Sin un conocimiento amplio del pasado es difícil que la música avance, pero cuando el pasado se vuelve omnipresente y eclipsa al presente –algo que hemos visto en el desarrollo cultural de los últimos años– resulta pertinente preguntarse si, como pasó cuando el punk, no sería mejor romperlo todo y comenzar de nuevo.
Hace unas semanas estuve echándole un ojo a un documental que está disponible en la plataforma Movistar+, titulado La rebelión de los sintes –sus primeros pases públicos fueron en noviembre, en el marco del festival In-Edit–, y que consiste en un intento de bucear en las agitadas aguas de esa escena underground conocida como synth-wave. Es un documental interesante y vale la pena verlo: está apadrinado por John Carpenter, que es una forma impactante de darle caché y acta de bautismo –el director de Vampiros se encarga de la narración en off, delineando un viaje en el tiempo hasta el origen de la fascinación de nuestra cultura popular por los sintetizadores–, y tiene una serie de virtudes visuales, tanto en la textura digital de la fotografía como en los recursos de montaje, que hablan de una preparación atenta por parte de su director, Iván Castell, y del equipo a su cargo.
En cuanto a su contenido, la investigación es coherente –aunque narrativamente un poco desarticulada– y asume el riesgo de dejar en manos de artistas profundamente minoritarios, y algunos de ellos sólo conocidos por la base más militante de una escena que evita el contacto con el mainstream –nombres: 80s Stallone, Vallerie Collective, Nightcrawler, etcétera– la defensa de un movimiento que surge, o que lleva años surgiendo, empujado por un impulso primario muy simple: la obsesión por el sintetizador y, sobre todo, la carga nostálgica y afectiva que el instrumento suscita en amplias capas de la cultura alternativa. Al final, es un documental relativamente completo –así a ojo, completo al 80%– en el que uno termina haciéndose una idea bastante bien perfilada de cómo opera esta rama del underground. O sea, un fenómeno global, conectado a través de las redes sociales, feliz de su semi-anonimato y de lo escurridizo que le resulta alcanzar un éxito masivo que en el fondo que ni siquiera lo desean la mayoría de los artistas. Lo que le falta de verdad, y ahora vamos al grano, es más trasfondo histórico.
Por ejemplo, en cierto momento se hace énfasis en la obsesión reciente por los sintetizadores modulares, pero nunca, en los 90 minutos que dura la película, se menciona el nombre de Don Buchla, y ni mucho menos el de Robert Moog. ¿Qué nos dice eso? Por una parte, quizá, nos muestra un cierto desaseo documental, o cuanto menos un desinterés bastante flagrante de los autores de un documental sobre sintetizadores por quienes inventaron los aparatos a los que tanta pleitesía se rinde. Es decir, se comprendería que en un documental sobre jóvenes pianistas de la actualidad no se hiciera necesario precisar que el instrumento lo inventó Bartolomeo Cristofori a principios del siglo XVIII, pero desde la invención del sintetizador hasta hoy han pasado algo más de 50 años. No estamos hablando de historia antigua, ni de leyendas que se adentran en la noche de los tiempos, sino de que una realidad reciente. Bob Moog murió en 2005, y Don Buchla falleció hace cuatro años. El final de sus vidas coincidió con el comienzo de muchas de las historias nostálgicas y retrofuturistas que se cuentan en el documental. ¿Importa? Quizá no, pero también es posible que sí, que importe mucho.
