierta medida a sus fans, o mejor dicho, que marca una transición entre fans de entonces, que posiblemente ya no tengan demasiado apego al que fuera uno de los genuinos innovadores del techno líquido en el cambio de siglo, y los fans de hoy, que lo que les gusta de Luciano son sus aptitudes para la fiesta. Para muchos, nuestro primer contacto con él fue a partir del monumental Live @ Weetamix (Max Ernst, 2002), un disco en directo, pero con material hasta entonces prácticamente inédito, que aterrizó en el sello de Thomas Brinkmann. Recordemos que en ese momento, conceptos como “minimal” -o incluso “microhouse”, aquella palabra ya en desuso, pero semánticamente admirable, que acuñó Philip Sherburne– reflejaban el estado de la vanguardia en el techno y el house de vocación digital, el que ya empezaba a incorporar en las técnicas de producción softwares como Ableton Live y toda clase de plug-ins con los que el sonido se volvía más plastificado, reflectante y puro. En ese momento, Luciano estaba en cabeza de una nueva estética juntamente con Isolée, Luomo y el batallón del sello Perlon, en el que ya asomaba la cabeza su paisano y amigo del alma Ricardo Villalobos. Era música que aspiraba a la elasticidad, a espacios vacíos y sugerentes entre cada bombo, a un groove cálido y a una técnica minuciosa en la búsqueda del detalle.
Esa vía de trabajo llevó a Luciano a fundar el sello Cadenza, y durante sus primeros años, Cadenza fue un laboratorio de sonidos a pleno rendimiento. Sus primeros temas en la que ha sido desde entonces su casa siguen siendo obras maestras del primer minimal europeo: Orange mistake, con Quenum, o Funk Excursion con Serafin, y por supuesto su propio Bombero’s, el maxi de 2005 con el que Cadenza se afianzó en cabeza de un sonido techno cada vez más inclinado, con sensación de mareo y agitación, lento pero errático, en el que cada bombo parecía estar encontrando una estabilidad que nunca llegaba. Era música para perderse dentro de ella, buscando un centro y un orden, y en esa búsqueda era cuando se daba el viaje. Mucha gente la escuchaba después de haber consumido ketamina, que era una guarrada, pero que al parecer enfatizaba la sensación de estar dentro de un laberinto de sonidos que intentaban conectarse en estructuras lógicas. Y así fue como cambió Ibiza: mientras en las big rooms de Pacha o Space se seguía llevando el house de brocha gorda que te pinchaban vacas sagradas como Pete Tong o Carl Cox, en las salas pequeñas de los clubes se “experimentaba” y, sobre todo, ese tipo de producciones se utilizaban mucho en los afters, como el DC10, donde Loco Dice se afianzó como el mayor prosélito de este tipo de sonido. Y una vez la gente le empezó a pillar el rollo, antes de irse por el K-Hole como si fueran papel de wáter por el desagüe, los artistas originales empezaron a ocupar ese espacio. Y llegó el momento de la bisagra. Desde entonces, clin clin caja sin descanso.
El último gran momento de Luciano como visionario del techno-house fue, posiblemente, la suma de sus dos discos de 2007: el EP Etudes Electroniques y el álbum No Model No Tool. Eran trabajos de una madurez asombrosa y de un diseño de formas casi cubistas, era techno como lo habría producido Picasso, en el caso de que Picasso supiera manejar un portátil. En ese momento, Luciano estaba lejos de ser popular, y cuando ya se convirtió en un personaje conocido, que manejaba pasta y viajaba en business por todo el planeta, algo se perdió de ese esfuerzo creativo para pasarse, como si fueran vasos comunicantes, al área de negocio. Hoy, Luciano produce bastante poco -su último álbum es de 2009, Tribute to the Sun, en el que ya empezaba a deslizarse toda la pátina hippie del house veraniego de esta década- y gestiona mucho: Cadenza, las noches Vagabundos en Ibiza, su inacabable agenda de compromisos, que tanto van de Sónar a Ushuaia a montar fiestas en una plaza de toros o un antro en Berlín. Pensar en la pasta que debe ganar a final de año da bastante vértigo.
Uno de los aspectos más llamativos de Luciano explica muy bien cómo funciona el star system del clubbing en la actualidad. Hace unos años, y como decía Aphex Twin, un productor o DJ valía tanto como su último disco o su última sesión: en un mundo que cambiaba a una velocidad asombrosa, y que estaba inundado por nueva música y nuevos protagonistas cada semana, para mantenerse en la cima había que sorprender sin descanso. El que se descolgaba de la carrera, directamente, desaparecía. En los últimos años, en cambio, no importa mucho lo que hagas, sino cómo te las ingenias para llegar hasta ahí arriba: una vez se llega, mantenerse resulta más fácil que antes, el DJ estrella se convierte en un parásito -otros lo llamarán médium- de sus protegidos y de los productores que pujan en ese momento. El gran misterio, precisamente, es cómo llegar: antes tenía que ser con esfuerzo y originalidad, algo que no se le puede negar a Luciano, que ha currado como una mula y ha aportado música de un valor incalculable. Pero desde 2009, como decíamos, no publica álbumes, apenas lanza una nueva recopilación al mercado -como la celebrada Vagabundos de 2012, que hace pensar en gente bohemia que se tatúa estrellas en el hombro y delfines en el tobillo, y que baila en una cala balear con pareo y gafas de sol, sin haberse duchado en tres días-, y ha bajado mucho el ritmo de edición de EPs. Luciano ya es Luciano, se define a sí mismo y no necesita reinventarse, porque ya no se le exige demostrar que se merece estar ahí: está porque el público le ha aceptado como un dios, como el mejor chamán para sus pajareos, fiestas de groove laxo y cócteles de media tarde entre cuerpos bronceados.
Lo que no ha dejado de hacer Luciano es pinchar. Su sonido gusta, contra todo pronóstico, y sigue siendo el rey de la melodía deshilvanada, las armonías disonantes encima de un bombo trotón, y por supuesto que no falten las flautas, las voces de diva frígida, las congas y los samples de folklore latinoamericano, que durante un tiempo fueron un filón más lucrativo que las acciones de Apple. Al final, no es tanto tu background o tu técnica, sino lo que ofreces: Luciano es para su parroquia una promesa de paraíso en la tierra, de palmeras y cocoteros, de latinas con el culo respingón dándose un frote de tech-house con un tronista francés debajo del trampolín de la piscina, una promesa de sexo lento y progresivamente climático entre clubbers adultos que ya no están para tonterías de gente joven descerebrada, esa que aún consume speed en vez de humedecer la yema dactilar en el saquito de eme. Luciano promete exotismo, exquisitez, clase, verano y, con un poco de suerte, hasta ver ano al final de la jornada. Promete sol y playa. Joder, promete lo mismo que Pocholo Martínez-Bordiu: un paréntesis de fiesta y felicidad en medio de nuestra existencia gris y esforzada, socialdemocracia technoide, un nirvana de ritmo y magia.