Drogas, fraudes y bioquímica, así es “How To Fix A Drug Scandal”

La injusticia no se hace sola y “How to fix a drug scandal” te cuenta cómo. El documental de Netflix relata la huida hacia delante de la Fiscalía de Masschussets para tapar los escándalos en sus laboratorios de drogas, que acabaron con miles de sentencias anuladas 

 

Además del título de un disco de Metallica, And Justice for All es un fragmento del juramento a la bandera de EEUU. La icónica frase que los niños recitan en las escuelas estadounidenses es también la promesa que da la bienvenida al reo que entra en un tribunal: justicia para todos. Lo que pasa es que la justicia la administran personas y las personas tienen cierta tendencia a incumplir sus promesas.

De eso justamente trata How to fix a drug scandal, una serie documental de cuatro episodios producida por Netflix y dirigida por Erin Lee Carr, que refleja la ruptura del pacto entre poderes públicos y ciudadanos. 

La cosa empieza con drogas. Muchas. Metanfetamina, LSD, anfetaminas, crack. Todas estas sustancias fueron consumidas de forma habitual, a veces hasta en doce ocasiones en un mismo día, por Sonja Farak, una bioquímica estadounidense que aprovechó que trabajaba en un laboratorio dedicado a analizar los alijos incautados a los traficantes, para robar pequeñas dosis con las que satisfacer sus adicciones.

 Durante diez años, y sin que nadie lo notara, Farak acudió puntualmente a su lugar de trabajo, convertido en su centro logístico de aprovisionamiento, con la misión de certificar que los materiales que pasaban por su microscopio eran drogas y, de paso, combatir los dolores de la vida con un poquito de esto y otro poquito de lo otro. Para no despertar sospechas, sustituía las cantidades que consumía por otras de apariencia similar con la intención de que no se notara que en el paquetito faltaba algo. 

Al margen de que Farak trabajaba completamente drogada, la gravedad del asunto radica en que esos alijos eran pruebas judiciales y si se manipulan no pueden ser utilizados para condenar a alguien, una garantía fundamental que durante una década fue sistemáticamente vulnerada. Miles y miles de muestras que pasaron por las probetas de Farak fueron consideras prueba de cargo para mandar a gente al talego. 

Mientras eso sucedía en la localidad de Amherst (Massachussets), a unos 150 kilómetros de allí, en la ciudad de Boston, otra científica, sin ninguna conexión con la primera, decidió inflar su marca personal y reventar todos los índices de productividad falsificando resultados en otro laboratorio para progresar en su profesión. Analizaba en un día más pruebas que nadie, era el orgullo de sus jefes y la envidia de sus colegas, todo el mundo se preguntaba cómo era posible rendir a ese nivel. La respuesta era tan sencilla que a nadie se le ocurrió: no lo era.

Annie Dookhan, que así se llama la segunda protagonista de esta historia, analizaba una muestra que daba positivo en cocaína, por poner un ejemplo, y el resto de bolsitas de apariencia similar eran automáticamente clasificadas como lo mismo sin llegar a ser sometidas a análisis, de manera que, con un único test, presentaba los resultados de diez y así continuó hasta que en 2011 una inspección interna reveló que en sus análisis había anomalías y se abrió una investigación que acabó en juicio y prisión para ella. La científica estuvo encarcelada dos años, pero tuvieron que pasar un total de cinco desde que se destapó el pastel hasta que el Tribunal Supremo de Massachussets decidiera anular cerca de 22.000 condenas dictadas a partir de pruebas analizadas por la experta. 

Cronológicamente, el escándalo Dookhan se conoció mucho antes que el de Farak y la tesis de todo el documental, aunque haya que recorrer unas cuantas bifurcaciones para darse cuenta, es que este hecho tuvo un impacto decisivo en lo que sucedió después: la Fiscalía de Massachussets, ante la posibilidad de vivir con Farak otro escándalo como el de Dookhan, emprendió una huida hacia delante y puso todo el empeño en actuar como dique de contención. Limitó el asunto a dos muestras concretas, apenas unos pocos meses, apenas unos pocos afectados. Carpetazo.

Es incuestionable el trabajo documental llevado a cabo por Carr, la profusión de testimonios de familiares, acusados, abogados defensores infatigables que no pararon hasta que se hizo justicia con sus clientes, periodistas y expertos. Aun así en el plano narrativo hay margen de mejora. Mientras que la historia de Farak está desarrollada mediante entrevistas y recreaciones, de hecho a veces es redundante en extremo -que sí, que se drogaba en el curro, que sí, que analizaba las muestras colocada- el caso Dookhan se cuenta de pasada, cuando es mucho más grave: Farak es víctima de una adicción, Dookhan manda a la gente al trullo para conseguir un ascenso.

Por momentos da la impresión de que se busca contar la historia de forma fragmentada para generar una suerte de suspense y que el espectador tenga ganas de continuar frente a la pantalla para ver como encajan las piezas, pero es del todo innecesario, se trata de un caso real y además prosaico: dos personas la lían muchísimo y no había nadie ejerciendo una función de control que lo impidiera.

Y justamente por lo prosaica y carente de épica que es esta historia resulta fundamental contarla. No se puede asumir que una rueda, por el hecho de ser redonda, va a rodar siempre con la frecuencia y la eficacia necesarias si no hay mecanismos que verifiquen que así sea.

Pero How to fix a drug scandal encierra otra enseñanza todavía más relevante. Por un lado está el error, incluso la negligencia, y, por otro, el encubrimiento para no asumir las consecuencias. Lo segundo es más grave que lo primero y no hay que bajar la guardia, por mucha justicia que prometan los principios fundacionales de la gloriosa nación americana, porque siempre hay candidatos dispuestos a taparlo todo bien tapadito, no vaya a ser que la realidad les joda los planes del fin de semana.