La nostalgia de los 80: ya basta (o no)
En realidad, no siendo un trabajo histórico, sino el relato de una obsesión colectiva por un tipo de instrumentos que nos siguen pareciendo alienígenas y emocionantes, tampoco hay que insistir demasiado en ese aspecto. La historia global del sintetizador es realmente amplia y compleja, se desdobla en muchos pliegues, y además Iván Castell ha querido ir expresamente a la escena synth-wave, con lo que no tenía sentido complicarse la vida con otras familias vecinas, pero desligadas de su objetivo, como los nuevos revivalistas de la new age, los fascinados por la música cósmica de los 70, los arquitectos de sintes modulares insertos en la escena techno o el noise, o los compositores de bandas sonoras que acuden a los instrumentos electrónicos por comodidad y necesidad económica. El synth-wave se resume en fenómenos como la serie Stranger Things y la película Drive, la fascinación por una textura resplandeciente y un descubrimiento de varios aspectos concretos de la cultura pop de los 80 no por parte de quienes la vivieron (la vivimos) en su totalidad o a cachos en su momento, sino por quienes llegaron después. Y como diría cierto periodista con pelazo, bien está.
Sin embargo, al ver el documental, hay un tema –indirectamente extraído del mismo, aunque no quería ser su tema principal, ni siquiera un tema lateral– que es el de la memoria en la música del siglo XXI, tanto la ausencia de la misma (amnesia) como su expresión desordenada, no sistemática. Una de las paradojas de nuestro tiempo es que tenemos más información que nunca a nuestro alcance, tenemos mejores materiales y mejores fuentes que nunca para desarrollar relatos históricos más amplios, jerárquicos, inclusivos y exhaustivos que los que se pudieron hacer en el pasado, y sin embargo tenemos también la sensación de que el pasado no importa, que el furor acelerado del presente no sólo nos distrae del esfuerzo de sondearlo, aunque sea un poquito, sino que nos anula la curiosidad, o la deja en manos de encuentros azarosos de la información, como lo que pueda decir en un momento un contacto en una red social, y no lo que se explique en un libro, en un artículo largo o incluso en una tesis doctoral que han llevado años de estudio y elaboración. Por supuesto, no le estamos pidiendo a la gente que se haga con tesis doctorales, ni a los músicos que sean todos como Oneohtrix Point Never –un caso característico del productor como enciclopedista–, pero en un momento dulce como éste en el que se publican tantos libros de música –y la mayoría muy buenos–, al fan hardcore se le presupone ese impulso, ese arranque curioso.
Sin embargo, en La rebelión de los sintes –inciso: en inglés es The Rise of the Synths, que además de como rebelión, también se podría traducir como “ascenso”; seguramente sea más apropiado este segundo giro–, tenemos artistas que, de manera categórica, aseguran que el synth-wave, que defienden como la única escena genuina fascinada por los sintes en la actualidad (algo que, sabemos, no es exactamente así), tiene su origen en artistas como Kavinsky y en fenómenos como la película Drive y su banda sonora. Son artistas muy jóvenes, con esa arrogancia disculpable de la juventud, y seguramente irán ampliando su campo de visión en los próximos años. No hay nada censurable en esto: también uno era un absoluto inculto con 20 años, y la ignorancia es algo contra lo que se lucha pero que no se resuelve –hay que agarrarse al principio socrático de saber sólo que no se sabe nada–, y en ese caso creo que es recomendable no abusar de la declaración categórica y estar dispuesto a reconocer los errores y corregirlos en el futuro, previa nueva absorción de conocimiento.
El caso es que la obsesión por los sintetizadores no comienza con Kavinsky, y en honor a Iván Castell, hay que decir que su documental está planteado como un viaje atrás en el tiempo hasta las fuentes del fenómeno, que por supuesto tienen raíces mucho más profundas que una película de 2011 con un actor con la gestualidad de un buzón de correos y la magistral ejecución del productor francés en Nightcall, posiblemente el tema más emblemático y con textura más punzante de esta corriente retro. El documental empieza a viajar atrás en el tiempo y entonces van apareciendo nombres esenciales, importantes o significativos (no son lo mismo) como Daft Punk, Justice, el sello Ed Banger, el propio John Carpenter, Kraftwerk, Tangerine Dream, Moroder cuando compuso la banda sonora de El precio del poder, Vangelis y su aportación a Blade Runner, y así, de una manera tardía pero narrativamente eficaz, se van cubriendo lagunas. Bien está.
