Sí, nosotros también hemos sucumbido a la fiebre FaceApp y te traemos a algunos de nuestros Dioses del techno favoritos convertidos en venerables ancianos.
Bajo la apariencia de un gnomo rubio, él en realidad era la encarnación del DOLOR. Y ha ocurrido que, durante un tiempo, si nos hubieran dado a elegir entre Surgeon haciendo de las suyas en una cabina de DJ o una colonoscopia a traición en una clínica ilegal, seguramente hubiéramos pedido de rodillas que, por favor, nos metieran cosas por los orificios del cuerpo antes que dejar que torturaran nuestras vísceras con esos subgraves tan bestias. El tipo era un animal de bellota.
Cada vez que lo hemos visto en un festival, el tipo ha venido con dos intenciones: la primera, cobrar cuanto antes y que aquello pase pronto, porque no hay persona más asocial en el mundo ni nadie que encaje menos en el comportamiento gregario estándar, y la segunda, trolear al público todo lo posible, porque él es mucho de la schaudenfreude, el alegrarse con la desgracia ajena, que es cosa, en general, propia de gente sádica.
Era, y sigue siendo, una implacable máquina de facturar, un viajero incansable en jet privado, un férreo negociador de cachés astronómicos y un asiduo de las suites más lujosas de los hoteles de Ibiza, Miami y Nueva York. Le vemos tan bonachón, siempre en bermudas y camisa hawaiana, que al principio da la impresión de que es un quinqui de Milton Keynes al que le ha tocado el Euromillón.
Derrick May está chapado a la antigua y pincha con vinilo, selecciona el punto de entrada de un tema de oído, mezcla al vuelo, hace scratch, y por tanto nutre la experiencia de servir música para la pista de baile con un extra de crudeza y autenticidad, incluso con una sensación de riesgo y vértigo. Toda esta técnica la adquirió en su juventud en Detroit, ya que en las fiestas que se celebraban a mediados de los 80, si no pinchabas bien, la gente te tiraba botellas y te echaba a la calle.
Aquel era un Mills explorador, disonante y envolvente, un fabricante de aluminio líquido que le daba al techno un toque necesariamente metálico, primitivo y, a la vez, futurista sin límite. También fue de los primeros artistas en darle entidad al formato del DJ mix: Mix-Up vol. 2. LiveMix at Liquid Room, Tokyo (1996) y, más tarde, Exhibitionist (2004), forman parte de la leyenda de los mejores discos de sesión jamás grabados por un disc-jockey en la era previa al advenimiento del podcast y de la retransmisión en directo de Boiler Room.
Estamos todavía esperando a que llegue el día en que Laurent Garnier falle en la mezcla de dos discos. Y es que no le sale, por mucho que se empeñe. Cuando pincha, él está ahí con el racarraca, dándole caña a los canales de la mesa, manipulando la ecualización con el mismo tacto de quien ordeña a una vaca, encontrando el punto exacto en el que tiene que entrar un disco, con el ajuste preciso de pitch y soltándolo con un suave gesto de la mano para que la música se deslice hacia el infinito, para que así parezca que cuando el track A se funde con el track B sólo suena una única música.
Posiblemente, ningún otro DJ haya contribuido tanto al giro que se ha dado en la cultura dance en los últimos años, en la que es tan importante el valor que se le da al día como antes se le daba a la noche. No es que Luciano inventara el after y la fiesta a plena luz, pero con él se ha consolidado como una industria millonaria, una máquina de hacer dinero, y curiosamente pinchando una música con rastros experimentales y poca ambición comercial, siempre y cuando identifiquemos la EDM con Satanás.
De ahí que, ya se sabe también, la gente por aquí le llame amistosamente Pillaglobos, porque los globos que pilla son un descontrol. Una de sus fotos más famosas, publicada en su momento por el periodista Philip Sherburne en uno de sus blogs de la época del minimal, retrata a Villalobos tras acabar el festival Unsound de Cracovia metido dentro de una caja de cartón, con sonrisa de niño travieso (que parece haber sido erradicada de internet). Todavía coleccionamos esas instantáneas como si fueran estampitas de la Virgen. Nos recuerdan lo mucho que amamos a Villalobos.
Richie nos han proporcionado noches incomparables de placer, poderosos orgasmos de bombo, caja, y loops asesinos. Hawtin ha ido cambiando con los años, en el físico y en el lenguaje, en los ingresos por el trabajo y en su gestualidad, pero hay un hilo conductor que no se ha erosionado en sus dos décadas y media de trabajo: el techno como religión, el techno como forma de vida. De él podremos decir todo lo malo que queramos –que se parece al periodista Pepe Oneto, que algún día le dará una miaja de apechusque, o que ya no hace música que merezca la pena, y que cada cierto tiempo da el cante en Ibiza transformando una sesión suya en un circo–, pero él siempre tiene argumentos para llevarnos al otro lado y convencernos de que sigue siendo dios.
Entre los clubbers, a lo largo de varias décadas, también ha existido un rito de iniciación casi secreto, místico, conservado de generación en generación, y que consiste en bautizarse en esto de la fiesta con una sesión de Sven Väth. Ya sea en Monegros, torrándote bajo un sol de justicia y comiendo polvo, o en una discoteca del interior, rodeado de la fauna más destroyer del pueblo, o viajando por los sitios -Berlín, Londres, Buenos Aires, Ibiza-, cada vez que se está en la pista sintiendo el bombardeo de la música de la bestia en tus costillas sabes que, cuando salgas por la puerta, ya no serás la misma persona.
Tiga tiene una cosa que poca gente tiene: la habilidad para convertir una sesión casual en una fiesta que no discrimine a nadie, que reúne a puristas del techno con turistas ocasionales venidos del pop, a indies y mariliendres, a gays y heteros, bajo una bandera: la bandera del placer desinhibido, sin barreras ni complicaciones. Cuando Tiga quiere hacerse el guay, se borda un parche de Rimbaud en la gorra, para disimular la alopecia con poesía. Pero cuando se sube a una cabina, él sabe que tiene una misión: hacer feliz a la gente, tan feliz como la música le ha hecho a él desde que era un renacuajo recluido en su habitación, escuchando a los incomprendidos de su época.