Hay discos que suenan envueltos en humo, que parecen existir sólo cuando emanan el olor montaraz de la hierba quemada. Otros son como un chute de adrenalina, parecen espoleados por los estimulantes, y entonces te vienes arribísima. Por supuesto, los hay que resultan sedantes, como si el sonido se nos hubiera inyectado disuelto en morfina, y te aplatanas. The Night Land es también de ese tipo de discos que se nos aparecen como un estado alterado, que nos generan una reacción física y narcótica, sólo que su destilación parece provenir de un hierbajo natural recogido en un lejano desierto, a medianoche y con la luna llena brillando en lo alto del cielo, mientras a lo lejos esperan las hienas. Este disco es psicodélico y alucinógeno. Este disco susurra tres sílabas: pe-yo-te. Pero principalmente, este debut en largo de Talaboman –la unión, que hace la fuerza, entre John Talabot y Axel Boman–, tiene que ver con la idea de un doble viaje: el espacial y el mental. Lo mejor es no hacer caso de algunas declaraciones muy a lo libro de Jodorowsky que aparecen en la nota de prensa –“queremos inflamar la imaginación; cierra los ojos y abre tu mente; amor es todo lo que necesitamos en este mundo”–, y quedarse con lo importante, que es el desplazamiento que se experimenta cuando empieza a sonar el primer tema de The Night Land. Cuando se ha llegado al octavo, entre estados de trance y traqueteos rítmicos, sin duda se está en otra parte.
Desconocemos si los paladines de Hivern y Studio Barnhus, reunidos de nuevo tras aquel maxi con sentido homenaje a Sideral publicado en 2014, se han leído las obras completas de antropólogos sabios como Joseph Campbell o Mircea Eliade, que tanto escribieron sobre la construcción social del mito, el chamanismo y el valor de las culturas primitivas como refugio del alma occidental en tiempos de decadencia, pero independientemente de los libros que tengan en casa –nos consta que muchos–, lo interesante de este álbum es que hace un esfuerzo interesante por poner en contacto la tecnología con el espíritu, y consigue crear un efecto de viaje interior. Por ejemplo, en Midnattssol, que empieza con acordes en tonalidad mayor que solemos identificar con la salida del sol, suenan también onomatopeyas de coyotes, guerreros amerindios, aves de rapiña y serpientes de cascabel: referencias a las tribus ancestrales en contacto con el ser profundo, con el espíritu universal, que al cabo de unos minutos se diluyen en ambient y dan paso a la que, con toda seguridad, es la pieza más robusta y emocionante del disco, Safe Changes, que justamente recuerda a los Boards of Canada de la época Skam, la del EP High Scores: arpegios ascendentes que tienen tanto de new age como de Terry Riley como de techno expansivo de los 90, y que se desplaza como si estuviera impulsada por alas de águila, pedales de bicicleta o un coche por la autopista de Kraftwerk.
The Night Land se publica en R&S Records, y esto es muy significativo: el dúo ha puesto en marcha los mecanismos de la nostalgia noventera –una pizca de techno cósmico de Detroit, mucho de ambient flotante de la época, house líquido, IDM expansiva, melodías de juguete, más todo el rollo ‘etno’ de Loop Guru, Deep Forest y Astralasia–, y los combina con su propio lenguaje forjado en el calor de la resaca del minimal house y la revisión de la música disco. Así que la música se mueve, serpentea, deja un rastro de miguitas de pan emocionales, y aunque no es un trabajo redondo, compacto y perfecto –hay sensación de viaje, sin duda, pero de viaje no lineal, como si la dosis de alucinógenos fuera excesiva, o la ruta física tuviera demasiados desvíos–, sí que es un viaje con paradas espectaculares, en las que vale la pena detenerse, subirse a lo alto de una peña, aspirar aire puro y extasiarse con las vistas. Hay una admirable excursión al fondo del espacio en Loser’s Hymn, envuelta en campanillas, y siete minutos de expedición al interior de la selva, sin terrores que sobresalten –o sea, el completo opuesto de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad–, y un final apoteósico de arpegios que parece que vayan a estallar de felicidad en Dins del Llit. Alternativamente, hay viajes al África más típica, o al estómago del Amazonas, en piezas más tribales y multiculti como Samsa, Six Million Ways o Brutal Chuga-Chuga, de excelente factura, aunque emocionalmente menos impactantes, y que se posan sobre tu piel como las manos de un terapeuta Reiki.
Como en todo viaje, que decía Kavafis, lo importante no es el destino, sino lo que ocurre durante el trayecto. The Night Land comienza en ninguna parte –o en algún desierto de México, a juzgar por el sample chamánico que abre la primera pieza, con referencias a los jaguares y a la tierra de color rojo–, y termina también en un lugar incierto, en un espacio confuso: como mucha de la música electrónica de los últimos años, lo de Talaboman pertenece al circuito global, a una post-geografía imprecisa, que redefine el mapa del mundo y de las emociones en el club. Pero lo que sucede durante el viaje es plenamente comprensible: esto es una odisea post-house con abundancia de hongos, de nostalgia y de virtuosismo técnico, con ese neo-misticismo decorativo de los años dorados. Y además, con mensaje subliminal de fondo: también es un viaje atrás en el tiempo –sin ticket de vuelta– a los buenos días del ambient psicodélico; o sea, que los 90 vuelven.