El problema de la desmemoria: vivir en tiempos amnésicos
El problema recae, con toda seguridad, en las ausencias: se puede comprender que no se haga mención al antepasado directísimo del synth-wave, que resucitó en paralelo el nacimiento de esta nueva corriente retro-obsesionada –es decir, la minimal wave que empezó a desenterrar con afán arqueológico Veronika Vasicka hace ya más de una década, y que volvió a darle cotización en la bolsa del revival a bandas reivindicadas hoy como Goblin o In Aeternam Vale–. Pero cuesta comprender que no se mencione nunca la escena electroclash de principios de siglo, que ni siquiera se le reconozca un mínimo de peso histórico a Vitalic, o a The Hacker –pedir que alguien se acuerde ya de I-F quizá sea demasiado–. Cuando revisamos la historia del revival más largo de todos los tiempos, el de la década de los 80, no podemos hacerlo sin pasar por alto el electroclash, que resucitó de golpe, hace ya más de 20 años, el italodisco, la new wave, el synth-pop, la escena disco Hi-NRG y otras subcorrientes sintéticas de antaño que habían mantenido un perfil underground bajo el impulso masivo de los gigantes del teclado de los 70, todo lo que va de Klaus Schulze a Jean-Michel Jarre, pero que estaban preparadas para cobrarse su venganza tras el auge del techno y el house.
La desmemoria se puede comprender: hay demasiado donde elegir, el presente ha multiplicado su oferta mientras se reduce nuestra capacidad de atención, es complicado pedirle a alguien joven que tenga la voluntad de adquirir conocimiento enciclopédico cuando su alteración hormonal lo que le pide es follar y hacer travesuras –o romper cosas, directamente–, y además el pasado se nos abre desde hace un tiempo con unos horizontes cada vez más amplios, absolutamente inabarcables. Ante el exceso de información, una reacción lógica y humana sería la de cerrar los canales de recepción: quedarte con lo primero que pasa delante tuyo, disfrutar el momento, vivir al día, anular la ansiedad con una indiferencia terapéutica; “ignorance is bliss”, dicen en inglés. La ignorancia es la felicidad.
Ahora bien, puestos a ignorar, es mejor la ignorancia selectiva, que es el complemento necesario del conocimiento selectivo: descartar áreas cuyo valor inmediato no te resulta rentable para poder profundizar en lo que de verdad te interesa –por ejemplo, si te gusta el techno y se convierte en tu pasión, con toda seguridad te puedes ahorrar el folk americano de los años 60–. Y si te interesan los sintetizadores, por supuesto, no vale decir que la moda del revival se disparó muchísimo cuando Netflix estrenó Stranger Things, porque aunque puede que así sea en el mainstream, en realidad sabemos que la música de Kyle Dixon y Michael Stein no es más que la (feliz) consecuencia de una ola revisionista que venía desde mucho antes.
Sin embargo, persiste el tema de la memoria y la amnesia. Son cuestiones importantísimas para entender cómo ha funcionado la música en el siglo XXI; sobre todo desde que, gracias a internet y plataformas como YouTube o Spotify, la música ha perdido esa cualidad de secreta y minoritaria que tenía, en sus aspectos más marginales, en la época en la que para conocer algo había que comprarse discos raros, o escuchar programas minoritarios de radio a altas horas de la noche. La amplia disposición de todo lo que queramos al alcance de un click está en la base del fenómeno de la ‘retromanía’, magistralmente expuesto por Simon Reynolds en su ensayo homónimo del año 2011, posiblemente el libro más importante sobre cultura pop publicado en este siglo. La obsesión de la cultura pop por su propio pasado ha sido un fenómeno central y constante en nuestro tiempo, y sigue siendo una dinámica que explica muchas de las cosas que pasan, entre ellas la escena synth-wave, que es un producto 100% retromaníaco, aunque con un elemento añadido que no estaba, por ejemplo, en el electroclash de hace 20 años, que es también un componente amnésico, o de memoria parcialmente selectiva.
Olvidar para empezar de nuevo
Y esto es nuevo: a medida que en estas décadas hemos recordado a escala masiva –de ahí el boom de las reediciones, de ahí el hecho de que tanta música sea revival, versión, remix o mash-up–, también se perciben escenas, y capas del tejido creativo, que han recordado con ánimo de venganza, de ajuste de cuentas o manifestando un estado no eufórico, sino depresivo o desencantado –vaporwave, hauntology–, o que directamente han preferido olvidar. Y un aspecto interesante de la música del siglo XXI también está en aquellos fenómenos que surgen como producto de la memoria a corto plazo o, directamente, del olvido sistemático. Así que, al ver La rebelión de los sintes, lo que en principio creía que iba a ser un documental histórico, terminó siendo una reflexión, seguramente involuntaria por parte de sus creadores, sobre los límites de la memoria, algo que daba a pensar hasta qué punto queremos conocer de verdad el pasado, y si de verdad nos importa.
Hay dos momentos especialmente destacados en la cultura popular del siglo XXI que son profundamente amnésicos, y que a uno le resultan interesantes en lo sociológico –mientras que, en lo musical, me dan bastante igual–: uno es el boom de la EDM, primero en Estados Unidos y más tarde en todo el mundo, y luego eso que, a falta de palabras mejores, la gente llama “músicas urbanas” o, siguiendo la fórmula reduccionista pero cómoda de Ernesto Castro, “el trap” –el trap no como género sino como marco para englobar “eso”. La EDM es un fenómeno que tiene raíces históricas que su propio público desconoce, y que además no le importan, y es algo en gran medida extensible a los propios productores. Skrillex, por ejemplo, descubrió la música electrónica de baile en 2006, con el famoso concierto de Daft Punk en Coachella. Su otro referente principal es Aphex Twin. Todo lo demás –reduciendo mucho, que conste– es hardcore, música gótica, heavy metal. Esa es su receta, y en nada le afecta que la música electrónica de baile tenga unas raíces más profundas. La EDM reinventa la escena rave inglesa de los 90 como si fuera una instalación en un parque de atracciones, una Disneylandia de MDMA, ositos de peluche y luces de neón. Para la mayoría del público, aquello era algo nuevo porque sucedía en ese momento, sin que tuvieran conocimiento de la larga tradición rave en Estados Unidos –perfectamente documentada por Michaelangelo Matos en su libro The Underground is Massive (2015)-. Era una cultura que flotaba en el presente, que no aspiraba a ningún futuro, y que desconocía su pasado. Una manifestación evidente de nuestros tiempos líquidos, según la terminología de Zygmunt Baumann. Cultura del siglo XXI.
Otro inciso: antes pasaba igual, no todo el mundo que iba a un club a comerse un cuartito y a intentar volver acompañado a casa tenía la colección completa de Transmat ni estaba subscrito a Muzik, y mucha de la música que podía escuchar le entraba por un oído u otro. Pero había por encima capas mucho más implicadas en la música: los artistas buscaban antes una expresión visceral, estrechamente aferrada a su vida, y no tanto al dinero; los promotores miraban más allá de la barra y la caja; había sellos discográficos que se jugaban el dinero con discos que podían llevarles a la ruina. Hoy no es tanto así: el negocio cuenta más, el alivio rápido es preferible al esfuerzo o al cultivo (salvo que sea de cannabis).
Lo mismo que decíamos sobre la EDM pasa con el trap. Para el trap, la historia del hip hop, ya con más de 40 años de tradición, ni importa ni existe, en rasgos generales. Tampoco la de la música en la América hispana. Por norma general, el fan del reggaetón desconoce la historia de la salsa, del son, del bolero y de la cumbia. Seguramente, tampoco sabe quién es Pete Rock. Participa de una energía viva que, una vez más, emerge de unas raíces fuertes y hondas, pero que no le importan demasiado, y que quizá nunca se tome la molestia de conocer: importa más comprar aquel par de zapatillas, llamar al camello, cuadrar agendas en el parque, arrimar la cebolleta, elegir un vestido para salir y depilarse. Y entonces es cuando aflora la paradoja: ¿es mejor una subcultura pop cuando deja de obsesionarse por la historia y simplemente se deja llevar? Decía Mark Fisher que la obsesión por el pasado lleva a construir una cultura de museo, y que la cultura de museo, por definición, es una cultura muerta, o conservada en un letargo infinito: no es productiva, o al menos no lo es a gran escala, y con alcance para un público masivo.
Es una reflexión necesaria, y una de las primeras conclusiones parciales es altamente descorazonadora, pero hay que hacerla: ¿acaso no será mejor olvidar, en vez de recordar sistemáticamente? Estas escenas amnésicas, aunque musicalmente tengan sus limitaciones, socialmente están más vivas, proyectan una energía mucho más constante y atractiva. ¿Y si el problema de la música del siglo XXI, que en vez de avanzar en línea recta (como sucedía con la del XX y los siglos anteriores) lo hace en círculos a veces concéntricos, y a veces escapándose en una espiral, consiste en que recuerda demasiado?
En defensa de la memoria: el difícil equilibrio
No estoy a favor del olvido. La historia es riqueza y debe ser preservada, explicada y transmitida. Sin un conocimiento del pasado mínimo es muy difícil aspirar a la trascendencia, que debería ser el objetivo de todo arte que se precie –el que no se precia se conforma con ser un bien de consumo, que tampoco está mal, pero caduca como un yogur–. Pero el pasado también puede ser una jaula: quien se aferra a él y niega los mecanismos de evolución, quien lo mide todo a partir de un rasero demasiado rígido, y quien se obsesiona con la idea de que todo tiempo pasado fue mejor, se limita a la hora de encontrar nuevos caminos inexplorados. Le pasó al techno hace unos años: se obsesionó con la pureza, con los clásicos, con la idea de Detroit como una Meca futurista. Cuando aquella obsesión se mitigó, el género volvió a avanzar de nuevo –por ejemplo, explorando posibilidades anticipadas en los 90 que no se terminaron de culminar, sobre todo relacionadas con los rincones oscuros y elásticos del género.
No es cierto que la música del presente no se mueva, pero su movimiento no es el que habíamos conocido: es una nueva geometría en el espacio creativo, y todavía a muchos nos provoca un vértigo filosófico que cuesta trabajo gestionar. Y de la misma manera, olvidar muchas veces despeja la mente, permite hacer cosas que son buenas para el proceso de innovación tanto a nivel individual como colectivo: cometer errores, plagiar involuntariamente, llegar a las mismas soluciones que alguien alcanzó en el pasado sin tener conocimiento de ese caso previo. Lo ideal, supongo, sería un equilibrio difícil entre esas dos posibilidades: conocer lo suficiente para continuar con el legado de los gigantes que estuvieron antes, y olvidar lo innecesario para imaginar un futuro para los que vendrán. Esa posibilidad es una de las que garantizan un camino de progreso en estos tiempos filosóficamente tan complejos.
Así que, en el fondo, los desmemoriados del synth-wave a uno le terminaron cayendo simpáticos, porque su ingenuidad engendra novedad: en su ignorancia, la mayor parte de ellos está haciendo una música que mola porque recuerda a lo que ya se conocía, pero como si se hubiera inventado hoy. La misma esencia con diferente forma, o la misma forma con un alma desconocida. Más punzante, más enérgica, más rabiosa. Lo dicho: bien está.